—No quiero hablar contigo —dice Antonia.
Puede notarlo al otro lado, apoyado en la puerta.
—Quería contártelo —dice Jon, y por las arrugas de su voz se filtra la desolación—. Pero no encontré el momento.
—Estuvimos en esa cafetería de Cedaceros durante tres horas y once minutos. En completo silencio. A mí eso me parece un momento.
—Tenía miedo. Y vergüenza.
Entonces, Antonia estalla. De forma cruel, de forma injusta.
—Tu miedo y tu vergüenza han matado a Carla Ortiz.
Quiere hacerle daño. Quiere trasvasarle todo el dolor de su alma.
Lo consigue.
El dolor, por supuesto, no desaparece de la suya, sólo se amplifica y multiplica.
Nota, a través de la puerta, cómo el peso del cuerpo de Jon deja de apoyarse en la madera.
Hay un silencio. Largo.
Un movimiento a sus pies llama su atención. Algo se ha deslizado entre la puerta y el suelo, con un susurro de metal sobre el terrazo.
Es la cajita que contiene sus cápsulas.
Antonia se deja caer hasta el suelo. Coge la cajita y la aprieta con fuerza en el puño. Intenta llorar.
No lo consigue.
2
Un reencuentro
Antonia sigue en el suelo intentando recomponerse —habrán pasado diez o doce minutos— cuando la puerta vuelve a sonar. Creyendo que Jon ha regresado, se levanta en el acto, gira el pestillo y abre de golpe.
—Lo siento, yo…
Se interrumpe en el acto. No es Jon.
Ese hombre alto, delgado, de pómulos hundidos es, de hecho, la última persona del mundo a la que Antonia querría ver allí.
Sir Peter Scott, embajador del Reino Unido en Madrid, ex cónsul general en Barcelona, comendador de la Excelentísima Orden del Imperio Británico, está en el hueco de la puerta con intención clara de entrar.
—Padre —se sorprende ella.
—Antonia —saluda él.
No hay besos, ni abrazos, ni asomo de alegría o calidez entre ellos. Más bien un frente frío con bajas presiones y posibilidad de borrasca.
Es complicado.
Sir Peter —entonces sólo Peter— llegó a Barcelona en 1982. El año del Mundial de Fútbol. Mientras el mundo entero veía a Alemania caer derrotada a los pies de Italia, Peter Scott terminaba de instalarse en su piso de la calle Sardenya. A un paso de la plaza de toros, qué bárbara costumbre, decía a su madre por teléfono. Entonces no era más que un funcionario de carrera. El día lo dedicaba a sus labores administrativas en el consulado. La tarde, a pasear por la Rambla, tomar un café y dedicarse a su vicio secreto: la literatura inglesa del siglo XVIII.
Estaba inmerso en la lectura de los Cantares de Inocencia y Experiencia, de Blake, cuando una mujer que pasaba a su lado se tropezó y le volcó el cortado encima del pantalón. El líquido estaba ardiendo, pero a Peter no le importó. Estaba más preocupado de los ojos negros de aquella mujer. Pequeña, de pelo castaño oscuro y piel tan clara que era casi transparente. Estaba tan avergonzada por lo ocurrido que ni siquiera se disculpó. Mientras ayudaba a Peter a recoger los pedazos de la taza del suelo, el libro que éste leía cayó también, entre trozos de loza y un charco de café. Ella, al ver la portada, recitó
—¿Qué martillo, qué cadena? ¿En qué horno se forjó tu cerebro?
Sorprendido por la cita de su poema favorito —el más hermoso, terrible y desolador que se ha escrito jamás—, Peter dijo:
—No hay muchos españoles que conozcan a Blake.
La sonrisa de la desconocida ilumina la Rambla entera, rebota en Montjuïc y funde, de vuelta, el corazón de Peter.
—Más me vale conocerlo —respondió—. Estoy terminando mis estudios de Filología Inglesa.
Once meses después, una soleada tarde de septiembre, Peter Scott y Paula Garrido se casaban en Santa María del Mar. Al año, nacía una niña de ojos negros a la que su padre quiso llamar inmediatamente Mary. Por Wollstonecraft, claro, no por Shelley —a quien Peter no tiene en muy alta estima.
—Me da igual —dice Paula—. Se va a llamar Antonia, como mi madre, que en paz descanse.
Seis años después, tras mucho esfuerzo y trabajo, Peter era nombrado cónsul. La felicidad de la familia era completa. Paula y él estaban perdidamente enamorados, y querían con locura a la pequeña.
Un mes después de que nombraran cónsul a su marido, Paula vomitó una mañana al levantarse. Sentía un dolor sordo en el costado. Ocho semanas después, el cáncer de páncreas la mató.
Antonia se fue a vivir con su abuela Scott durante tres años. Era toda la familia que le quedaba. Su padre se volcó en el trabajo y la ignoró por completo. Al regresar Antonia a Barcelona, el hombre que la recibió ya no era su padre. Era el hombre que pagaba las facturas de sus institutrices. La muerte de Paula le había dejado el corazón seco, le había vuelto egoísta y huraño, como si la difunta se hubiera llevado con ella, agarrada entre los dedos convulsos, el significado del amor. Le dejó muy claro a Antonia que ella era algo superfluo en su vida, un pie de página de un capítulo que se había cerrado para siempre y que, por alguna extraña razón, seguía suelto, vivo y respirando. Y la inteligencia de Antonia, esa brillantez que mostró desde muy niña y que tanto le había fascinado en Paula, le resultaba en su hija algo desagradable. Pero la inteligencia de Antonia no tenía la cualidad modosa de la madre. Era más bien filo, cuchilla y cepo. La niña aprendió a ocultarla bien pronto, no por ganarse el amor del padre, sino por evitar conflictos.
Tan pronto pudo, Antonia se largó a estudiar a Madrid. A su padre le nombraron embajador cuando ella ya era novia de Marcos, antes de entrar en el proyecto Reina Roja. En todos esos años se habían visto en un total de cinco ocasiones.
Tuvieron que pasar muchos años para que Antonia comprendiera por qué su padre la odiaba. O sentía por ella una emoción tan parecida al odio (tres cuartas partes de rechazo, una de resentimiento) que se le hiciera insoportable mirarla. Tuvo que suceder lo de Marcos para que entendiera. Cada vez que Jorge aparecía frente a ella, el vivo, punzante, penoso retrato de Marcos —tal y como ella lo era de su madre—, Antonia entendía. Pero no disculpó ni perdonó a su padre por ello, puesto que contra los sentimientos insanos puedes pelear, como estaba haciendo ella ahora, con mayor o menor fortuna. Y porque los niños viven en el ahora, en el presente continuo, en el que no quieren, no pueden, no deben conocer otra cosa que no sea el amor. Y ella sí, quizás —admite ahora, tres años después— le falló a Jorge, quizás fue entonces su padre el que estuvo ahí para él tal y como no había estado para ella. Haciéndose cargo de él cuando para Antonia era demasiado doloroso.
Quizás.
Pero Antonia no había colaborado. Sir Peter había peleado, había conseguido la custodia de Jorge delante de un juez. Había exigido que ella acudiese a terapia antes de ver al niño. Y tenía el convencimiento personal —alimentado por años de distanciamiento— de que su propia hija estaba loca de atar.
Es complicado.
Antonia se aparta para que su padre pueda entrar.
Sir Peter entra en la habitación como si le perteneciera. El joven inglés de buena familia y un poco estirado que había conocido Paula en aquella cafetería había acabado de estirarse del todo.
—¿Cómo está? —dice, señalando a la cama, aunque no mira a Marcos, sino por la ventana.
No estuvo presente en su boda, claro. Hubiera sido mucho pedir. Pero mandó una tarjeta que, Antonia está casi segura, había firmado él personalmente.
—En coma —responde Antonia—. ¿Qué es lo que quieres?
Su padre se da la vuelta y la mira fijamente. Antonia, que piensa por igual en inglés y en castellano, recurre esta vez a una palabra que no existe en nuestro idioma, aunque no sea una de sus palabras especiales. Stare. Mirar fijamente a alguien de forma que te hace sentir incómodo. No es algo que su padre haya hecho antes.
—¿Dónde está, Antonia?
En su voz hay algo que ella tampoco le ha escuchado nunca antes.
Miedo.
—¿Dónde está quién?
—Dónde está Jorge.
Y con esas tres palabras, el universo se parte en dos. El miedo salta de la voz de su padre y se instala en su piel como una corriente eléctrica de bajo voltaje, zumbando desde la punta de los dedos hasta sus orejas, encogiendo su diafragma y apretándole el pecho.
—Está en el colegio. Dime que está en el colegio.
—No está en el colegio, Antonia. Alguien se lo ha llevado de su clase. La profesora está en el hospital, inconsciente. La mujer de recepción está muerta. A las dos las han apuñalado. Y los niños dicen que fue una mujer. Están aterrorizados.
Todo lo que le ha dicho su padre parece irreal. Como si le estuviese sucediendo a otra persona.
Pero ya sentí algo parecido una vez. Cuando me desperté en este hospital, y Marcos agonizaba en la UCI mientras ella, impotente, repasaba cada uno de los instantes antes de la tragedia. Con tanta insistencia que se habían quedado para siempre en sus sueños, al igual que una luz fuerte se queda en nuestra retina tras cerrar los ojos.
No va a volver a ocurrir.
Antonia se pone en pie a toda prisa, coge su móvil, su bolsa bandolera. Mete el teléfono, el iPad.
—Tengo que irme.
—No vas a ir a ninguna parte, Antonia. No hasta que aclaremos esto. En el colegio dicen que has estado yendo a verle sin mi permiso, cada pocos días. Y la mujer de recepción abrió la puerta. Tuvo que ser a alguien que conociese. ¿Dónde estabas hace tres horas, Antonia?
Ella no responde.
El dolor que produce la desconfianza de su padre apenas llega a alcanzarla de refilón. Antonia lo registra como quien, corriendo para salvar su vida, nota que empieza a llover. En su estómago hay una sensación de vacío, como cuando llegas a lo más alto de la montaña rusa. La sangre le repiquetea en las sienes al ritmo de un tenedor en un cuenco de claras de huevo, es consciente de cada respiración.
Ignorando a su padre, se dirige hacia la puerta. Tiene que llamar a Jon. Tiene que llamar a Mentor. Tiene que…
—¿Dónde está mi nieto, Antonia?
Antonia se da la vuelta para decirle algo sin dejar de caminar y entonces tropieza contra un muro de ladrillos con traje. Cae al suelo, y enseguida nota unas manos enormes, sujetándola, al tiempo que siente en las muñecas el inconfundible rasgueo de unas bridas de plástico ajustándose al máximo.
—Te he dicho que no vas a ir a ninguna parte —dice su padre—. Excepto con nosotros a la comisaría.
Ezequiel
El agua le sabe a cenizas.
Últimamente, todo lo es.
Ha cambiado de sitio el jergón que le sirve de cama. Antes compartía la habitación al fondo del pasillo con Sandra, pero ahora su hija le ha ordenado que lo saque de allí, porque ha atado al niño a una pared, y quiere que tenga suficiente espacio.
Nicolás se pregunta desde cuándo estar con Sandra ya no es bueno. Desde cuándo ha dejado de suavizar con una sonrisa los insultos y los desprecios.
Eres un viejo inservible.
No me extraña que tu padre te pegara.
Luego le rozaba el hombro con la mano, o le dedicaba una sonrisa que atenuaba el golpe.
¿Cuándo comenzó a pasar?
Nicolás no lo sabe o no lo recuerda. A veces quiere marcharse muy lejos, dejarla de lado, huir sin mirar atrás. Pero luego recuerda cómo fueron los meses en los que Sandra estuvo (muerta) lejos de su lado, en cómo se hundió en un pozo de brea del que no se podía escapar. Cómo era salir a la calle, subir al metro, estar rodeado de personas, sentir sus miradas resbaladizas en la nuca y en la espalda. Ahí va un hombre que ha perdido a su hija.
Un viejo inservible.
No me extraña que su padre te pegara.
Luego Sandra volvió.
Simplemente, regresó. Llamó a la puerta, una noche, y todo fue perfecto.
No, no todo. Porque regresó distinta.
Nicolás no quiere admitirlo, no le gusta la verdad que acecha detrás de esa idea. No quiere renunciar al influjo poderoso de la voluntad de Sandra. Desde que ha vuelto, irradia una energía que le envuelve, que le impulsa.
Pero no es una energía buena. Ahora Esa energía envenena.
El camino que le ha hecho recorrer parecía claro, pero han surgido desvíos. Imprevistos, los llama ella.
Ese niño. Ese niño no debería estar aquí.
Es demasiado pequeño.
Nicolás fantasea con enfrentarse a Sandra tal y como fantasea con huir. De forma breve, superficial e inofensiva. Tan pronto como la fantasía comienza, tan pronto como se intuye como solución a la angustia y a la confusión, Nicolás recuerda la soledad. Pavorosa, fría e inhumana.
¿Era así antes? ¿Antes de regresar?