Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Antonia camina cada vez más despacio. La voz de Sandra suena cada vez más cerca, con menos eco. Debe de estar a menos de seis o siete metros de ella. Si la escuchara acercarse, no tendría que esforzarse demasiado para acertar.

Se da la vuelta para contestar —no debería, pero necesita que siga hablando—, apunta su voz hacia el andén, usa la mano de nuevo para amortiguarla, para volverla imprecisa.

—¿Quién te había hablado de mí, Sandra?

—Y aún necesitas que te lo diga… Tú, que lo recuerdas todo, ¿no te acuerdas de a quién has hecho daño? ¿Qué secuelas va dejando tu batalla contra el mal?

Antonia no responde, porque no tiene respuestas.

—Pero él me encontró, Scott. Él me recogió, y me hizo mejor. Me enseñó a manipular a Fajardo. Inventó a Ezequiel para ti. No elegimos el nombre de un profeta por casualidad. Un profeta habla por un poder mayor. Un profeta anuncia al que vendrá.

Antonia siente cómo el cuerpo se le contrae en un escalofrío de puro terror. Y odio, también. Porque ha comprendido por fin —con una certeza fría, afilada— qué es lo que ha estado ocurriendo desde el principio. Cómo han jugado con ella.

Él.

Dios, qué estúpida he sido.

Pero ahora no puede pensar en ello.

Cerca —cada vez más cerca—. Antonia escucha a Jorge revolverse de nuevo, intuyendo, quizás, la presencia de su madre.

—Haz que pare, Scott —dice Sandra, y en su voz hay algo más que crueldad esta vez—. Haz que pare, o moriremos los tres.

Miedo. Tiene miedo.

Tenemos que estar cerca de una de las bombas.

Antonia se devana los sesos, intentando encontrar la manera de rescatar a su hijo.

Y entonces comprende que esto no es un trabajo para la persona más inteligente del mundo.

Es un trabajo para una madre.

—Jorge —le llama—. Quiero que me escuches. Estás en peligro. Vamos a jugar a un juego, un juego al que juegas en la escuela. El huevo y el pato, ¿te acuerdas? Tienes que estar muy quieto, muy quieto como un huevo, y cuando yo te diga…

Antonia ha olvidado poner la mano delante de la boca y Sandra ha identificado de dónde procede su voz. Alza el arma en la oscuridad.

Antonia también.

—¡Duck! —grita.

Jorge se arroja al suelo, como ha hecho un millón de veces en el patio del colegio y en clase, porque Duck es pato en inglés, y también —ventajas de una educación bilingüe— agacharse.

Sandra dispara.

Antonia también.

Ambos fogonazos, casi simultáneos, interrumpen la oscuridad. El tiro de Sandra se aplasta en la pared, a milímetros del ojo de Antonia. El de Antonia impacta en el hombro de Sandra, que cae hacia atrás en las tinieblas.

Jorge corre hacia su madre, que lo agarra, lo arroja al suelo, lo tapa con su cuerpo.

Entonces llega la explosión.

El fuego pasa sobre ellos —Antonia nota el calor abrasador en la piel desnuda de los antebrazos, en el pelo chamuscado—. Una tonelada de cascotes cae del techo y las paredes, algunos muy cerca.

Cuando pasa el polvo y el humo, siguen ambos bastante vivos.

Jorge abraza a su madre, en la oscuridad.

—¿Lo he hecho bien, mamá?

—Muy bien, Jorge —dice ella.

—Quiero ir con el abuelo.

—Ya te he oído antes —admite su madre, de mala gana.

Y luego hace algo, por primera vez en tres años. Le besa, en la frente. Un beso lleno de ternura. Tan pronto como sus labios abandonan su piel, Antonia se pregunta, atónita, cómo ha podido vivir sin esto.

Carla

Lo primero que ve cuando se despierta Carla es a una mujer inclinada sobre ella. Su rostro no tiene nada de especial, hasta que sonríe. Y es una sonrisa llena de luz.

El policía está allí también. Parece estar bien, después de todo, aunque tiene la cara roja y el cuello amoratado. Carla recuerda haberle salvado la vida. Se alegra de ello.

Hay llamadas de teléfono, varias. Carla no es demasiado consciente de lo que sucede. El policía habla, y la mujer también.

Estoy en shock, piensa. Se abandona a ello.

Después ambos la conducen por unos túneles antiguos y malolientes. Hay un niño, que viaja con ellos. Todo tiene la tonalidad evanescente de un sueño. A pesar de que se arrastran por lugares terribles, Carla se siente a salvo. Ya vendrán las pesadillas, ya habrá tiempo. Ahora sólo se siente flotar, como si el camino hacia la luz del día lo estuviera haciendo a bordo de una alfombra mágica.

A mitad de camino se encuentran con dos policías y un paramédico, que se vuelcan en atenciones con ella, le echan antiséptico en las heridas, le cubren los hombros con una manta, le dan líquidos. Le arrancan del lado del otro policía, el grande y ancho —no es que esté gordo—, de la mujer y del niño. La llevan hasta una escalerilla. Al otro lado se escucha la calle, la vida normal, la libertad. El final.

Carla se niega a subir, se retuerce, se agarra a la escalerilla.

—Quiero ir con ellos —dice, señalando hacia atrás—. Son los que me han salvado.

La mujer pequeña se agacha para abrazar a su hijo y le hace un gesto al policía grande, señalando hacia Carla. El policía grande niega con la cabeza. Ambos parecen discutir durante unos instantes. Al final el policía grande se encoge de hombros y se acerca hacia Carla.

—¿Cómo se llama? —pregunta ella.

—Jon Gutiérrez, señora Ortiz.

—Gracias por salvarme la vida.

—Lo mismo digo, señora. Estamos en paz.

—A usted le han pegado dos tiros por mi culpa. Creo que sigo ganando.

Jon se da la vuelta y señala los dos agujeros en su camisa.

—Esto en Bilbao son dos perdigonadas. Con el chaleco no creo que dejen ni cardenal.

Carla quiere reír, aunque apenas alcanza a esbozar una sonrisa.

Señala arriba, al círculo de luz, en el que se recortan un par de cabezas expectantes.

—¿Está esperándome?

—¿Su padre? Le hemos avisado, sí. Seguramente esté ya ahí arriba. Estamos cerca de su casa.

Carla piensa en qué le dirá cuando le vea. En si se atreverá a echarle en cara su traición, su cobarde traición como padre.

No estarán solos. Puede escuchar, a lo lejos, los flashes de los fotógrafos, las crónicas improvisadas de las reporteras, hablando a las cámaras en directo. Al fin y al cabo, sólo están a tres metros del suelo. Y una vida de distancia.

Avergonzarle en público. Ésa sería la mejor venganza, sin duda.

Pero también significaría destruir mucho y a muchos.

—¿Está listo para ser famoso? —le pregunta a Jon.

—Ya he sido famoso, señora. Pero para mal. No le niego que me vendría bien un poco de buena prensa.

—Pues suba usted primero, inspector. Y cuando esté arriba, ayúdeme a salir, páseme un brazo por el hombro y acompáñeme hasta mi padre.

Jon asiente, educado, y comienza la ascensión. Carla le sigue.

Aún no sabe qué le dirá a Ramón Ortiz.

Pero le quedan unos metros para decidirlo.

EPÍLOGO

Otra interrupción

Antonia Scott sólo se permite pensar en el suicidio tres minutos al día.

Para otras personas, tres minutos pueden ser una cantidad minúscula de tiempo. No para Antonia.

Los tres minutos en los que Antonia piensa en maneras de morir son sus tres minutos. No se los quita. No se priva de ellos. Son sagrados.

Antes eran lo que la mantenía cuerda, ahora son su tecla de escape. Le ordenan la mente. Le recuerdan que, por mal que se ponga el juego, siempre podrá ponerle fin. Que siempre habrá una salida. Que puede intentarlo todo. Ahora los vive casi con optimismo. Especula con ellos como un científico especula con sus fórmulas. Como un niño juega a soñar que será astronauta, aunque acabe trabajando en un taller. Le ayudan. Ahora son los que le dan fuerza para vivir.

Por eso no le gusta nada, nada, cuando unos pasos que conoce muy bien, tres pisos más abajo, interrumpen el ritual.

Antonia está segura de que viene a despedirse. Y eso le gusta menos aún.

Un ficus

A Jon Gutiérrez no le gustan las despedidas.

No es una cuestión de pereza. Sus despedidas suelen ser breves y concisas, nada de largos y emotivos discursos, ni cenas hasta la madrugada con borrachera y exaltación de la amistad. Un par de palmadas en el hombro, tanta paz lleves como descanso dejas. Sin miradas tristes, sin ojalás que esconden nuncas, sin nostalgia por anticipado.

Nada de todo esto molesta a Jon de las despedidas, porque Jon no tiene demasiadas relaciones (es monógamo), ni sufre en exceso cuando la gente sale de su vida (es monógamo en serie).

Lo que a Jon le jode es despedirse de Antonia Scott.

Quizás por eso ha subido por las escaleras. Para retrasar el momento.

—No aprendes, ¿eh?

Jon asoma desde detrás de una enorme planta. Ha venido cargando con ella los seis pisos, y no está para hostias.

—No cabía en el ascensor —miente.

—¿Qué es eso?

Antonia señala el enorme ficus como si en su casa acabara de aparecer un mono de tres cabezas.

—Es un ficus.

—Eso ya lo veo. ¿Por qué me traes un ficus?

Jon deposita la gigantesca y pesada maceta en la esquina del salón, donde a Antonia no le va a quedar más remedio que convivir con ella. Eso, o llamar a un camión de mudanzas para que se la lleve.

—He pensado que quizás sea el momento de que vuelvas a amueblar la casa. Así, de a pocos —dice Jon, limpiándose un poco de tierra que ha quedado en la manga de su chaqueta.

—Soy malísima con las plantas. Las mato todas. En serio, es un superpoder. Estará muerta antes de que salgas por la puerta.

Jon sonríe para sus adentros. Tanta inteligencia y aún no se ha dado cuenta de que la planta es de plástico.

Probablemente tardará.

—Tendremos que correr el riesgo —dice.

Antonia mira el ficus con perplejidad.

Al igual que el sarcasmo, figuras de pensamiento como la metáfora o la analogía no han formado nunca el grueso de su repertorio, pero la gente cambia.

Incluso ella es capaz de hacerlo.

—Hay una familia ahí abajo, en el tercero izquierda que quiere mudarse. Han encontrado un buen trabajo en otra ciudad.

—Me alegro por ellos.

—He pensado… He pensado que quizás podría interesarte. Es decir, si no tienes mucha prisa por volver a Bilbao.

Jon lo piensa un rato. No mucho rato.

—¿Y qué hacemos con amatxo?

—Aquí también hay bingos.

—¿Me vas a cobrar en tuppers, como al resto?

—¿Tu madre cocina bien?

Jon se ríe para sus adentros, pensando en las cocochas de su madre. Bien, dice.

—Ay, bonita. Fliparías.

Ambos se quedan en silencio, mirando el ficus.

—Así que estamos juntos —dice Jon.

—Eso parece.

—¿Y qué es lo que viene ahora?

Eso mismo lleva Antonia preguntándose un tiempo.

Han pasado ocho días desde el rescate in extremis de Carla Ortiz, y el polvo ha comenzado a asentarse. Los medios ya han olvidado a los policías por cuyas muertes se escandalizaban, y la falta de información pública sobre la vida de Nicolás Fajardo y su hija ha secado el grifo. Ahora la atención vuelve, gradualmente, a las victorias de los equipos de fútbol y los deslices de los famosos.

El problema es que la Policía Científica fue al cementerio de la Almudena con sus tubitos de ensayo a comprobar quién demonios estaba enterrado en el nicho marcado como SAN-

DRA FAJARDO.

Y, cinco días después, lo que sucedió te sorprenderá.

—El análisis de ADN es concluyente —le dice Mentor a Antonia por teléfono—. La mujer de la tumba es la hija de Nicolás Fajardo.

—¿Cómo de concluyente?

—99,8% de concluyente.

—Es bastante concluyente, sí —admite Antonia.

—No van a hacerlo público. Oficialmente, el caso está cerrado.

Qué sorpresa.

Antonia Scott tiene un problema.

Le falta un cadáver y le sobra otro.

Porque si la mujer de la tumba es la hija de Nicolás, ¿quién es entonces la mujer a la que ella disparó en el túnel? ¿Quién es la mujer que huyó, que activó la bomba trampa y sobre la que se derrumbó media tonelada de cascotes?

Cuyo cadáver —ése es el que le falta— aún no se ha encontrado.

Antonia no para de darle vueltas al misterio.

No puede dejar de pensar en cómo le hablaba, cómo se dirigía a ella. Como si la conociera. Con una familiaridad inexplicable, que Antonia achacaba a la locura.

Ahora ya no lo tiene tan claro.

Las últimas frases de Sandra —por llamarla de alguna forma— siguen resonando en su memoria.

Tú, que lo recuerdas todo, ¿no te acuerdas de a quién has hecho daño? ¿Qué secuelas dejó tu batalla contra el mal?

Él me recogió, y me hizo mejor.

Él.

No elegimos el nombre de un profeta por casualidad.

Un profeta habla por un poder mayor.

Un profeta anuncia al que vendrá.

—¿Y qué es lo que viene ahora? —ha preguntado Jon.

Antonia duda de si debe involucrarle en esto —o cuánto puede contarle—, pero al final va al armario de su dormitorio. Cuando regresa, trae una abultada carpeta marrón. Vieja, manoseada.