Eso piensa hacer.
Al fondo está la oficina, de la que proceden los ruidos. Cuando se asoma a la puerta puede ver a un hombre, de espaldas, a horcajadas sobre una mujer semidesnuda a la que está ahogando con sus propias manos. Las piernas de ella se agitan bajo su cuerpo.
—¡Alto, policía! —dice Jon, con la pistola, apuntando directamente entre los omóplatos del hombre—. Las manos sobre la cabeza, ahora.
El hombre tarda un instante en detenerse. Incluso de espaldas, Jon es capaz de percibir su asombro. No esperaba que le interrumpieran, no en ese momento.
—Las manos sobre la cabeza —insiste Jon—. No me haga repetírselo, Fajardo. Esto se ha acabado, joder.
Fajardo se vuelve —su rostro se recorta contra el resplandor de otra lámpara de gas—. Tras él, Jon puede ver al hijo de Antonia, con los ojos muy abiertos.
Está vivo. Está vivo. Hemos llegado a tiempo.
Sin dejar de apuntar a Fajardo, Jon se lleva la mano al cinturón y saca las esposas. Coloca una en torno a una de las muñecas de Fajardo. No llega a colocar la segunda. Tampoco llega a escuchar el sonido de los pulmones de Carla Ortiz, volviendo a llenarse de aire. Ni alcanza a oír los dos disparos que le derriban. Sólo siente el dolor, antes de que el suelo se alce en su busca.
Carla
El hombre del cuchillo se aparta de encima de ella, y Carla se escurre, gatea hasta el niño. Sus pensamientos están sorprendentemente vacíos, sus recuerdos han desaparecido. También el miedo y el dolor. Nada importa, salvo terminar de liberarle de ese trozo de cinta americana que ha dejado a medio cortar. La baldosa está en el suelo. La recoge, con dedos muy débiles, y sigue cortando. Apenas araña la superficie plástica, ni hablemos de cortar las fibras de tela que hay entre la capa plateada y la que contiene el adhesivo. Sus manos son las de una muñeca de trapo, su cerebro de serrín. Intenta aspirar más aire, intenta concentrarse por encima del mareo, de la visión borrosa, en los cuatro centímetros de cinta que faltan por romper. La baldosa es inútil en sus manos flácidas —la derecha no responde ya, la izquierda nunca sirvió de gran cosa—, así que se inclina sobre la muñeca del niño y emplea los dientes, los caninos que una vez insistió a su dentista en que no debía quitarle, a pesar de que eso le ahorraría meses de ortodoncia. Pero ella quería tener todas sus piezas.
Carla muerde, clava, roe. Uno de los caninos se parte, de forma longitudinal, cuando ella tira de la cinta. El dolor la alcanza al mismo tiempo que, con un rasgueo, la cinta se rompe
—Corre —le dice Carla al niño—. Corre y no mires atrás.
El pequeño se levanta, pasa junto al hombre del cuchillo —que está inclinado sobre el policía, estrangulándole como antes le había estrangulado a ella—, atraviesa la puerta y se desvanece en la oscuridad del pasillo.
18
Un andén
Desde las escaleras en las que está agazapada, Antonia escucha a Sandra correr de vuelta por donde ha venido. Su plan, que consistía en atraerla primero con el teléfono y emboscarla cuando descendiera por el otro lado, se ha ido al garete. Sandra se adelanta a ella, y regresa al andén, porque ha intuido la trampa.
Antonia se pone en pie, e intenta seguirla, desciende por las escaleras, pero su mente se empeña en jugar en el equipo contrario. Cuando el andén pobremente iluminado se abre ante su vista, los elementos se acumulan en su cabeza, ofreciéndoles su triste y macabra historia en décimas de segundo.
La mesa en la que murió Jaime Vidal, el adolescente secuestrado por error en lugar de Álvaro Trueba.
La lámpara de gas, que pestañea, intermitente, avisando de que se acaba.
Los restos de ropa, cartones de comida envasada, la asombrosa y mundana realidad cotidiana de los causantes del horror.
Las grietas en la pared, antiguas y amenazadoras.
El polvo en los rincones, una cucaracha que corre tan pronto ella pisa cerca.
El jergón, los elementosdetorturaabandonadosenelsuelo…
Antonia no puede respirar. La sobrecarga de información es demasiado para su cerebro, que le reclama una manera de filtrar, de controlar todos aquellos impulsos que le cuentan lo que ha sucedido aquí durante días y días con tanta viveza y exactitud como si estuviera viendo un vídeo en alta definición, superpuesto a las imágenes del mundo real.
Tengo que seguir. Tengo que seguir.
Sigue adelante, caminando por el andén, a trompicones. Levanta la pistola, porque al fondo Sandra está apuntando hacia delante, hacia el pasillo, y sea quien sea a quien vaya a disparar, Antonia sabe que debe impedirlo. Se restriega los ojos, intenta apuntar. Su cerebro envía a sus dedos la orden de apretar el gatillo, pero éste parece tardar una eternidad en transmitirla, en remontar la corriente de datos.
Sandra dispara dos veces.
Antonia dispara una.
El disparo de Antonia pasa junto a Sandra, y todo lo que consigue es alertarla de la presencia de Antonia a su espalda. Sandra se agazapa detrás de una de las cajas fuertes. Antonia parpadeando varias veces, intentando calmarse, se parapeta tras la otra.
En la oficina al fondo del pasillo, Jorge sale corriendo, pasa junto a Jon, caído en el suelo mientras Nicolás le estrangula, y corre hacia el andén.
Directo a las manos de Sandra, que le atrapa cuando llega a su altura.
Le sostiene en el aire, cogiéndole de la cintura, a pesar de que el niño patalea y se revuelve, y le pone la pistola en la cabeza.
—Muévete y te mato, mocoso de mierda —le susurra al oído.
Sandra se pone en pie
—Tengo a tu hijo —dice—. No se te ocurra acercarte.
—¡Jorge! —grita Antonia.
El niño reconoce a su madre, grita, vuelve a patalear. Quiere ir con ella, pero no es rival para la fuerza de Sandra, que, usándole como escudo, salta con él al andén y se interna en la oscuridad del túnel.
Carla
Carla siente una paz insólita. La pérdida de sangre, la asfixia, la deshidratación se han cobrado su precio. Se deja caer contra la pared, y cierra los ojos.
Ya puedo descansar, piensa.
Pero hay algo más que tiene que hacer. Aunque no puede recordar qué es. Aunque presiente que es importante.
Abre los ojos de nuevo. El policía sigue en el suelo, y está muriendo. Carla lo sabe, presiente que tiene que hacer algo al respecto. Salvarle, como él la ha salvado a ella. Pero Carla está débil. Y sin embargo…
Se incorpora, trastabillando, y consigue gatear, acercarse al hombre del cuchillo.
Piensa en Carmelo, desangrándose en un descampado.
Era de la familia.
Aún lleva la baldosa en la mano izquierda. La baldosa puntiaguda. La sostiene con la izquierda, alza el brazo para coger impulso, y la clava como si fuera un puñal en el cuello del hombre del cuchillo.
El hombre presiente algo en el último instante, y vuelve el rostro bruscamente. Su impulso se suma a la puñalada de Carla, que le hunde la punta de la baldosa en la aorta. El hombre mira a Carla con incredulidad —intentando recalibrar qué está pasando—, al tiempo que aparta los dedos de la garganta del policía e intenta quitarse ese elemento extraño del cuello. Un surtidor de sangre intermitente brota de su arteria, al tiempo que el hombre se desploma en el suelo, en un charco tibio y creciente que empapa las rodillas de Carla.
Tarda en morir, y Carla no pierde detalle de sus últimos instantes, de su lucha patética por contener la hemorragia, de sus ojos saltones y desencajados. Ojos vacíos de marioneta. Le mandaría al infierno, como hacen las heroínas de las películas cuando acaban con el villano, pero no ve la necesidad. No siente emoción alguna. Se ha limitado a eliminar una alimaña. Como aplastar una babosa bajo la suela del zapato.
¿Ahora sí? ¿Ahora puedo descansar?
Su cuerpo responde por ella. Se deja caer sobre el pecho del policía. No escucha su corazón latir. Carla siente una vaga tristeza por haber llegado demasiado tarde, antes de sucumbir a la negrura.
19
Un andén
Antonia está a punto de desmayarse. Lo sabe. Su cerebro está programado —mutado, perversamente alterado— para funcionar al máximo en situaciones de tranquilidad. Pero una situación de amenaza hace que la histamina de su cerebro se descontrole, la vuelva receptiva a cada uno de los inputs de información que su mente excepcional recibe e intenta administrar. Una psicópata asesina que apunta a la cabeza con una pistola a tu hijo y le usa como escudo humano mientras huye por un túnel potencialmente cargado de explosivos está muy arriba en las situaciones de amenaza que Antonia Scott —o cualquiera— puede imaginar.
Completamente consciente de todos los elementos de su entorno, desde un antiguo anuncio en la pared
(Persil lava por sí solo)
hasta una lata de Coca-Cola a medio beber
(sensación de vivir)
junto a la pata de la mesa, a menos de medio metro de un charco de sangre reseca, Antonia se pone en pie. El peso del arma en su mano tira de ella hacia delante, hacia el semicírculo de negrura que se ha tragado a Sandra y a su hijo. Baja al andén de algún modo, tropieza, cae en el cemento. Siente la cabeza a punto de partirse en dos.
Cuando se incorpora de nuevo, vuelve a tropezar. Muy a tiempo, porque hay un fogonazo en la oscuridad. Sandra le ha disparado, y Antonia siente el disparo pasar rozando su pelo, tan cerca que el silbido le hiere los oídos.
—¡No me sigas, Scott!
Antonia no escucha —su mente ha procesado el disparo al mismo nivel que un tornillo oxidado en el suelo, que ha visto muy de cerca al caer—. Se limita a seguir caminando hacia delante, en dirección a su hijo.
Se interna en las tinieblas. La paulatina reducción de estímulos en el interior del túnel, a medida que Antonia se va adentrando en él, va ayudándola a recuperar la calma.
Puede utilizar esa oscuridad que la rodea.
Antonia se pega a la pared, respira hondo y cierra los ojos. Intenta limpiar su mente de ruido, acallar los monos que saltan de un lado a otro.
Cuenta despacio, de diez a uno.
¿Cómo era tu rostro antes de nacer?
Abre los ojos de nuevo, y sigue adentrándose en el túnel. Por delante de ella puede escuchar cómo Jorge se revuelve.
—Tu hijo no me está ayudando nada, Scott. —La voz de Sandra resuena en las paredes, adquiriendo un tono omnipresente, amenazador—. Hay trampas en este túnel, ¿sabes? Y yo no he traído mi linterna. Así que, si sigue pataleando y no me deja concentrarme, quizás me encuentre con una por casualidad.
Antonia, con el corazón encogido por el miedo, tiene que volver a cerrar los ojos y respirar hondo.
—Jorge. Jorge, escúchame.
—¡Mamá! ¡Mamá, ayúdame!
Su hijo está llorando, desesperado. El corazón de Antonia se desgarra de dolor y de ansiedad. Pero no podrá ayudarle si no se calma. Si no le calma.
—Jorge, necesito que estés quieto. Necesito que estés quieto y que me escuches. Es peligroso que te muevas. Muy peligroso. Tienes que estar quieto, ¿me escuchas?
—¡Quiero ir a casa! ¡Quiero ver al abuelo!
Al abuelo, piensa Antonia, y su alma se lleva un buen mordisco.
—Irás con el abuelo enseguida, mi amor. Pero ahora tienes que estar quieto.
El niño deja de patalear.
—Así es mejor —dice Sandra.
Puede escuchar cómo deja a su hijo en el suelo —normal, el niño pesa un quintal—. Intenta interpretar la situación por los sonidos que le llegan. Ahora debe estar caminando por delante, arrastrándole con la mano.
Antonia está acercándose al lugar donde el túnel comienza a trazar una curva. Asoma una mano, y la retira. Tal y como había anticipado, Sandra la estaba esperando, y dispara contra el movimiento que ha podido captar en los restos minúsculos de luz que se filtran desde el andén. Antonia se mueve en cuanto escucha el disparo, aprovechando que la deflagración habrá cegado momentáneamente a Sandra. Corre en diagonal a la pared de enfrente, y después se coloca en la misma en la que estaba antes, justo a tiempo de esquivar el disparo que Sandra ha hecho en dirección a la pared de la que acaba de marcharse.
—No conseguirás escapar, Sandra. Y Carla Ortiz vivirá. Has fracasado en todo —dice Antonia, poniendo la mano delante de la boca, para amortiguar el sonido y que Sandra no pueda reconocer con claridad de dónde viene.
Hay una risa, una risa agusanada, infecciosa y cruel.
—¿Todavía piensas que esto es por Carla Ortiz? ¿O por Álvaro Trueba? ¿Todavía crees en alguno de los cuentos bobos que usé con ese tarado de Nicolás Fajardo? Eres bastante menos impresionante de lo que me habían dicho, Antonia Scott.