Trae las gruesas correas de cuero. Se las tiende a Nicolás con un gesto imperativo, enervante.
Nicolás mira la mano de Sandra como si de ella colgaran dos serpientes venenosas. Él sí que quiere alargarlo más. Posponerlo unas horas. Después de una noche acosado por los espectros, lo último que quiere es atar esos instrumentos de tortura, sentir la carne blanda, suave y trémula de la mujer bajo aquellas correas. Quizás mañana, cuando haya podido utilizar su cuaderno, encontrar un relato que dé sentido a lo que le pasa. A lo que está haciendo.
—¿Hay algún problema?
Sandra tiene un brillo extraño en los ojos. Hay amenaza, por supuesto, pero también algo más. Cálculo. Aritmética. Nicolás no sabe que está siendo evaluado, que Sandra intenta decidir si puede seguir obteniendo provecho de él o si, por el contrario, ha llegado la hora de dejar atrás un caballo desfondado. Nicolás no lo sabe, pero intuye un peligro, al igual que los perros cuando sus dueños se preparan para salir de casa y dejarlos solos durante horas.
—Ningún problema —afirma Nicolás, extendiendo la mano y asiendo las correas.
Ella aún no las ha soltado, cuando escuchan la voz.
—Buenos días. Perdonen que les interrumpa.
Hace un millón de años, Nicolás fue una vez al zoo con su hija. En el pabellón de las serpientes había una pitón de Burma. Cuando se acercaron, el reptil giró la cabeza exactamente igual que Sandra lo acaba de hacer hacia el sonido.
Proviene de las escaleras, al fondo del andén.
—Lamento haber estropeado con mi presencia lo que estuvieran haciendo —insiste la voz de Antonia Scott.
Sandra suelta las correas, que quedan en manos de Nicolás. Se inclina sobre la mesa, y coge la pistola y una de las linternas.
—Mata al niño —le ordena—. Yo me encargo de esto.
A Nicolás lo que le aterroriza no es la orden, sino la sonrisa que le acompaña. Como si estuviera esperando aquella intromisión. Como si fuera lo que realmente más desease en el mundo.
Carla
Tres minutos antes
La cuerda está casi cortada.
La piel de sus antebrazos está desgarrada por varios sitios, y sus hombros protestan por haber mantenido la misma postura durante horas, pero apenas quedan unas pocas fibras.
Con un último esfuerzo, logra acabar el trabajo. Tan pronto la cuerda se parte con un suave chasquido, el enorme peso de la puerta metálica cae sobre su brazo, presionándolo. El dolor es inhumano, pero ella no suelta la cuerda, a la que se ha aferrado con todas sus fuerzas.
Sujeta el pedazo de baldosa con los dientes y comienza a tirar, arrancando más piel aún de sus antebrazos, que se queda enganchada en el borde oxidado de la puerta. Consigue agarrarla también con la mano izquierda, y sigue tirando. No hay esperanza en su corazón, tampoco certeza de sobrevivir. Sólo la urgente necesidad de seguir respirando. El dolor es secundario, el dolor es asumible. El dolor es vida, el esfuerzo titánico es vida. La sed insoportable, el líquido corrosivo que le bulle en los pulmones, pidiéndole que abandone su empeño, es vida. Rendirse, es muerte.
Dos palmos. Tres. Las baldosas que había usado como tope caen al suelo, y el ruido que hacen se le antoja a Carla fuerte como una sirena de bomberos.
Tiene que darse prisa. Es imposible que no lo hayan oído.
Comienza a arrastrarse, poco a poco, hacia la abertura que ha conseguido crear. No puede soltar la cuerda. Cuando la suelte, caerá. El sonido podría alertar a sus captores, si es que no lo han hecho ya las baldosas al caer.
Cree oír voces a lo lejos, una voz fuerte de mujer, pero no le presta atención.
Tiene casi el cuerpo fuera. Pero sigue con el brazo extendido, sosteniendo la puerta metálica a duras penas.
Quien emerge al otro lado de la celda es la Otra Carla. La antigua Carla ahora le parece una pariente lejana, de esas que encuentras en las bodas y cuyo nombre alguien tiene que susurrarte al oído antes de saludar.
Es sobre el brazo derecho de la Otra Carla sobre el que cae la puerta —con un sonido tierno—, cuando las fuerzas la abandonan.
Cuando era niña, Carla —la antigua Carla— había corrido delante de su padre para impedir que una puerta de garaje se cerrara. Una de esas grandes puertas de garaje de cierre horizontal. Metió la mano para tocar la célula fotoeléctrica antes de que se cerrara del todo. Pero llegó tarde. Y la puerta la atrapó. La antigua Carla había chillado y llorado todo el camino al hospital. Le quedó una fea cicatriz en el antebrazo, y el músculo ligeramente hundido, incluso décadas después.
La Otra Carla, la Nueva Carla, no emite ni el más mínimo ruido. Sin soltar la baldosa, se muerde la cara interior de los carrillos para desviar la atención del dolor que está sintiendo en el brazo. Carla es ahora un animal atrapado, peligroso. Sería capaz de arrancarse a mordiscos su propio brazo con tal de salir de allí. Tiene que girar el cuerpo, ponerse en cuclillas, y alzar con sus últimas fuerzas la puerta sobre sus goznes, de forma que consigue liberar su antebrazo.
La puerta se encaja con un chasquido.
Carla está libre.
Estar allí, sola, en la penumbra incierta, le produce un miedo que no había sentido antes. El miedo a ahogarse en la orilla, tras haber cruzado a nado un mar embravecido.
Ahora su cuerpo le exige huir, correr en cualquier dirección. A un lado del pasillo puede percibir una luz tenue, así que intuye que ése no es el lado correcto. Lo sabe. La Nueva Carla sabe cosas. Al lado contrario sólo hay más oscuridad, en la que sólo hay una isla de luz.
Procede de una puerta.
La puerta de la habitación que había junto a su celda. Una puerta de madera y cristal. Una puerta a través de la cual se vuelve a escuchar el llanto de un niño, que llama a su madre.
Es un truco. Huye. Huye.
Pero no puede huir. Tiene que saberlo.
Tengo que saberlo, piensa, mientras se vuelve hacia la puerta de madera.
Puede que su cuerpo esté pidiendo a gritos no saber, pero lleva demasiado tiempo —una vida— dándole la espalda a la verdad como para ceder esta vez.
La habitación es una oficina minúscula iluminada por una lámpara de gas, en la que los muebles se han apartado para hacer sitio a un colchón en el suelo. Al otro lado, atado con cinta americana a una tubería por una de sus muñecas, hay un niño pequeño. Vestido con pantalón gris y jersey verde. Los ojos hundidos y enrojecidos, la voz ronca por el llanto. Cuando Carla entra en la habitación, el niño la mira, aterrorizado. Carla no es consciente de su propia imagen hasta que se contempla a sí misma a través de los ojos del niño. Una aparición ensangrentada, sin otra ropa que el sujetador y las bragas, cubierta de suciedad y sudor.
Carla se arrodilla junto al niño.
—¿Cómo te llamas?
El niño aparta la mirada, ante aquel nuevo monstruo que ha surgido de la negrura para atormentarla. Abre la boca para llorar, hincha de nuevo los pulmones.
—No. No. Cálmate. Me llamo Carla. Vengo a ayudarte.
No espera a que el niño le conteste o a que procese su presencia, porque no hay tiempo que perder. Empieza a cortar la cinta americana por la que el niño está sujeto a la tubería, usando el trozo de baldosa. Ahora que puede verlo, por primera vez, se da cuenta de lo minúscula y patética que es esa improvisada herramienta. Y, sin embargo, la ha traído hasta aquí.
El niño la mira con los ojos muy abiertos, sorbiéndose los mocos. No es capaz de comprender por qué el monstruo sucio y cubierto de sangre lo está ayudando.
De pronto mira por encima del hombro de Carla, y sus ojos vuelven a reflejar el terror.
Oh, no, piensa Carla, comprendiendo, un instante demasiado tarde, que ha cometido un error.
El hombre del cuchillo está a su espalda, la agarra del pelo, la lanza al suelo con brutalidad.
—No puedes hacer eso. ¡Se supone que no puedes hacer eso!
La cabeza de Carla rebota contra el cemento, y se queda atontada, boca arriba. El hombre del cuchillo se arroja sobre ella, entrelaza los dedos alrededor de su cuello y comienza a apretar.
Esto es lo que obtienes cuando intentas hacer algo bueno, piensa Carla. Esto es lo que obtienes.
Mientras los dedos del hombre del cuchillo aplastan su tráquea, Carla sólo siente una incomprensible sensación de injusticia. Durante su estancia en la oscuridad había aprendido que Dios, el Bien y el Mal, no eran más que monosílabos en mayúsculas. Pero aún quedaba dentro de ella un hálito de esperanza en una especie de equilibrio universal. El mismo que la había impulsado a entrar en la habitación, atraída por el llanto de aquel niño, cuya pierna se agita a sólo unos centímetros de su cara. La zapatilla tiene serigrafiado en el tobillo un Bob Esponja que ha perdido un ojo y parte de una mano, a fuerza de golpear un balón. Carla se da cuenta —en un último lapso de lucidez de su cerebro, que consume sus últimos restos de oxígeno— de que esa zapatilla también la tiene su hijo Mario. También está rozada en el mismo sitio. Es una de las que ellos fabrican. Un defecto que habría hecho notar al departamento correspondiente con un correo electrónico. Firme, pero cariñoso.
Sus ojos se inundan de nuevo de la luz blanca y cegadora.
Voy a morir, piensa Carla. No hay incredulidad, ni miedo, ni lamento. Sólo derrota.
Entonces oye algo —el sentido del oído es el primero que se pone en marcha en el cerebro cuando uno se despierta, y también el último en desaparecer—. Una voz masculina, seca. No entiende el sentido de las palabras. Pero los dedos dejan de apretar su garganta, y el cuerpo de Carla toma el control, pone en marcha los pulmones, de nuevo, traga el aire en bocanadas enormes, siente cómo la vida vuelve a inundarla de nuevo…
Entonces suenan los disparos.
16
Un señuelo
Antonia avanza muy despacio.
Sabe que su única oportunidad descansa en manos de Jon. Que ella no es más que un señuelo, que debe servir para alejar a uno de los dos de la puerta, y darle al inspector Gutiérrez una oportunidad.
Mientras su voz resuena con fuerza por los pasillos, Antonia se mueve tan despacio como puede, confiando en que el eco en los azulejos sirva para despistar lo suficiente a cualquiera de los dos que vaya en su busca.
Antonia está convencida de que será Sandra. Querrá acabar con ella personalmente.
Se mueve, despacio. Tanto como puede. A su alrededor, el mundo conspira para delatar su ubicación. El cemento cruje bajo sus pies, el roce de su ropa arranca susurros de las paredes. Cada movimiento es una denuncia.
Su mente está cada vez más llena. Con el efecto de las cápsulas completamente desaparecido, Antonia tiene que luchar por mantenerse cuerda bajo la tensión.
—Es una cosa maravillosa, el sonido, ¿no te parece? —resuena la voz de Antonia por el pasillo—. Uno nunca puede estar seguro de su procedencia.
Sandra está subiendo las escaleras. A su espalda, Antonia puede ver el reflejo de su linterna, escudriñando la oscuridad, y sigue hacia delante, el único camino que le queda. El haz de luz ilumina la entrada del pasillo. Después Sandra se agacha, al final de las escaleras, y vuelve la esquina bruscamente. Dispara dos veces, y las balas atraviesan el pasillo, se incrustan en la pared contraria, junto a los tornos de salida, sin encontrar en su camino nada más que aire. La linterna ilumina entonces el teléfono en el que Antonia ha grabado una larga nota de voz, llena de pausas, como señuelo para atraerles.
Sandra comprende el engaño tarde, y aplasta el teléfono bajo el talón con un gruñido frustrado, antes de correr de nuevo escaleras abajo.
17
Una oficina
El plan era muy sencillo.
Tan pronto como escuches mi voz, vendrán hacia mí.
Jon surge del túnel, milagrosamente vivo. No ha pisado ningún hilo, o si lo ha hecho, éste no ha activado ninguna trampa.
Frente a él está la estación abandonada. El andén a su izquierda es visible bajo la luz de una lámpara de gas, que crea una burbuja fantasmagórica y dibuja sombras oscuras en las paredes. Del pasillo más cercano vienen ruidos de pelea.
Jon sube a duras penas al andén, sintiéndose completamente expuesto mientras asciende. Tiene que apoyar ambas manos para conseguirlo. Después se interna por el pasillo. Un pie delante de otro, las rodillas ligeramente flexionadas, la pistola apuntando delante de él. A su espalda escucha dos disparos, pero sigue adelante igualmente.
La prioridad es mi hijo, Jon. Oigas lo que oigas, no vengas a ayudarme. Sigue adelante. Encuéntrale.