Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

El último lugar del mundo en el que se puede llevar un polo rosa sin ser comercial de Evax.

Al principio del recorrido encuentran varios grupos de adosados cerca del camino principal, pero éstos empiezan a espaciarse a medida que van dejando paso a chalets de diseño cada vez mayores y más caros, cuyas luces cálidas sobresalen como islas en la oscuridad.

—He leído acerca de este sitio. Una urbanización de superlujo para millonarios celosos de su intimidad —dice Antonia, que ha sacado el iPad del bolso bandolera y navega por la web en busca de información—. Empresarios, jugadores de fútbol. El precio de las casas alcanza los veinte millones de euros. Dicen que es el lugar más seguro de Europa.

Jon tiene el vago recuerdo de un reportaje en la tele sobre La Finca. La mitad de la plantilla del Real Madrid vive en esa maqueta a escala 1:1. Aunque el reportaje no mostraba gran cosa, más allá de las mismas calzadas sintéticas y bien iluminadas que ahora recorrían. Salvo que, de noche, el paraíso de privacidad cobraba un cariz algo más siniestro.

—No sé si será tan seguro como presumen —dice Jon, pensando en lo que Mentor le ha contado por teléfono.

Conduce despacio, con las ventanillas bajadas, intentando comprender el universo en el que se están adentrando. No hay un alma a la vista. El único ruido que se escucha es el de los grillos en el césped impecable y el de la brisa soplando sobre el lago artificial, que Jon deja a la derecha en la segunda rotonda, tal y como el guardia le había indicado. Allí pasan una segunda barrera de seguridad, que el guardia se apresura a descender en cuanto han cruzado.

Es como una zona VIP dentro de la urbanización VIP, piensa Jon.

En esa zona los caminos de entrada se espacian aún más. Las farolas que iluminan las aceras son más escasas, y los muros y portalones que limitan el acceso a las casas son más altos. Medio kilómetro después de la barrera, Jon vislumbra el final de la calle. Justo delante, atravesado en mitad de la calzada, antes del portalón de entrada a la última de las casas, hay atravesado un Audi A8 negro, igual que el que Jon conduce.

—Habrá aprovechado una oferta —dice Jon, aparcando junto al bordillo.

Apoyado en el costado del otro coche se encuentra Mentor, mirando el reloj con estudiada impaciencia. Lleva el mismo traje de la víspera, aunque se ha cambiado de camisa por una limpia y planchada. Sin embargo, nada ha podido hacer para disimular el gris ceniciento de su rostro cansado, acentuado por la luz de los faros, ni un brillo vidrioso en sus ojos de muñeca.

Jon apaga el motor y baja del vehículo. Antonia no le imita.

—Bien hecho, inspector Gutiérrez —dice Mentor, sin moverse del sitio.

Jon se acerca a él y señala a su espalda. Misión cumplida.

—Aquí tiene a su mascota. Estamos en paz.

—Ateniéndonos a la letra de nuestro acuerdo —reconoce Mentor, tras un carraspeo—, en efecto, estaríamos en paz. Pero supongo que su curiosidad profesional le estará pidiendo a gritos saber de qué va todo esto, ¿verdad? Y ni su jefe, el comisario, ni yo querríamos que esa curiosidad quedara insatisfecha.

Jon suelta un bufido de exasperación. Aquel cabrón no pensaba dejarle en paz tan fácilmente. Se maldice por haber sido tan estúpido.

—Me dijo que todo lo que tenía que hacer era subirla a un coche. Soy el primero de todos sus chantajeados que no se ha estrellado contra el muro que ha levantado esa mujer.

—Y por eso mismo no puedo dejar que se marche a casa, inspector —explica Mentor, remarcando cada sílaba, como si el razonamiento por el que había cambiado las condiciones de su acuerdo fuera de una obviedad insultante, como un grano en la punta de la nariz.

—Me ha prometido que estará esta noche con usted. Y que luego se irá a casa. Dentro de unas horas no le serviré de mucho.

Mentor se encoge de hombros.

—Tengo la intuición de que, cuando Scott vea lo que hay ahí dentro, querrá seguir. Y necesito que usted cuide de ella mientras tanto. A ella no se le da demasiado bien.

—Ni que lo diga.

—Tenemos un acuerdo, entonces.

Jon se toma unos instantes para responder. La bilis le arde en la garganta, pero que Mentor le haya engañado era lo menos que cabía esperar. De las pocas cosas que le enseñó su padre antes de largarse, ésta era la que mejor recordaba y la que siempre obviaba: «Cuando un trato parece demasiado bueno para ser verdad, adivina el resto».

Tampoco es que tenga muchas opciones. No sabe qué ha hecho ese hombrecillo elegante y misterioso para que el vídeo de la Desi desaparezca del primer plano de la opinión pública, pero sospecha que, sea lo que sea, podría deshacer esa magia con sólo chasquear los dedos. A la verga su carrera, a la verga las cocochas de amatxo.

Y Mentor tiene razón en una cosa. Llegados a este punto, el inspector Gutiérrez necesita saber a qué viene tanto misterio.

—Qué remedio. Me tiene cogido por los huevos —se rinde Jon.

—Me alegro de que se dé cuenta.

Jon se vuelve hacia el coche en el que sigue aguardando Antonia.

—¿Por qué no baja?

Mentor coge a Jon por el codo y lo aparta aún más del Audi.

—No la mire ahora. Se está preparando. Esto no tiene que ser fácil para ella.

7
Un ejercicio

A solas en el interior del coche, Antonia respira con dificultad. El tiempo que ha pasado con los ojos cerrados durante el trayecto apenas ha conseguido calmarla.

Ha probado algunos de sus mejores trucos, incluyendo:

– calcular el número de vueltas que han dado las ruedas del coche en el trayecto (en torno a 7.300);

– recitar, en orden inverso, la lista de los reyes godos (se ha atascado dos veces en Gesaleico, porque Jon no paraba de hablar);

– trazar el recorrido más corto entre su casa y el parque del Retiro sin pasar por calles que empiecen por una vocal (11 minutos más si hay tráfico).

Nada ha servido de mucho. Su corazón está acelerado, el aliento entrecortado. Ahora que Jon no está a su lado, el pánico la invade. O quizás —más bien— es que ella permite al pánico entrar tan sólo cuando no hay nadie para juzgarla.

Después de todo este tiempo huyendo de lo que es, de lo que puede hacer, la realidad ha acabado alcanzándola. Antonia es cinturón negro en mentirse a sí misma, pero incluso ella es capaz de reconocer que desea tanto como teme bajar del coche y volver al viejo juego.

Aunque no sea una buena idea.

Aunque se haya jurado no volver, por todo el daño que causó al hombre que ama.

Aunque el peso plomizo en la boca del estómago le pida cambiarse al asiento del conductor, poner el coche en marcha, pisar el acelerador a fondo y salir de aquella jaula de oro. Golpe de melena, chirrido de neumáticos.

Aunque decepcione a la abuela Scott.

Entonces mira por la ventana y contempla con cierta sorpresa la superficie del lago artificial.

Mångata.

En sueco, el reflejo de la luna como un camino en el agua.

Antonia tenía —tengo, tengo, tengo, se repite a sí misma, tan alto que casi se alcanza a escucharla— un juego con Marcos. Encontrar palabras imposibles, palabras que reflejen sentimientos bellos e intraducibles, de esas que necesitan un párrafo en castellano. Cuando uno de los dos hallaba una palabra, se la ofrecía al otro como un tesoro. Y justo ahora —golpe de viento y claro de nubes mediante— una de sus favoritas se acababa de materializar frente a sus ojos, una línea plateada, trémula e imperfecta.

Mångata.

Una señal del universo como cualquier otra, que significa lo que Antonia quiera que signifique. Que para eso nos manda el universo las señales, para que hagamos con ellas lo que nos convenga.

El peso en el pecho se aligera, la respiración se ralentiza. Los monos de su cabeza gritan un poco más bajo. Eso es lo hermoso de las certezas, aunque sean temporales. Nos nutren con un cierto alivio.

Antonia exhala el aire que había estado reteniendo y abre la puerta del coche.

8
Un escenario

El camino que asciende hasta la casa está iluminado por focos incrustados en enormes baldosas de piedra caliza. A medida que se acercan, Jon es consciente del enorme tamaño de la mansión, y no le cabe duda de que cuando Antonia había dicho que algunas propiedades de La Finca superaban los veinte millones de euros se estaba refiriendo a una de éstas. Todas las luces aparecen encendidas, tanto las que tiñen la fachada blanca de un destello dorado como las de las habitaciones. La piscina, visible en parte desde la entrada principal, mide al menos diez metros. Su parte exterior, la que se cierne sobre el lago artificial, está formada por un grueso cristal. Jon intuye que, vistas de día desde la casa, ambas masas de agua deben dar la ilusión de ser la misma.

—Vayamos por detrás —indica Mentor.

Antonia y su antiguo jefe no se han saludado. Se ha limitado a echar a andar tras él.

Un sendero de la misma piedra que se ha usado en el camino y en la fachada rodea la casa hasta la piscina. Cuando doblan la esquina aparece ante ellos un comedor al aire libre, sillas de diseño bajo pérgola de acero negro. El suelo de madera comunica la zona de la piscina con el comedor, y llega a alcanzar la gigantesca puerta acristalada del salón, que está abierta. El interior queda oculto a la vista por gruesas cortinas drapeadas.

Una mujer alta, vestida con el clásico mono de plástico de la Policía Científica, espera en una de las sillas del comedor, con un cigarro en la mano y el móvil en la otra.

—Eso acabará matándola, doctora —saluda Mentor.

La mujer murmura algo ininteligible sin levantar la vista del teléfono y le da otra calada al cigarro.

Mentor chasquea la lengua con desaprobación, y se vuelve hacia Antonia, que le mira expectante, balanceando el peso del cuerpo de un pie a otro, como un corredor en la línea de salida. Mentor se inclina un poco hacia ella, hasta que sus labios le rozan la oreja derecha, y le pregunta:

—¿Cómo era tu rostro antes de nacer?

Antonia no contesta, se limita a dar un paso dentro del salón iluminado.

¿A qué demonios ha venido eso?, piensa Jon

Va a seguirla, pero Mentor le pone una mano en el pecho.

—Una cosa más. Antes de que entre, quiero advertirle de que lo que está a punto de ver, esta investigación, mi mera existencia o la de la señora Scott son estrictamente confidenciales. Verá y oirá cosas que le parecerán extrañas, con las que no estará de acuerdo. ¿Será usted un buen soldado?

—Nunca me ha gustado que me lleven de la correa —contesta Jon, intentando avanzar.

Mentor es fuerte —mucho más fuerte de lo que aparenta debajo de su traje carísimo—, pero no es rival para la inmensidad física de Jon, y baja el brazo con reticencia. La arruga que deja en la pechera del inspector Gutiérrez aumenta otro poquito las ya considerables ganas de darle una hostia que Jon lleva acumulando desde hace dos días.

—No me obligue a forzarlo —insiste Mentor—. Tampoco le estoy pidiendo tanto. Sólo que esté callado y juegue.

Los dos hombres miden de nuevo sus fuerzas, ahora con la mirada. La balanza se inclina del lado contrario. Jon tiene que tragar saliva y reprimir su furia. Ya llegará el momento en que explote, pero no es éste.

—Jugaremos un rato —dice su boca, aunque sus ojos extienden una promesa muy distinta.

Mentor se contenta con un alto el fuego y se echa a un lado.

Afuera la noche está templada. En el interior hace muchísimo frío. Alguien ha puesto el termostato en modo congelador, percibe Jon al apartar las cortinas.

Cuando entra en el salón, dos cosas que creía saber se tambalean un poco.

Para empezar, creía que conocía, aunque fuera de lejos, el lujo. Su madre es maestra de primaria, de las de mucha vocación y el sueldo justo para apañárselas al principio con las cuatro perras que les pasaba el padre cuando se fue con otra. Pero amatxo tenía amigos que recibían de vez en cuando, unos cuantos en Bilbao, otros pocos en Vitoria. Apellidos dobles, terrenos, coches. Joselito cortado a mano para merendar, Vega Sicilia las más de las noches, alguna montería los domingos consumían las tres partes de su hacienda. Y tras visitarles, te ibas a tu piso en la otra orilla del Nervión y te dormías creyendo que habías tocado el cielo.

Y años más tarde entras en aquel salón y comprendes que no sabías ni de qué color era el cielo.

El espacio es inabarcable, aunque el arquitecto había dedicado mucho esfuerzo a intentar adaptarlo a una escala humana. Doble altura, abierto al piso superior, tragaluz en el techo, ventanal de cuatro metros de alto. En un lado el comedor con su chimenea, al fondo el muro que lo separaba del hall de entrada, con su estanque y todo. Cuadros colgados con gusto. Jon reconoce un Rothko y dos Miró. Quiere reconocer a otro, tiene el nombre en la punta de la lengua, es holandés seguro. Al fin desiste, limitándose a un cálculo por lo bajo: las pinturas del salón valen diez veces la casa.