Constata, con alarma, que sólo le quedan otras dos.
Arroja los desperdicios a la papelera y sale a la calle, bajando por Montera en dirección a Sol, con el móvil en la mano. Estar en movimiento ayudará a seguir libre. Y sólo si está libre podrá salvar a Jorge.
Continúa caminando.
Cuando la llamada llega, por fin, Antonia ha llegado casi a la plaza de Canalejas.
—Buenas tardes, señora Scott —dice una voz de hombre. Grave y seca.
—Quiero saber que mi hijo está bien —responde Antonia.
—Lo está. No ha sufrido daño alguno.
—Quiero hablar con él.
—Eso no va a ser posible. Pero insisto, no va a sufrir. Los hijos no deben pagar por los pecados de los padres.
—Y, sin embargo, usted no deja de hacerles pagar, ¿no es cierto?
—Sólo hago la obra de Dios.
—Si usted lo dice. ¿No va a dejarme hablar con mi hijo?
—Le he dicho que no.
—En ese caso quiero hablar con Ezequiel.
—Ya está hablando con Ezequiel.
—Usted no es Ezequiel. Usted no es más que su recadero. Páseme con ella.
Al otro lado de la línea hay un silencio humillado. Antonia cree que ha colgado. Siente de nuevo el vértigo, la presión en la boca del estómago, el pánico ante el que no puede permitirse ceder.
Y algo más. Un sonido traquetea, lejano. Antonia lo registra en su cabeza, para volver a él después. Puede ser importante.
Entonces hay una voz nueva en el teléfono. Una voz de mujer, suave y cariñosa.
—Enhorabuena, Antonia Scott.
Sin saber por qué, Antonia asocia esa voz de mujer a un rostro amable. Pero cuando te paras un segundo a escuchar, a escuchar de verdad, percibes que debajo reptan los gusanos. Gruesos y pálidos, como los dedos de un cadáver.
—Quiero hablar con mi hijo —insiste.
—Mi padre ya ha sido muy claro en ese punto. Dígame, ¿cómo lo ha sabido?
Antonia no lo sabía. Sus sospechas se habían iniciado cuando se desveló la identidad de Ezequiel, pero había sido un tiro a ciegas que había dado en el blanco. Por supuesto, no va admitirlo.
—Eso es cosa mía.
Ella se ríe. Y en esa risa los gusanos asoman por debajo de la máscara, una masa pulsante y amenazadora.
—La gran Antonia Scott. Siempre misteriosa. Está bien. Para usted rigen las mismas reglas, Scott. Voy a imponerle una penitencia por sus pecados, como la que recibió Laura Trueba, como la que recibió Ramón Ortiz. ¿Está preparada para escuchar?
Antonia no contesta.
—¿Está ahí?
—Estoy aquí.
—¿Quiere volver a ver a su hijo?
—Ya sabe que sí.
—Su pecado, Scott, es el orgullo. Un pecado menor, en comparación con los de los demás padres. Merece un castigo menor. Su penitencia es esperar. Doce horas. Si mañana a las siete de la mañana la ha cumplido, soltaremos a Jorge, en un lugar visible. Donde cualquier buen samaritano pueda encontrarle.
—¿Cuál es la alternativa?
—La alternativa es intentar encontrarnos. Puede que tenga éxito, porque ya está muy cerca. Pero sepa una cosa: su éxito sería su fracaso. ¿Lo ha comprendido?
Antonia lo ha comprendido. Lo ha comprendido muy bien.
—¿Y qué pasará con Carla Ortiz?
—Su destino no le incumbe. Está en manos de su padre. Él tiene su propia penitencia.
—¿Por qué hace esto, Sandra?
De nuevo la risa agusanada, infecciosa y cruel.
—¿Por qué? Me extraña que alguien con sus capacidades no lo haya entendido aún. Digamos que lo hago porque puedo. Lo hago porque es… divertido.
Y vuelve a reír, esta vez de un chiste que sólo ella comprende.
—Hasta mañana, Antonia Scott.
6
Un té verde
Se mete en el primer bar que encuentra, intenta serenarse, considerar las opciones.
Se sienta en la barra. Pide un té verde, para digerir la comida basura que le atora el estómago y la información que le rebota en el cerebro.
La camarera aún está echando el agua hirviendo en la jarra metálica —diseñada cuidadosamente para verter más agua en el platillo que en el interior de la taza— cuando Mentor vuelve a llamar.
—¿No te has preguntado por qué aún no te han cogido, con el móvil encendido?
Antonia sí que se lo ha preguntado.
—¿Qué has hecho?
—Hemos —la gente como Mentor siempre se refiere en plural a las cosas que no saben hacer— redireccionado la SIM de tu móvil para que parezca que estás donde no estás. Según un friki nuevo que tenemos en el equipo, estás de visita en Afganistán. Me debes una.
—Réstala de las que me debes tú.
—No durará mucho, no obstante. Una hora más, a lo sumo, antes de que tiren abajo las barreras. La policía también tiene sus frikis. Asegúrate de haber apagado tu móvil para entonces.
La camarera pone la taza frente a ella. Antonia agarra el sobre de azúcar y lo sacude entre el índice y el pulgar.
Una hora. Como mucho.
—¿Cómo de mal está la cosa?
—Ha desaparecido el nieto del embajador británico, el secuestro de Carla Ortiz ocupa todos los telediarios, han matado a una mujer, han apuñalado a otra. Una bomba se ha llevado por delante a cinco policías y herido de gravedad a otros dos. Y tú eres el único nexo de unión.
—Entonces mal, ¿no?
Mentor suelta un bufido exasperado.
—Te prefería antes de que aprendieras a usar el sarcasmo, Scott. Tu padre está presionando mucho para que te encuentren.
Lo cual no es una opción. Lo último que puede hacer ahora es pasarse toda la noche en comisaría, atada a una silla y respondiendo preguntas.
—Tu padre insiste en que sabes algo, aunque la descripción de la mujer que se llevó a Jorge encaja con varias posibles sospechosas. Una de ellas es la madre de Peppa Pig con gabardina.
Normal, cuando tus testigos son diecinueve niños de cuatro años.
—Cuando la profesora salga de la UCI —continúa Mentor—, si es que sale, podrá aclararlo todo. Pero mientras tanto no puedes dejar que te cojan, Scott. No puedes comprometer el proyecto.
Antonia no puede creer lo que escucha. La frialdad de Mentor a veces logra sobrepasarla.
—Tienen a mi hijo. Lo sabes, ¿no?
—Razón de más. Si te cogen, no podrás ayudarle. Tienes que seguir libre. Descubre dónde está y dínoslo. Nosotros haremos el resto.
Así de crudo. Así de simple.
Así de imposible.
Antonia respira hondo. El efecto de las cápsulas está empezando a desaparecer, y, por lo tanto, el mundo empieza a ganar velocidad, las emociones llaman a la puerta. Aprieta el teléfono con fuerza, forma un puño con la mano izquierda, se golpea en el muslo. Una, dos veces.
La camarera le echa una mirada extraña.
Calma. Calma, se dice. Lo último que quieres es dar un espectáculo y que acaben llamando a la policía.
Sugerirse calma no va a cambiar nada. La química de su cerebro es la que es. Y ahora mismo su hipotálamo, modificado para funcionar de manera natural como si siempre estuviera bajo presión, está realmente bajo presión. Por lo tanto, está bombardeando histamina en su torrente sanguíneo como si no hubiera un mañana. Antonia es consciente hasta del último de los ítems de información que la rodean.
De la máquina tragaperras que no para de dar vueltas.
Del hombre de la esquina que finge estar leyendo, aunque en realidad se está tocando por debajo de la chaqueta que tiene sobre el regazo.
De la puerta del baño, que chirría.
Del sonido del televisor, de la silla que tiene una pata rota de la puertadelacafeteradelsilbiditodelwhatsappdelhombreque
BASTA.
—¿Estás ahí, Scott?
—No puedo…
—¿Scott? ¿Tienes tus medicinas? Tienes que tomarte una, ahora.
Antonia lo sabe.
Mete la mano en el bolsillo, saca la cajita metálica. Cuando intenta coger una de las dos cápsulas que quedan, ésta cae al suelo, en el vertedero de cáscaras de cacahuete, palillos usados, huesos de aceituna y servilletas grasientas.
¡No!
Antonia se agacha, la busca entre la porquería, se la mete en la garganta y la muerde sin preocuparse por los gérmenes.
Esta vez ni siquiera cuenta hasta diez, ni espera a que la química obre su magia. No hay tiempo.
—¿Qué han averiguado sobre Fajardo?
—Por lo pronto, que no está muerto. Le están buscando por todas partes, pero va a llevar tiempo. El tipo sabía lo que hacía cuando decidió borrar sus huellas. El único vínculo que le ataba a la vida era la cuenta del banco desde la que se seguían pagando sus facturas, pero eso es habitual cuando muere alguien. Si nadie reclama ese dinero ni avisa al banco de que el titular ha muerto, se cargan los recibos mientras haya saldo.
—Dame algo que pueda usar, Mentor. Lo que sea.
—Te he mandado a tu email la ficha de Fajardo. Aparte de eso, que es poco, no hay nada, Scott. Lo único que han averiguado es que Fajardo recibió una baja médica después del suicidio de su hija.
—Ya, bueno, resulta que su hija no está muerta tampoco —dice Antonia.
—¿Cómo dices? —se asombra Mentor.
—No importa. Demasiado largo de explicar. Continúa.
A Mentor le cuesta recuperar el hilo después de la revelación de Antonia.
—A la semana de reincorporarse al trabajo, murió en el derrumbe del túnel. Eso es todo.
No es nada.
—¿Cómo está Jon?
—Completamente desquiciado. Me llama cada cinco minutos. Quiere ayudarte, Scott.
—Pues va a ser que no.
No después de cómo mintió, piensa Antonia. Ya no puedo confiar en él. Y también tiene a los de Asuntos Internos en los talones. Y a los periodistas. Si le llamo y viene, quién sabe lo que podría presentarse junto con él. Podría arruinarlo todo.
Tampoco puedo confiar en Mentor. No puedo confiar en nadie.
Demasiado riesgo para Jorge.
—Como quieras. Apaga el móvil, Scott. Y atrápale.
Cuelga. Antonia apaga el móvil. Abre el iPad, lo pone en modo avión y se conecta luego a la wifi del bar para descargar la ficha de Fajardo.
No es gran cosa. Pero hay en ella el esbozo de una historia.
Carla
Con un último tirón, la baldosa cae en su mano.
Los dedos índice y corazón de Carla sangran profusamente, sus uñas están astilladas y rotas, pero ha conseguido soltar la baldosa.
La sostiene con la mano izquierda mientras se chupa los dedos de la derecha, escupiendo sangre, trozos de uñas y arena. Carla no puede ver la expresión de su rostro, la fiereza animal, primaria que desprende cuando por fin se hace con ese cuadrado de cerámica de diez por diez.
Intentando ignorar el sufrimiento y la grima que le producen las yemas de los dedos en carne viva, Carla se quita el vestido. Envuelve cuidadosamente la baldosa en la falda, y después coloca la baldosa envuelta, con las esquinas hacia arriba, apoyada entre el suelo y la pared.
Ha estado pensando en este momento durante horas, visualizando cada detalle de lo que iba a hacer, de manera que no cometiera ningún error, hasta que el recuerdo ha alcanzado una cualidad casi física.
Tiene que darle un golpe con el canto de la mano. Un golpe seco, justo en el centro. No puede mellar la esquinas simplemente, o que se parta de una forma muy irregular.
Tiene que ser perfecto. Un golpe preciso, a ciegas en la oscuridad.
Traza el recorrido varias veces.
Suavemente. Luego hazlo.
Carla obedece a la Otra Carla, quien cada vez parece tomar mayor control de la situación, hasta el punto de que Carla siente que está a punto de pasar al asiento del copiloto. No le importa. Haría cualquier cosas por salir de ahí, por estrangular a Sandra con sus propias manos.
Piensa en ella cuando su mano impacta con la baldosa. Siente un crujido suave bajo el vestido.
La tela ha cumplido su función, que no se oiga cómo se parte la cerámica. Ahora desenvuelve el paquete con miedo a haberla destrozado. Esa baldosa es lo más importante que hay ahora mismo en su vida.
Varios trozos minúsculos caen del vestido, otros se escurren por la tela. Carla, a ciegas, rebusca entre ellos con angustia. Si la baldosa se ha convertido en migajas, todo su esfuerzo de las últimas horas será inútil.
Y morirás. Sabes que tu padre
no va a ayudarte, ¿verdad?
Puede que le haya llevado tiempo… Al fin y al cabo es una decisión muy importante.
Si fuera Mario el que
estuviera aquí y tú tuvieras que
prender fuego a la empresa,
¿qué harías?
Aún tiene tiempo. Aún puede hacerlo. Aún puede demostrar que…
¿Que le importas más que su imperio?
Estúpida vaca. No va a hacerlo.
Te ha abandonado. Tienes que pelear
por ti. ¡No puedes contar con nadie!
Carla da un paso más hacia atrás, cede un poco más el control a la Otra Carla. Hurga en el vestido, que se ha desgarrado al partir la baldosa, y encuentra entre los pedazos una mitad casi perfecta.
Se aferra a ella con un instinto feral. Ni siquiera se vuelve a poner el vestido, tan sólo se dirige de nuevo a la pared sobre el sumidero y comienza a introducir la punta de su improvisada herramienta entre la lechada y la siguiente baldosa. Ahora avanza mucho más deprisa, y al menos no siente dolor en los dedos. Esta vez tarda menos de una hora en conseguir desprender la segunda.