Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

El amor o la responsabilidad.

—Es muy duro, Jesús —dice.

—Hacer lo correcto está al alcance de muy pocos —le responde Torres.

Tengo suerte de tenerle a mi lado en este momento tan difícil, piensa el millonario.

11
Un email

La tapa de registro está en la esquina entre las calles Hermosilla y General Pardiñas. No tiene nada de especial. Sólo un humilde círculo de hierro, pisado cada día por cientos de personas.

Antonia mira alrededor, pero no viene nadie. Es casi la una de la mañana, y en esa zona no hay bares ni turistas.

De camino a su cita con Laura Trueba, Antonia se había parado en una tienda de todo a cien a gastarse siete de sus últimos nueve euros en una palanca de encofrador. Introduce uno de los extremos en el borde de la tapa de registro. Al principio no cede —dónde está Jon cuando lo necesitas—, pero tras varios intentos, logra introducir la punta entre la tapa y el brocal. A partir de ahí, es sencillo. La tapa se abre, y Antonia la aparta con gran esfuerzo y un estruendo de mil demonios.

Escaleras.

Quedan poco más de cinco horas.

Más vale que no me haya equivocado.

Sentada en el brocal de la alcantarilla, Antonia enciende el móvil —ahora no importa si la encuentran, porque a donde va no pueden seguirla— y graba un mensaje en vídeo para mandárselo por email a la abuela Scott.

—Hola, abuela. Voy a hacer lo correcto, tal y como tú me has enseñado. Si no sale bien, sólo quiero que sepas que…

Hace una pausa. Cuesta mucho decir esas dos palabras.

—… que te quiero. Y míralo por el lado bueno —dice, con una sonrisa trémula—, al final he tenido razón yo. Noventa y tres años y nos vas a enterrar a todos.

Envía el email a la abuela, y después hace su última llamada.

No necesita hacer la pregunta, pero la hace de todos modos.

Y Jon Gutiérrez responde lo único que puede responder.

Antonia apaga el móvil y echa un último vistazo a la calle silenciosa y sin tráfico. Va a haber tormenta, y el aire está encrespado, furioso. Las luces de las casas están apagadas. Al otro lado de las ventanas, las personas normales duermen, agotadas por sus vidas normales, ajenas a la existencia de monstruos que acechan bajo sus pies.

Antonia sonríe y empieza a descender hacia la oscuridad. No es una sonrisa feliz.

12
Un dilema

—Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son —dice Antonia, en voz alta, para infundirse ánimo.

Cuando Antonia piensa en Madrid, no piensa en la puerta del Sol, en el Museo del Prado o en la puerta de Alcalá. No, ella piensa en el mural de la plaza de Puerta Cerrada.

Cuando Antonia se vino a estudiar a Madrid, renunció a ocupar una de las muchas viviendas que la Embajada del Reino Unido posee en la capital. Quería vivir lejos de la influencia de su padre, así que alquiló un pequeño estudio en la Cava Baja. Eran otros tiempos.

Cada tarde, al volver de la facultad, se tomaba un café en un bar de la plaza. Si hacía bueno, se sentaba en la terraza con sus apuntes, frente al gran mural de Alberto Corazón. Sobre un fondo color violeta, un pedernal sumergido en agua golpea una piedra de sílex que desprende chispas. Encima de ellos, la leyenda:

—Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son —repite Antonia.

Esta vez en voz más baja. Aquí abajo, el sonido funciona de manera extraña.

Ha descendido casi metro y medio por la boca de registro, y ahora se encuentra en una galería de servicio. Se detiene un momento para estrenar su nueva adquisición, una linterna en la que ha invertido sus últimos dos euros. El dueño del todo a cien, un ciudadano chino que decía llamarse Pepe, tuvo la amabilidad de no darse cuenta de que Antonia se metía unas pilas en el bolsillo de atrás de los pantalones.

Antonia introduce las pilas y presiona el botón, cruzando los dedos. Al fin y al cabo, una linterna de dos euros del todo a cien es un acto de fe.

Los LED se encienden.

Antonia se interna por la galería de servicio, y comienza a buscar entre desvíos, túneles y escaleras. La galería de servicio es una construcción moderna, diseñada para albergar la fibra, la línea de teléfono y la electricidad. Es la parte más superficial del subsuelo. Para encontrar lo que busca, tendrá que bajar más, mucho más. Y no todos los caminos son tan practicables. En muchos de ellos tiene que vadear aguas fétidas y heladas, en las que flotan toda clase de residuos. Prefiere no pensar en qué será lo que le roza los muslos o se queda prendido a su ropa.

Se pierde varias veces, tiene que desandar lo andado. Tiene los zapatos chorreando, las piernas empapadas por encima de las rodillas.

El tiempo corre.

Aunque los madrileños lo hayan olvidado, el mural de Corazón representa al primer emblema de la ciudad de Madrid, datado en el siglo XII. Un pedernal y una piedra de sílex, porque de esa piedra estaban hechos los muros, y las flechas de los invasores en la noche arrancaban chispas, haciéndolos parecer de fuego. Y acompañándolos, esa hermosa leyenda en castellano, que Antonia sigue repitiendo en voz baja, como un mantra mientras intenta orientarse con los planos del subsuelo que ha conseguido descargar de un foro de aparejadores. Son antiguos, de hace más de dos décadas, así que está teniendo problemas. Pero lo que ella busca no tiene veinte, sino mil cien años.

Los árabes que fundaron la ciudad en el siglo IX la llamaron Magerit, que significa «lugar abundante en aguas». Había decenas de arroyos, riachuelos y pantanos. Y por debajo de ellos, un acuífero formado hace diez millones de años, con más de 2.600 kilómetros cuadrados de extensión, y 3.000 metros de profundidad en algunos puntos.

Sobre agua edificada.

Antonia desemboca por fin en el colector de aguas, un espacio abierto a tres alturas en el que convergen siete túneles medianos en una enorme canalización inferior. A medida que el haz de luz de la linterna va recorriendo las gigantescas bocas de hormigón que vomitan un líquido barroso, Antonia se alegra enormemente de no ser capaz de oler nada. Los desechos y la suciedad se acumulan por todas partes. Una masa informe de toallitas húmedas se acumula en la reja que divide en dos el túnel principal.

No hay más indicaciones en el plano.

Antonia mira el reloj. Pasan de las cuatro de la mañana.

Está perdiendo demasiado tiempo. Y no es lo único que está perdido.

Hay siete túneles frente a ella, y tiene que descartar, eliminar, conseguir avanzar. No puede recorrerlos todos.

Tengo que estar a menos de quinientos metros, piensa. Pero cualquier desvío incorrecto que tome ahora puede ser fatal.

Invoca en su mente un mapa mental de los lugares que ha recorrido, intentando encontrar el trazado que sirva para orientarse, pero no lo consigue.

Su mente está demasiado llena, está demasiado tensa, y está acusando la escasez de oxígeno y el cansancio.

Antonia se lleva la mano al bolsillo, donde la cajita metálica guarda su última cápsula roja. Tiene que elegir. Si se la toma ahora, para encontrar el camino, puede que su efecto haya pasado cuando llegue a su destino.

Cuarenta minutos de claridad, y luego… se acabó.

Vuelve a mirar el reloj.

No sé por dónde continuar. Y no puedo explorarlos todos.

Si no tomo la cápsula, no llegaré a tiempo.

Si la tomo, y consigo llegar a tiempo…

No llegará en condiciones de enfrentarse a Sandra Fajardo y a su padre. Lo sabe.

Antonia se sienta en el suelo, entre charcos nauseabundos, y se mete la cápsula bajo la lengua.

Sólo esta vez. Será la última, piensa. Muerde la cápsula.

Luego cuenta desde diez hasta cero, mientras desciende los escalones hacia la cordura.

Carla

La geometría es algo maravilloso.

Carla nunca sacó buenas notas en las asignaturas de ciencias. Esforzarse, se esforzaba. A papá le importaban mucho, y ella se esforzaba. Pero no se le daba bien. Sin embargo, ya de adulta, tuvo que trabajar en un taller de confección de la empresa. Era parte de su formación, que comenzó en una tienda doblando ropa durante meses, y concluyó con ella asumiendo la dirección de una de las ramas del negocio. Entretanto, en una de sus escalas hacia la cima, su padre la envió a un taller de costura.

No uno de los talleres que hay en el mundo real. El mundo en el que las personas reales quieren vestir bien por poco dinero. El mundo en el que su padre y ella —sí, también ella— han hecho posible el deseo de esas personas reales, que a cambio les han convertido en millonarios sin hacer preguntas incómodas.

No, a ella Ramón la mandó a uno de los talleres de Galicia. De los que se tienen para que aparezcan en la foto de la memoria anual, con trabajadores bien pagados y sonrientes.

En su segunda semana en el taller, a Carla la pusieron detrás de la aguja de una de las poderosas máquinas de coser industriales, y le explicaron qué debía hacer. Cuando la puso en marcha, movió imperceptiblemente el rodillo de alimentación. Antes de que lograra pararla, la aguja había zurcido un hilo de tela blanca a lo largo de diez metros de tela. En una espantosa diagonal.

—Una desviación minúscula al principio de cualquier recta, y acabas muy lejos de donde debías estar —le había dicho el oficial del taller.

Carla había almacenado aquel conocimiento en el fondo de su memoria, creyendo que jamás le sería útil.

Hasta ahora.

Ha desgarrado su vestido en tiras rectangulares, más o menos del doble del tamaño de las baldosas. No ha sido una tarea sencilla, en la oscuridad. Después, envuelve la primera de las baldosas en ella, e intenta encajarla entre la puerta y el marco de la pared.

No entra.

Carla intenta empujar la puerta con la mano para ganar los milímetros que necesita, pero la puerta tampoco se mueve. Antes había conseguido desplazarla un poco, pero sus músculos apenas responden después de tantas horas encorvada, trabajando sobre las baldosas. Casi no le quedan fuerzas.

Si pudiera dormir un rato. Cerrar los ojos tan sólo unos minutos.

Hazlo. Hazlo y no volverás
a abrirlos nunca
.

Carla está tan cansada, tan exhausta, que lo único que siente es un aturdimiento enorme. Da otro paso atrás en su propia mente, cediendo un poco más de terreno a la Otra Carla. Es ella la que prueba a empujar la espalda contra la puerta para intentar desplazarla, pero las plantas de los pies descalzos y sucios resbalan en el suelo húmedo. Finalmente da con la postura adecuada. Tumbada en el suelo, boca arriba, haciendo fuerza con las piernas en la pared, la palma de la mano derecha extendida sobre la puerta, la izquierda intentando encajar la baldosa.

Se mueve.

Encaja.

La puerta sólo se ha desplazado unos milímetros hacia fuera, pero Carla lo celebra con alegría salvaje, sintiendo cómo una oleada de euforia asciende desde el final de su espalda hasta la nuca, un escalofrío de anticipación. Es su mente premiándola, pero también es una trampa. No puede detenerse ahora.

La siguiente la coloca debajo. Con cuidado de no tirar la primera.

Cinco centímetros. Sólo necesito cinco centímetros.

Si tan sólo dispusiera de un poco más de tiempo para arrancar más baldosas

—Pero no lo tienes. Sigue trabajando.

Esta vez la Otra Carla ya no ha hablado dentro de su cabeza. Esta vez ha usado su voz, su garganta, sus cuerdas vocales. Carla se da cuenta de que ahora están compartiendo el aire que respiran. Y de que si sigue respirando cuando salga el sol, quizás ya no quede nada de ella. De lo que era antes.

Si sigue respirando.

13
Un viaje

Ayudada por la cápsula roja, Antonia ha estudiado las opciones durante largos minutos, y ha decidido que es uno de los caminos situados frente a ella el que debe tomar. Eso reduce las posibilidades a tan sólo tres túneles.

No le gusta la idea del camino del medio, ni le gusta la densidad del aire del de la izquierda, que le parece más viciado y espeso. Además, hay ratas correteando en el último: puede escuchar sus chillidos en la oscuridad.

Es buena señal. Las ratas respiran el mismo oxígeno que yo.

Toma el pasaje de la derecha.

El camino va ascendiendo lentamente, antes de torcer de forma brusca, doscientos metros más adelante, bifurcándose en dos caminos diferentes. El agua que discurre por el fondo es mucho más rápida, dificultando su avance. El de la izquierda es impracticable, demasiado estrecho. El de la izquierda es más pequeño que el principal, y debe caminar encorvada, pero logra salir a una nueva bifurcación. Un espacio de un par de metros cuadrados, tan bajo que casi tiene que arrodillarse.