Jon escoge con mucho cuidado dónde pone los pies. El limo no cubre del todo el cemento, y Jon sólo apoya su peso en los lugares secos. En ocasiones tiene que dar pasos en diagonal, otros enormes, de noventa centímetros de largo.
Avanza muy despacio. Y menos mal.
La primera de las trampas es un hilo casi invisible. Cruza el túnel, de un lado a otro, sujeto con una hembrilla a la pared. El otro extremo se hunde bajo el limo.
Jon se agacha y usa uno de sus pañuelos para retirar parte del barro verdoso que hay en los agujeros donde antes se anclaban las vías.
Debajo asoma un plástico azul eléctrico, que envuelve algo. Jon no sabe lo que es, pero está seguro de lo que sucedería si el hilo se rompiera.
Se pone de nuevo en pie, y pasa con cuidado sobre el hilo.
Jon no se relaja. Y menos mal.
La segunda trampa está casi inmediatamente después. Pero esta vez no es un hilo. Jon la ve casi por casualidad, ya que la linterna refleja en la lente del emisor de rayos infrarrojos colocado en la pared. Diez euros en cualquier tienda de electrónica. Igualito que los de los ascensores.
Pegado a la pared empapada, el inspector Gutiérrez tiene que hacer acrobacias para pasar por encima del sensor, situado a medio metro del suelo. Cuando consigue alejarse un poco, suelta un suspiro de alivio.
Jon sospecha que si hubiera interrumpido la comunicación entre los dos sensores, el mundo a su alrededor hubiera hecho bum.
Hay una tercera trampa ochenta metros más adelante. Es idéntica a la primera, salvo que esta vez el hilo está colocado tan pegado al suelo que es prácticamente invisible. De hecho, Jon no lo ve cuando pasa por encima de él. Si no lo pisa, es por pura y simple casualidad. Sólo se da cuenta de su existencia, con un sudor frío, cuando ve un segundo y tercer sensor infrarrojo por delante de él. Situados a distintas alturas. Medio metro y un metro por encima del suelo.
Me cago en Dios, piensa Jon.
Porque a ver cómo pasa por ahí.
No queda sino arrastrarse, y confiar en que no haya ningún hilo más por el suelo.
El inspector Gutiérrez se arroja al barro, con el cuerpo paralelo al hilo, y después repta por debajo de los sensores. Emerge al otro lado. El traje, las manos y la cara llenos de limo hediondo, unas náuseas terribles. El olor que le invade las fosas nasales es absolutamente repugnante.
No puede contenerse y vomita, aún a gatas. El asco se adueña de su cuerpo, lo posee y lo mueve de forma involuntaria, como un músculo bajo una corriente eléctrica. Escupe saliva, traga, vuelve a escupir más saliva. Cuando abre los ojos
(aún vivo, joder, aún vivo) le lleva un momento recuperar el control.
Se siente sucio.
Sin pañuelo para limpiarse, Jon se arranca la chaqueta, e intenta quitarse de la barba el cieno pegajoso, y limpiarse las manos lo mejor posible, usando el forro interior de seda. Deja atrás la prenda, inútil ya.
Esto no hay tintorería que lo arregle, piensa.
Se queda en mangas de camisa. Bajo ella se transparenta la palabra POLICÍA de su chaleco antibalas. No mucho, no obstante. La camisa es de algodón egipcio, y ha costado una cifra.
Ha llegado la hora de tomar una decisión. Porque un poco más adelante, presiente cómo el túnel se acaba. Ahora que los LED de la linterna están cubiertos de barro, puede ver una luz tenue filtrándose tras las paredes curvas.
—Habrá una recta al final. Cuando llegues allí apaga la linterna —había insistido Antonia—. O te verán.
—Y si hay alguna trampa en los últimos metros, ¿qué pasa?
Antonia no había respondido a eso.
Jon apaga la linterna. Ahora ha llegado el momento de caminar a ciegas, guiado sólo por el tenue resplandor que tiene delante.
Mientras avanza en la oscuridad, sin otra referencia que la de la pared a la que ha pegado los brazos y la espalda, Jon es extraordinariamente consciente de su cuerpo. Sus músculos agarrotados por la tensión. El estómago que ahora es un nudo vacío, empujando contra el diafragma. El corazón que late desbocado. La sangre golpeando en los oídos. La mandíbula dolorida de tanto apretar los dientes. Los ojos, sedientos de información. Las yemas de los dedos extendidos, que perciben cada mancha de humedad. El mundo es un abismo, y la oscuridad no ofrece cobijo, sólo amenazas.
Piensa en su muerte, que se le antoja inevitable. En todo lo que alguna vez quiso hacer y desechó, porque mañana será otro día. En amatxo, a la que no ha dicho agur.
Treinta metros. Treinta metros más, sin saber si el siguiente paso va soltar un hilo o cortar el circuito de dos sensores de infrarrojos. Sin saber si el siguiente paso será el último. Sin tener realmente claro por qué sigue adelante. Las certezas se han disuelto en el barreño ácido del miedo. Deber, honor, bondad, no son ahora más que palabras, letras amontonadas sin significado alguno. Que su cuerpo aborrece, ávido de supervivencia.
Si lo que quieres es vivir cien años, piensa Jon, no vivas como vivo yo.
15
Un secreto
Al otro lado del qanat y de la puerta trampa, una galería de servicio.
Pero ésta es décadas más antigua que aquella que Antonia encontró al principio de su viaje, hace horas que parecen ya días. Ahora está abandonada. De las personas que lo recorrieron sólo quedan vestigios. Un anuncio de cerámica en la pared nos ofrece «Válvulas Castilla, sólo lo mejor para su radio, apartado 242 de Madrid». Otro más adelante está convencido de que «¡Fumar Ideales te mantiene delgado! a la venta en las expendedurías de la Compañía Arrendataria de Tabacos».
Años treinta, calcula Antonia mentalmente. Antes de ser una galería de servicio, fue un túnel de paso del público. Cegado hace muchos años, deduce, al ver cómo se detiene abruptamente. La pared de ladrillo sin revestir probablemente tapa un acceso a la calle.
El extremo contrario del túnel, conduce a un lugar que lleva cerrado desde hace casi medio siglo.
Un lugar que ahora es la madriguera de Ezequiel.
El metro de Madrid guarda en su interior muchos secretos.
Uno de ellos es una estación fantasma, abandonada hace décadas. En su día formaba parte de un ramal único de la línea 2, que conectaba Goya con Diego de León. Inaugurada en 1932, cayó en desuso veintiséis años después, cuando el trazado cambió y se inauguró la línea 4. La enorme infraestructura se clausuró al público, pero los empleados del suburbano le dieron una utilidad diferente. Por la noche, cuando ya había concluido el servicio, los conductores hacían un último viaje.
Era conocido como el tren del dinero.
Sesenta hombres corpulentos recogían los miles de monedas que habían recaudado las taquilleras durante el día y los reunían en grandes sacos que cargaban en el tren del dinero. Después los acarreaban hasta la estación fantasma de Goya bis, donde volcaban los sacos en grandes mesas alargadas en el andén. Allí contaban la montaña de calderilla hasta la madrugada. Lo que no eran capaces de contar durante la jornada se acumulaba en dos enormes cajas fuertes creadas a medida por la prestigiosa casa Fichet. Tan sólo dos de los empleados más veteranos y de confianza conocían la combinación de las cajas.
A principios de los setenta, el lugar fue abandonado. Los empleados fueron reubicados, y los trenes del dinero, cancelados. Modernos métodos se emplearon para recoger la recaudación.
Goya bis se convirtió realmente en una estación fantasma. Sin electricidad, con la vía que conducía hasta ella retirada para ser usada en otros puntos de la red. Y el túnel de casi doscientos metros que llevaba hasta ella, bloqueado con una puerta que ya nadie cruza.
Un sitio que todo el mundo ha olvidado.
El escondrijo perfecto.
Antonia estudia el pasillo frente a ella. Al final, hay dos escaleras que descienden hacia el andén. Calcula el número de pasos que serán necesarios.
Apaga la linterna.
Las paredes están cubiertas de azulejos blancos, que reflejan la luz a pesar de estar cubiertos de polvo. No quiere alertar a sus enemigos de su presencia.
El resto del camino tendrá que hacerlo a oscuras.
El tiempo ya no es una línea recta, se ha desvanecido en la hoguera de la urgencia. Su vida —quién es, por qué lo es— carece de significado alguno. Todo lo que importa es el incierto y peligroso presente. Ahora el destino de Jorge, de Carla Ortiz, el suyo propio, no descansa enteramente en sus manos.
Todo este enorme esfuerzo no servirá de nada si cuando ponga en práctica su plan, Jon no cumple con su parte.
Ahora debe hacer aquello a lo que se ha resistido con uñas y dientes toda su vida: confiar en otra persona.
Ezequiel
Para Nicolás, la noche ha estado plagada de espectros.
Se ha esforzado por dormir, porque el día siguiente será difícil, será peligroso, y necesita sus fuerzas. La muerte que contemplaba anoche —una salida, como una bendición oportuna— se le antoja ahora imposible. El infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga, es real. Ahora lo sabe, porque se lo han dicho los espectros. Esta noche han hecho cola para visitarle, para deslizarse entre el jergón y la pila de ropa que le sirve de almohada, para torturarle durante su duermevela. Los espectros. El niño al que desangró, los policías de su antigua casa. Su hija Sandra. Ella no había hablado, sólo le había mirado con aquellos ojos tristes, los párpados a media asta de quien vive una vida que no le corresponde.
Sandra, le había recordado con aquella mirada la realidad de la que él lleva escapando durante meses.
No estás muerta. No quiero que estés muerta.
Ezequiel se revuelve en el camastro. Ve delante de él —o quizás sueña— un nido, en el que un pájaro de plumas negras deposita un huevo, antes de marcharse. Se despierta, con la piel ardiendo, pero no suda, porque tiene fiebre, una fiebre alta que le deja la cabeza pesada y los brazos doloridos. En el bolsillo de la camisa se ha guardado los comprimidos de ibuprofeno, el último blíster de la caja. Echa mano a él. Al tacto nota que todos los compartimentos transparentes están vacíos, sus pequeños hímenes plateados colgando tristes.
Se incorpora lo suficiente para girar la llave de la lámpara de gas. La bombona azul está casi vacía, pronto habrá que cambiarla, pero queda la suficiente para iluminar una buena parte del andén. Contra la pared hay dos cajas fuertes, enormes, altas. Entre ellas, el pasillo que lleva a la habitación que una vez sirvió de oficina, y donde ahora duerme Sandra
(no está muerta)
junto al niño, el niño pequeño que no ha parado de llorar desde que llegó, y que ahora parece haberse rendido al agotamiento.
Sandra se ha levantado. La oye abrir la puerta de la oficina y dirigirse hacia allí.
Nicolás sabe lo que va a decirle. La noche se termina, y ha llegado el momento. La mujer tendrá que unirse a los espectros. Sandra ha pensado la manera, una particularmente cruel. También le ha explicado lo que harán luego con el cuerpo. Lo abandonarán de madrugada, frente a una de las tiendas de su padre. Donde todo el mundo pueda verlo. Sandra dice que ha acabado el tiempo de ocultarse. Que ha llegado la hora de que el mundo conozca su obra.
Nicolás no quiere.
Busca su cuaderno sobre la mesa con la mirada, pero está muy lejos, y ella ya está allí, vestida con un mono azul, en el que aún quedan resecas manchas marrones. El consuelo de la confesión tendrá que esperar unas horas. Habrá añadido un nuevo racimo de pecados para entonces. Y más manchas de sangre a ese mono.
—Espero que hayas descansado bien —dice Sandra. Y no hay ironía ni crueldad en su voz, ella no sabe de los espectros. Tampoco dulzura, ni auténtico interés. En esa voz neutra, aterradora, no hay más que la exposición de un deseo propio, de una necesidad propia.
Nicolás adquiere en ese momento —es un momento breve— la certeza de que los espectros tienen razón. La niebla que vela sus pensamientos desde hace meses se levanta, y Nicolás ve la realidad tal y como es por un segundo. Va a responder a Sandra que se marcha. Mejor, se irá sin decir nada.
Después la niebla vuelve a caer, la resolución le abandona, el momento pasa.
—Trae ya a la mujer —exige Sandra.
Nicolás mira su reloj. Negro. Correa de nailon. Esfera grande y cuadrada. Una maquinaria extraña en este lugar, un siervo del orden en un laberinto de caos.
—Aún quedan once minutos.
Sandra se encoge de hombros.
—No tiene sentido alargarlo más.