La recoge con mucho cuidado, no quiere alertar a sus captores de lo que está haciendo. Tiene el oído atento a cualquier sonido que provenga del exterior.
Es entonces cuando escucha el llanto, al otro lado del muro. Es un niño, un niño pequeño. Suena como…
¡Mario!
Carla va a levantarse, va a gritar que está aquí, que es mamá, que todo va a ir bien, pero la voz la detiene.
No es más que un truco.
Ahí al otro lado del muro
no hay ningún niño.
Carla duda, pero finalmente comprende que es producto de su imaginación. No puede haber un niño de cuatro años al otro lado del muro. Y si lo hubiera, no puede ser su hijo. Sólo es otro truco de Sandra para torturarla.
Así que obedece el impulso de la Otra Carla. Cuidar de sí misma. Nada más.
Deposita la segunda baldosa sobre el vestido, y regresa a la esquina.
Necesitará al menos diez baldosas más.
Y no tiene suficiente tiempo. Sabe que es un plan condenado al fracaso, pero está dispuesta a luchar. La Otra Carla le ha mostrado una verdad irrebatible: La vida no es nada. Sólo un fogonazo entre dos negruras infinitas.
Pero ella va a aprovechar hasta el último de los instantes de ese fogonazo.
7
Una penitencia
La única manera de poder ganar una partida es comprender las reglas del juego.
Desde que comenzaron a jugar el juego de Ezequiel, todo ha sido murr-ma. Caminar dentro del agua buscando algo con los pies.
Ahora el juego empieza a estar claro, piensa Antonia.
Nicolás Fajardo, un policía nacional con una hoja de servicios mediocre, entra en el cuerpo en 1996. No tiene estudios superiores, y, según una evaluación psicológica tras un altercado, «no tiene grandes habilidades sociales», así que no se recomienda que participe en actividades cara al público.
Si estuviera aquí Jon, diría que es un eufemismo, piensa Antonia. Le echa de menos. Pero ése es un sentimiento peligroso.
El psicólogo incluso se asombra de que Fajardo haya aprobado los test de la academia. Antonia no. Determinados trastornos mentales tienen un proceso gradual, insidioso, y Fajardo además tendrá habilidad para ocultar sus rarezas. Al menos en situaciones sencillas. Pero cuando las cosas se complican, se desvela lo que hay debajo. Y sus superiores se mosquean. No saben qué hacer con él, porque para eso es funcionario.
No obstante, Fajardo ha estado en el ejército. Dos misiones en Bosnia, en 1993 y 1994. Experiencia con explosivos.
Así que le meten en la unidad NBQ.
Es perfecto. Entrando y saliendo de túneles para que no le pongan bombas a los políticos, no tendrá que ayudar a ancianas a cruzar la calle. Sólo se arrastrará por agujeros oscuros, como la rata que los cuatro compañeros se tatúan en el brazo.
Las cosas le sonríen a Fajardo, como prueba la escasez de anotaciones en el expediente. Salvo las personales. Un permiso de quince días por enlace matrimonial, en 1997. Una baja por paternidad de otros quince, en 1998. Una baja por defunción de una semana, en 2007. Entre paréntesis, esposa.
No dice la causa de la muerte. Pero Antonia puede sacar sus propias conclusiones. Porque desde 2006, se repiten las evaluaciones psicológicas. Los terapeutas siempre hacen la misma valoración, muy probablemente porque el interesado ni siquiera se presentara a las sesiones: estrés. Sólo uno de ellos, en 2008, se atreve a profundizar más en las raíces de su conducta, y su informe es devastador.
El paciente narra haber crecido en una familia de clase media baja, con un padre violento y cruel. Afirma haber sido abusado, sin aclarar si sufrió abusos sexuales, sin embargo su discurso sí menciona graves castigos físicos. Según las pruebas realizadas, detalladas en la evaluación, su desarrollo afectivo y su personalidad están profundamente afectados probablemente por el entorno tóxico en el que afirma haberse criado. Su salida profesional fue el ejército, donde las situaciones de estrés empeoraron su TEPT. A pesar de ser altamente funcional por imitación, el paciente carece de habilidades sociales básicas, o de estrategias reales de afrontamiento. El trabajo diario ha agravado los trastornos derivados de su TEPT. Recomendamos su baja inmediata del servicio activo.
Tenemos suerte de que le dieran por muerto, o nunca habríamos tenido esta información, porque jamás habría salido del cajón del psicólogo.
Y probablemente nunca lo hizo. Porque Fajardo siguió trabajando. Con decenas de miles de plazas vacantes sin cubrir en España, muchas más durante la crisis económica, alguien decidió que no se podía prescindir de Fajardo. Total, su trabajo no era muy distinto del de esos perros de aeropuerto que se sientan frente a las maletas si huelen un explosivo. Así que le fueron poniendo parches. Risperidona. Olanzapina. Ziprasidona.
Así fue tirando.
Un día, hace dos años, ocurrió algo.
Sandra Fajardo fingió su suicidio.
Antonia intenta imaginar cómo sería la relación de Fajardo y de su hija. Una niña que crece sin madre, un adulto con gravísimos problemas psicológicos y sin más compañía femenina, que ha sufrido graves abusos en la infancia.
Cómo sería esa niña con diez años. Con once.
Con trece y catorce, cuando su cuerpo cambiase.
Mientras los jefes de Fajardo miran para otro lado, sabiendo que ese hombre es una bomba de relojería mucho más peligrosa que aquellas que busca bajo el subsuelo.
Antonia se pregunta cómo sería la vida de esas dos personas.
¿Quién puede saber lo que ocurre tras puertas cerradas, en los salones y en los dormitorios? ¿Quién puede saber lo que pasa entre dos personas, día tras día, año tras, año, en un millar de madrugadas?
Ella no lo sabe. Pero ha confirmado con esa llamada de teléfono lo que ya había intuido. En el instante en el que supo que la huella dactilar del volante del taxi pertenecía a Nicolás Fajardo, dedujo que él no era Ezequiel. Dedujo que Parra y sus hombres estaban en peligro.
Antonia no sabe lo que pasó entre Sandra y su padre, pero cree saberlo. Cree que la parte más débil se adaptó y evolucionó hasta convertirse en la parte más poderosa. Primero tuvo que sufrir, que recibir mucho dolor, hasta que aprendió a dominar al que se lo causaba. Y después, un día, decidió que había llegado la hora de causárselo a otros.
Era Sandra quien, de niña, había pagado los pecados del padre de Nicolás. Era Sandra quien había crecido y quien estaba ahora dispuesta a hacérselos pagar a otros. A imponerles penitencias imposibles de cumplir, como había hecho con Laura Trueba y Ramón Ortiz.
Obligarles a renunciar a lo que eran, a sí mismos, a lo que les definía. Al éxito.
Como había hecho con la propia Antonia, dándole aquella elección imposible.
Para salvar la vida de su hijo, tiene que dejar ganar a Sandra.
Tiene que quedarse quieta durante diez horas y media más. Abandonar a Carla Ortiz a merced de la decisión que tome su padre, sea cual sea la penitencia que a él le haya impuesto Ezequiel, que Antonia está segura de que no cumplirá.
Y Jorge vivirá. Una vida por otra. Una vida por limitarse a hacer lo mismo que ha estado haciendo los tres últimos años: nada.
No, piensa Antonia. Eso no va a ocurrir.
No me fío de esa zorra. No voy a permitir que mi hijo pase un segundo más del necesario en sus manos. No voy a permitir que el hijo de Carla Ortiz no vuelva a ver a su madre.
No pienso abandonarla.
Sería como abandonarse a sí misma.
Antonia siente una punzada extraña. No deja de tener gracia que ella, a quien le pareció monstruosa la decisión de Laura Trueba —que le había costado la vida a su hijo—, esté en la misma situación y esté tomando idéntica decisión.
Va a ser verdad que estoy empezando a entender la ironía, se sorprende Antonia.
Es cierto. A veces el amor nos lleva a sitios complejos. Pero nunca podemos renunciar a nosotros mismos.
Piensa en aquella muchacha de la tienda de tatuaje, en cómo cuida a su padre de forma incondicional. Pero no había renunciado a ser ella. Cualquier otra en su situación no les hubiera dejado acercarse a su padre, hubiera primado el amor por encima de hacer lo correcto. Y, sin embargo, ella insistió, obligó a su padre a prestarles atención, a quitar la vista de aquella película…
Entonces el rayo la golpea.
—Kirk Douglas —dice Antonia, en voz alta—. ¡El puñetero Kirk Douglas!
—¿Qué dices, corazón? —dice la camarera, con acento de La Habana.
Antonia ni siquiera llega a oírla. Porque sus pies acaban de encontrar en el fondo arenoso bajo el agua (¡murr-ma!) una pieza del puzzle que ni siquiera sabían que estaban buscando.
Y de pronto sabe cómo puede derrotar a Ezequiel.
Mira el reloj. No tiene mucho tiempo para prepararse.
Tendré que encontrar el camino. Y tendré que hacer dos llamadas.
8
Una llamada
La primera, a Mentor.
—¿Te has vuelto loca? Te he dicho que apagues el móvil.
—Necesito un número de teléfono.
—Tu camuflaje ya no funciona, Antonia. Ahora mismo la policía ya sabe dónde estás. Será mejor que corras.
—Antes dame el número de teléfono.
—¿El número de teléfono de quién?
Antonia se lo dice.
—¿Estás loca? No, no pienso dártelo.
—Está bien. Pues yo me voy a quedar en este bar sentada tranquilamente.
—Antonia…
—Creo que ya oigo las sirenas.
—Eres insufrible.
9
Otra llamada
La segunda llamada, al número que Mentor le ha dado antes de colgar. Descuelgan al tercer timbrazo.
—Lo sé todo.
Un clásico, sí. Pero infalible.
10
Un chantaje
Parque del Retiro, puerta de O’Donnell. Frente a la Casa Árabe.
Ésa es la dirección que ha dado.
Antonia espera apoyada —la espalda recostada, los brazos cruzados, la pierna encogida— en un cartel que informa que las puertas del parque se cierran a medianoche. Pasan dieciocho minutos, y aún hay gente saliendo del parque. Durante la Feria del Libro, los horarios se alargan. Hay libreros que no abandonan sus casetas hasta muy tarde.
Antonia consulta el reloj cada treinta segundos. A Carla Ortiz le quedan tan sólo seis horas y media.
Trescientos noventa minutos.
Veintitrés mil cuatrocientos segundos.
Un coche aparece. Grande. Negro.
Antonia se separa del letrero —presiona la pierna, descruza los brazos, empuja con la espalda— y echa a andar hacia el vehículo.
Abre la puerta de atrás, entra y se sienta.
Hay dos personas en los asientos delanteros, que miran al frente. Una tercera figura está sentada, encogida en una esquina.
Las luces del coche están apagadas, el motor también. La única claridad en el interior es la que emiten las farolas y consigue, a duras penas, atravesar los cristales tintados.
Algunas conversaciones se tienen mejor en la oscuridad.
—Supongo que se dará cuenta de que me está haciendo chantaje —dice la figura de la esquina. Su voz gastada es poco más que un susurro.
—Es la idea, sí.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Dinero?
Antonia sacude la cabeza y le explica lo que necesita.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Posee usted un secreto muy valioso, señora Scott. Un secreto que muchos matarían por poseer.
—No me importa.
La figura se inclina hacia delante, y Antonia puede verle la cara por primera vez. Incluso a la difusa luz de las farolas, es obvio que Laura Trueba ha envejecido diez años en sólo un par de días.
—¿Cómo lo ha descubierto?
Antonia piensa en Kirk Douglas. El puñetero Kirk Douglas.
—El retrato de su despacho —responde—. El niño que murió tenía un hoyuelo en la barbilla. Ni usted ni su marido lo tienen. El gen del hoyuelo requiere que uno de los progenitores lo aporte. Es posible, en teoría, que lo hubiera heredado de otro familiar, pero las posibilidades son de una entre cinco mil.
—No lo sabía —dice Laura Trueba.
No, claro que no.
—Su manera de comportarse hizo el resto. Usted sentía culpabilidad. Pero no se comportaba como una madre que hubiese dejado morir a su hijo. De hecho, me pregunto qué hubiera ocurrido si ese niño hubiera sido Álvaro.
—Yo también, no se crea. Me gustaría poder decirle que conozco la respuesta, que actuaría de forma distinta. Pero estaría mintiendo.
Antonia lo comprende. El alma está hecha de pequeños compartimentos autocontenidos, como una muñeca rusa. Si sigues abriendo y abriendo, acabas encontrando la última de las muñecas. Y su rostro nunca es como el de la muñeca más grande. Ese último rostro puede ser mezquino y cruel.
—No es la única mentira que nos ha contado. Nos mintió desde el principio. Ezequiel no lo secuestró en el colegio, ¿verdad? Entonces no hubiera habido confusión posible.