Es aquí, piensa Antonia. Aquí es donde murió Fajardo.
Los elementos de los que disponía Antonia para encontrar el lugar eran muy escasos. El informe de su muerte mencionaba «el final de un viaje de agua en desuso a trescientos metros del nudo colector número 78».
Allí estaba.
Un qanat. Un viaje de agua, construido hace once siglos por los árabes. Metro noventa de alto, setenta centímetros de ancho, una canalización inferior. Una de los cientos de galerías olvidadas que excavaron en el subsuelo los moradores originales de la antigua Magerit.
Los qanat habían sido el principal medio de abastecimiento de agua de la ciudad hasta entrado el siglo XIX, cuando modernas técnicas de construcción y materiales sustituyeron aquella obra faraónica. Más de cien kilómetros, horadados en el corazón de la tierra. Inútiles, olvidadas, aquellas maravillas arquitectónicas permanecían incólumes.
Según el informe, el detector de gases del compañero de Fajardo había saltado cuando estaban inspeccionando el túnel anterior. Fajardo, que iba adelantado, no lo escuchó, siguió internándose en el viaje de agua. Su compañero lo llamó, pero era tarde. Una bolsa de metano se había acumulado en la bifurcación, desplazando el oxígeno del interior del qanat. El compañero de Fajardo siguió llamando, y entonces ocurrió la explosión. Una parte del túnel se derrumbó. El compañero fue a buscar ayuda. En aquel lugar tan estrecho, tardaron seis días en recuperar el cuerpo de Fajardo.
Aún quedan restos de escombros en el exterior del qanat. La cinta policial se ha desprendido de un lado, y cuelga con desgana de uno solo de sus extremos.
Los técnicos despejaron el túnel lo suficiente para sacar el cuerpo de su compañero, aunque dejaron una gran cantidad de escombros en el interior.
Sólo que no era el cuerpo de su compañero lo que se llevaron, piensa Antonia mientras se arrastra sobre el tapón de escombros. Las piedras le laceran los antebrazos y las rodillas, pero logra pasar. Cuando emerge al otro lado, tosiendo y cubierta de polvo, está cada vez más segura de que su intuición era correcta.
No tiene los detalles, pero sabe lo suficiente.
Fajardo engañó a su compañero. Cuando estuvo lo bastante lejos de su vista, hizo estallar una bomba. El metano por sí solo no habría podido hacer caer tal cantidad de escombros del techo del qanat. Fajardo tuvo que añadir sus propios ingredientes a la ecuación. Pero con la alarma de gases, y el testimonio de su compañero, nadie investigó demasiado a fondo el accidente ocurrido a ese tipo solitario y problemático. Se limitaron a sacar el cuerpo.
Un cuerpo. Un cuerpo de complexión similar al de Fajardo, vestido con el uniforme de Fajardo, quemado y aplastado bajo media tonelada de escombros. Que nadie miró dos veces. Sólo le dieron un entierro rápido y carpetazo al asunto.
Estaba delante de sus narices. Y no lo vieron.
Antonia comienza a comprender cómo funciona la mente de Ezequiel a estas alturas. Aún le faltan muchos detalles. No sabe con certeza cómo consiguió Sandra Fajardo fingir también su propia muerte, aunque tiene varias teorías posibles. No sabe tampoco de dónde logró obtener Nicolás Fajardo el cadáver que hizo pasar por el suyo, aunque es algo muy sencillo para un policía.
¿Cómo lo haría yo? Probablemente en la morgue de la Policía Judicial. O mejor aún, en la Facultad de Medicina de la Complutense.
En su sótano se hacinan cientos de cadáveres sin control alguno, marionetas arrinconadas para los estudiantes. Antonia estuvo allí una vez, llevada por un caso complejo. Cientos de cuerpos, con las venas y las cavidades repletas de formol, con los miembros resecos asomando bajo las sábanas blancas. Miembros sueltos, cabezas cortadas de lenguas hinchadas, y toda clase de piezas que un día fueron personas que dieron su carne a la ciencia para que otros vivieran en el futuro y hoy en día yacen olvidados. Sería tan fácil subir uno de ellos a una camilla…
Basta.
Todos esos detalles y procedimientos, por fascinantes que resulten, son ramificaciones que se extienden en su pensamiento, tentadoras, en las que no puede recrearse. De no hallarse bajo el menguante influjo de la cápsula roja, la compleja mente de Antonia podría perderse en ellos durante horas. Pero no puede permitírselo.
El tiempo se agota.
Ahora lo único importante es un dónde. Pero tras comprender lo bastante del cómo, Antonia está cada vez más segura de haber acertado con el lugar donde se oculta Ezequiel.
Le gusta restregarnos por la cara que es más lista que nosotros. Primero fue la matrícula doblada del taxi, la que había sacado de su propio coche siniestrado. Después la trampa mortal que nos preparó en su antigua casa. Todo son círculos alrededor de aquello que conoce.
¿Y dónde podría ocultarse durante meses alguien que está muerto, alguien que no pudiese usar dinero ni firmar papeles? ¿Qué lugar escogería alguien acostumbrado a moverse como pez en el agua en el subsuelo, que conoce a la perfección cada uno de los secretos que yacen bajo la piel de Madrid?
La pista se la dio el traqueteo lejano que escuchó en la pausa de la llamada.
La respuesta está a menos de doscientos metros del lugar donde Fajardo fingió su muerte.
Antonia recorre el viaje de agua, consciente de que cada vez queda menos tiempo. Pero a pesar de ello se detiene, saca el móvil y abre la aplicación de Notas de Voz. Graba un mensaje, con voz fuerte y clara, antes de continuar.
Al final del qanat hay una puerta. Antigua. Hierro colado, con una rueda pesada como pomo. Antonia pone la mano en el manillar que acciona la rueda. Va a girarla, cuando un vistazo más atento le permite apreciar algo que no debería estar ahí.
Un cable eléctrico, de color negro. Camuflado tras las palancas del mecanismo de la cuerda. Antonia no lo habría visto si uno de los pedazos de masilla adhesiva que sujetan el cable no hubiera perdido su adherencia, soltándolo un poco.
Sigue el cable con la linterna, hasta la parte superior de la puerta. Colocada astutamente sobre el marco hay una larga y gruesa tira de una masa amorfa. Antonia está convencida de que no quiere que a esa masa amorfa le llegue ningún impulso eléctrico.
Al final del cable hay un contacto. Si se gira la rueda… Bum.
Ha estado a punto de morir. Y, sin embargo, reprime una exclamación de triunfo.
La bomba trampa sólo puede querer decir una cosa.
Ezequiel está muy cerca.
Antonia no tiene conocimientos sobre desactivación de bombas. Pero el dispositivo es rudimentario. Sólo un cable, en un dispositivo básico. Una salvaguarda final de alguien que está convencido de que nadie va a entrar por ahí. Pero que, por si acaso…
Tengo que tirar del cable lo suficiente como para que no haga contacto. Y después girar la rueda.
El tiempo se acaba para Carla Ortiz. Así que Antonia no piensa, se limita a tirar del extremo del cable, y desear lo mejor. Cierra los ojos, aprieta los dientes.
La explosión no llega.
Antonia gira la rueda con gran esfuerzo, haciendo crujir y protestar a las dos palancas que destraban la puerta.
Mira el reloj. Son las seis de la mañana. A Carla Ortiz le quedan cuarenta y siete minutos.
Antes de cruzar, su último pensamiento es para Jon.
Allá donde estés, espero que tengas los ojos bien abiertos.
Carla
La séptima baldosa es imposible.
Ha ido encajando las anteriores con sumo cuidado, ganando unos milímetros cada vez. El proceso es el mismo que empotrar un último libro en una estantería repleta. La mejor manera de lograrlo es extraer dos libros lo suficiente para colocar el tercero entre ambos.
La presión de las baldosas entre la puerta y el marco ha ido alzando poco a poco la puerta, separándola apenas unos centímetros en su parte inferior. No los suficientes.
Carla ha probado a introducir la mano, pero no logra pasar de la muñeca. Necesita una baldosa más.
La séptima, no obstante, se le resiste. El peso que están soportando las anteriores es ya tan grande que no puede separarlas lo suficiente como para introducir la última. Por no hablar de que debe sujetarlas al mismo tiempo con la palma de la mano, haciendo presión hacia arriba para que no se caigan. Y todo el proceso ha de realizarlo con una sola mano, la izquierda, ya que necesita la derecha para empujar la puerta hacia fuera.
Lleva horas con el brazo en alto, y tiene los músculos completamente agarrotados. Ha ido haciendo pequeñas paradas para recuperar la circulación, pero su cuerpo está débil y deshidratado y no responde. Está al límite de sus fuerzas. Puede desmayarse en cualquier momento.
Hasta aquí he llegado, piensa.
—Está bien —responde, con su voz, la Otra Carla. Que ahora es, cada vez más, la Carla Auténtica. La que está al mando. La que las ha llevado hasta allí a las dos—. Está bien, ríndete. Haz caso al dolor, haz caso al agotamiento. Ríndete a cuatro milímetros de la meta.
Déjame.
—Espero que te encuentren aquí, para que tu padre vea cómo tenía razón. Cómo no merecía la pena destruirlo todo para salvarte.
No. No.
—Porque nunca has estado a la altura.
Carla, humillada, enfurecida, empuja por última vez, tensa todo su cuerpo, logra mover la puerta y sostenerla lo suficiente. La séptima baldosa entra. Apenas un tercio de su longitud.
Agotada, respirando con dificultad, Carla se desinfla. El dolor le inunda las extremidades, rígidas.
—No te pares —susurra la Otra Carla—. Ahora es cuando empieza lo más importante.
Carla obedece, se gira para introducir la mano por la abertura en la oscuridad. Antes de hacerlo, un fugaz pensamiento cruza por su mente. El de que al otro lado, en la oscuridad, las formas escurridizas de su infancia han vuelto a adoptar la silueta del hombre del cuchillo, acechando en las tinieblas, con el filo dispuesto, esperando a que ella extienda el brazo para clavárselo en la palma de la mano.
Que se atreva, piensa.
Saca la mano.
El brazo se le queda atascado a mitad del antebrazo, pero llega a rozar la cuerda con la punta de los dedos.
Sólo tiene que tirar de ella. Pero está demasiado lejos.
—Para acercarla, tendrás que cortarla.
Carla vuelve a introducir el brazo. Cuando asoma de nuevo la mano, esta vez lleva la media baldosa sujeta firmemente entre los dedos.
14
Un túnel
A Jon Gutiérrez no le gustan los túneles abandonados.
No es una cuestión de estética, porque apenas puede ver nada. No hay luz, así no tiene que ver sus propios pantalones del traje, que se ha manchado y desgarrado al saltar desde el andén.
Lo que a Jon Gutiérrez le jode de los túneles abandonados es que estén cargados de explosivos.
Malditas bombas trampa, piensa Jon. Esto en Bilbao ya no pasa.
—Tienes que entrar a las seis de la mañana en punto, tan pronto abra el metro —le había dicho Antonia Scott, cuando le llamó hace cinco horas—. Tendrás muy poco tiempo para llegar.
—Déjame que avise a alguien. Tú y yo solos…
—No, Jon. Es mi hijo. No quiero a nadie más en esto.
Jon intentó memorizar las indicaciones de Antonia.
—Una cosa más —dijo ella—. Cuanto más te acerques, más probabilidades hay de que te encuentres con una bomba. El túnel es muy amplio, así que seguramente el disparador esté en el suelo, o a muy poca distancia por encima. Ve con cuidado. No pises en ningún sitio que no puedas ver.
Tan pronto como pasa el primer tren por el andén desierto de la estación de Goya, Jon salta a las vías. El desvío está oculto tras una puerta metálica, trabada con un grueso y viejo candado. Salvo que el candado aparentemente intacto, no sujeta nada. Tan pronto Jon gira el pomo, el candado se mueve con la puerta.
Aquí vamos.
El aire dentro del túnel es antiguo, amargo. Las paredes rezuman, y la pintura es apenas un vestigio, blancuzco, entre manchas de humedades. El silencio sólo se ve interrumpido por el sonido de los trenes de la línea 2.
—Serán ciento setenta metros —había dicho Antonia—. El túnel está prácticamente entero en curva salvo una recta al final, pero tendrás que tener cuidado. Si te ven acercarte, serás un pato de feria.
Lo cual quiere decir que tendrá que apagar la luz de la linterna e ir a ciegas los últimos treinta metros.
Jon camina muy despacio, atento al suelo. Hay un limo verdoso y maloliente acumulándose en el fondo, cubriendo los agujeros donde antiguamente habían ido fijadas las vías.
No pises en ningún sitio que no puedas ver.