Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Estaba ahí, todo el rato. Delante de mis ojos. Si hubiéramos comprobado la matrícula del Megane ayer por la noche…

Antonia no puede creer que sólo hayan pasado veintiséis horas desde el momento en el que descubrieron que la matrícula del taxi estaba doblada. Su error, su tremendo error, fue asumir que había sido robada a alguien al azar.

Veintiséis horas. Una más de las que le quedan ahora mismo a Carla Ortiz antes de que se cumpla el plazo de Ezequiel.

—No puedes echarte el peso del mundo sobre los hombros, niña.

Pero la abuela Scott sabe que lo hará. De la misma, inflexible manera, con que aguanta sobre ellos la culpa de lo que le pasó a Marcos. Hay mucho espacio, aparentemente, sobre esos hombros para la culpa. La abuela lo achaca a su deficiente educación católica (y, aunque se irá a la tumba sin admitirlo, a la sangre española de su madre).

—Seis muertos, abuela. Sólo porque no llegué a la conclusión correcta dieciséis minutos antes.

Normalmente la abuela Scott tiene una paciencia infinita con su nieta, pero a veces esa paciencia encuentra tropiezos.

—Deja de lloriquear. No eres tú la que puso esas bombas, ni eres tú la que tiene a una mujer secuestrada. ¿Cómo es esa palabra de los africanos que me dijiste una vez?

«Los africanos» a los que se refiere la abuela son los ga, una tribu que vive al sur de Ghana, con su propio idioma. Y la palabra a la que se refiere la abuela no es una, sino dos.

Faayalo zweegbe.

—Sólo aquel que va en busca del agua puede romper el cántaro. Lo sé, abuela. Pero cuéntaselo a quien espera en la aldea muerto de sed.

Cuéntaselo a Carla Ortiz, o a los hombres de Parra. Seis muertos, otro colgando entre la vida y la muerte. Y el propio capitán, pronóstico reservado.

—Niña, deja de lamerte las heridas. Deja de lamentarte por lo que no has hecho. ¿Alguna vez te alegras por toda la gente a la que has ayudado? ¿Gente que ni siquiera sabe tu nombre? No, por todos los cielos. Sólo te regodeas en aquellos a los que crees que has fallado, y corres a esa habitación de hospital para seguir sintiéndote mal. Lo cual hace muy difícil poder ayudarte. ¿Sabes qué?, me vuelvo a la cama.

Cuelga.

En alguien como la abuela Scott, este signo de mala educación es tan extraño que Antonia se queda desconcertada.

Sabe que tiene razón, pero así es como funcionan las cosas. Sólo importan aquellos a los que no has podido ayudar.

Tanto más cuando aquellos a los que has fallado son los más importantes.

El hombre tendido sobre la cama, por ejemplo. Perdido en el interior de su cabeza para siempre.

—Te echo tanto de menos —le dice Antonia.

Marcos no responde. Su ritmo cardíaco sigue inalterado, afirma el electrocardiograma.

Antonia desbloquea el iPad, y abre la aplicación de Fotos. En la sección Favoritos hay una única imagen. Ella y Marcos, sosteniendo entre los dos un pastel de cumpleaños. Marcos mira al pastel, ella a la cámara.

Como siempre, se contempla a sí misma con desdén, porque esa persona en la foto no es ella. Es una extraña ignorante, que no es capaz de prever lo que va suceder tan sólo unas semanas después.

Se duerme.

Sueña.

Marcos está en su pequeño estudio. El cincel arranca de la piedra arenisca sonidos secos, sincopados. Ella es dolorosamente consciente de lo que va a ocurrir, puesto que ha ocurrido mil veces. No está en el salón, delante de un montón de papeles con pistas, con informes, con fotografías. Está a su lado, mirando por encima del hombro la escultura en la que él trabaja. Es una mujer, sentada. Las manos reposan quietas sobre los muslos, la espalda está inclinada hacia delante, en una postura agresiva que contrasta con la quietud de su rostro. Hay algo frente a la mujer que la impulsa a querer levantarse, pero sus piernas están hundidas en la piedra, el cincel aún no ha logrado liberarlas. Nunca llegará a hacerlo.

Suena el timbre de la puerta. Antonia quiere detener a Marcos, decirle que siga trabajando, que continúen con sus vidas, pero su garganta está tan seca como los trozos informes que hay por todo el suelo del estudio. Se oye a sí misma —a esa otra mujer, a esa tonta e ignorante mujer que sube el volumen de la música en sus auriculares— gritar algo, y Marcos deja el martillo sobre la mesa junto a la escultura a medio terminar. El cincel se lo guarda en la bata blanca, y va a atender la llamada. Antonia, la Antonia real, la Antonia que sabe lo que va a ocurrir, quiere seguirle, y lo hace, pero despacio, muy despacio, de forma que no ve cómo abre la puerta, que no ve cómo el extraño de traje elegante y Marcos forcejean. Cuando alcanza el pasillo, Marcos y el extraño ya están en el suelo. El cincel ya asoma de la clavícula del extraño, su sangre está sobre la bata de Marcos, el extraño se retira, pero puede disparar dos veces. Una bala atraviesa a Antonia, la Antonia real, la Antonia que espera en el pasillo, y alcanza a esa mujer ignorante que está en el salón, con los cascos puestos y la música ya a todo volumen, sin apartar la vista de los papeles frente a ella. El tiro roza la esquina de madera de la cuna donde duerme Jorge, lo cual desvía la bala lo suficiente como para que, en lugar de entrar en el cráneo de Antonia, entre por la espalda y salga por el hombro. Una trayectoria amable para un balazo. Sin graves consecuencias. Sólo unos meses de recuperación. Quizás volver a barnizar la cuna.

El otro disparo no es tan afortunado. El otro disparo alcanza a Marcos en el hueso frontal, del que los médicos tendrán que arrancar luego un buen trozo para que el cerebro se expanda, en un intento desesperado por sanarse. Dicen que tras un rebote en la pared. Dicen que porque Marcos se arrojó sobre el extraño.

La pesadilla nunca lo deja claro. La pesadilla termina siempre con el estampido del segundo disparo aún resonando en sus oídos.

Entonces se despierta.

Y luego, la noche en vela, plagada de remordimientos.

Carla

Carla vuelve a llorar, pero esta vez es de rabia y de vergüenza por haber sido engañada. Siente la necesidad imperiosa de vomitar, de expulsar de sí todo lo que ella creía que era Sandra, su compañera de cautiverio, para poder hacer hueco a la furia que la invade, que le hace hormiguear la piel y le inflama el cuello y la frente y las orejas. Aprieta los puños, imaginando que es el cuello de Sandra lo que retuerce entre ellos, en lugar de aire. Aprieta el pie, imaginando que es el cráneo de Sandra lo que está aplastando, en lugar de la puerta…

Espera.

La puerta ha cedido un poco.

Vuelve a presionar de nuevo con el pie, pero la puerta sólo cede un par de milímetros, no más.

Cuando Sandra cerró la puerta, ésta no cayó exactamente en su sitio. Está un poco desplazada, nada más. Lo suficiente para que no encaje del todo en el marco. Ha dejado un pequeño hueco insignificante.

Carla se revuelve, con frustración. Entonces la voz le habla.

Hay algo que podrías hacer.
Sólo tienes que escucharme.

Y Carla escucha.

La percibe más fuerte que nunca. Sabe que la voz es su única amiga. Siempre lo ha sido. Y sabe otra cosa. Sabe quién es. Es la Otra Carla. La Otra Carla es más fuerte, es más decidida, sabe perfectamente lo que tiene que hacer. La Otra Carla no pide permiso, la Otra Carla actúa.

Y ella va a actuar también.

Se dirige hacia la esquina del sumidero, donde la humedad ha debilitado la lechada, donde una baldosa se movía. Tampoco mucho, apenas lo suficiente para introducir el dedo debajo.

Carla mete el índice entre la baldosa y la pared —sin pensar en lo que se puede arrastrar al otro lado, en qué patas, en qué aguijones—, y nota cómo el cemento cede, se desmigaja. No mucho, unos pocos granos. Sólo unos pocos granos.

Piensa en su padre. Cuando le preguntan cómo comenzó su imperio, dice: vendiendo tres camisas.

Carla comienza a rascar con el dedo. Unos pocos granos cada vez.

32
Un rostro amable

La mujer de recepción —Megan es su nombre— está enfrascada en una novela romántica. Lee mucho para soportar el tedio de las horas muertas. Uno de los escasos beneficios de su mal pagado trabajo.

Unos dedos de manicura perfecta repiquetean sobre el cristal de la puerta. Es una mujer, bien vestida y sonriente. Tiene un rostro amable.

Megan aprieta el botón electrónico de apertura sin dudarlo. Nadie desconfiaría de un rostro amable como ése.

Cuando la mujer de rostro amable cruza la puerta, Megan deja a un lado la novela con cierto fastidio. Está deseando saber si la heroína logrará reconciliarse con el amor de su vida, a pesar de ser del malvado clan rival de los MacKeltar. En la portada se ve a la heroína de espaldas. Poco importa, el protagonismo lo ocupa un hombre de pecho descubierto y falda de cuadros escoceses. Los abdominales de ensueño y los pectorales labrados en mármol no parecen propios de las Tierras Altas en el siglo XIII, pero (bom chicka wah wah!) a quién le importa.

—Buenos días. Bienvenida al colegio Hastings. ¿En qué puedo ayudarla?

La mujer se aproxima a ella. Tiene una mano a la espalda. Está sonriendo.

Ahora que Megan la ve más de cerca, su rostro no parece tan amable.

TERCERA PARTE
ANTONIA

Adiós, sombras queridas;
adiós, sombras odiadas.
Yo nada temo en el mundo
que ya la muerte me tarda.

ROSALÍA DE CASTRO

La reina roja

1
Un titular

Por una vez, el agotamiento es más fuerte que la culpa. Unos minutos después de despertarse de la pesadilla, Antonia cae de nuevo abducida por el cansancio.

Un sueño pesado, pegajoso y denso como la brea, del que le arranca el tono de llamada del teléfono. Afuera, el sol brilla implacable.

—Pon la televisión —exige Mentor.

—¿Qué canal?

—No importa.

Es cierto. Del 1 al 5, sólo cambian las caras alrededor de las mesas. Las cadenas han interrumpido su programación habitual para ofrecer un Especial Informativo. Antonia no tiene ni que esperar a escuchar cuál es el tema. El hashtag sobreimpreso en la pantalla le aclara lo que ya imaginaba.

—¿Cuándo ha pasado? —dice, mirando al reloj. Es más de la una de la tarde.

—Hace hora y media, un periodista vasco lo ha publicado en la página web de su periódico.

—¿Y me llamas ahora?

—He tenido una reunión con la gente de arriba. Estás fuera, Scott. Se ha terminado.

Antonia no se puede creer lo que está escuchando.

—No puedes estar hablando en serio.

—Es una orden de arriba, Scott.

—Pero ahora tenemos un nombre. Sabemos quién es, y podríamos…

—Ahora es demasiado peligroso —interrumpe Mentor—. Hay algo más, Scott. Ese periodista…

Antonia se lo encuentra en uno de los canales, sentado a la mesa entre otros tertulianos tan ignorantes y bocazas y gritones como él. Un sesentón semirretirado, con el pelo canoso y sucio peinado en una coleta. Antonia lo reconoce al instante.

Es el hombre que saludó a Jon ayer en la calle Serrano. Con esa sonrisa.

Glas wen.

En galés, sonrisa azul. Una mueca malévola ante el sufrimiento de nuestro peor enemigo.

—… al parecer el periodista vio al inspector Gutiérrez en la televisión después de vuestra carrera por la M-50. Era uno de los que había denunciado su asunto con el proxeneta al que quiso inculpar.

—Le siguió hasta aquí —susurra Antonia.

—Intuyó que había gato encerrado. Supongo que habló con Parra para conseguir la exclusiva. Estas cosas pasan.

—Tú le metiste en esto —dice Antonia.

—Ya te he dicho que fue Gutiérrez quien…

—Tú metiste en esto a Jon. Tú, que necesitas siempre a tus marionetas con una pata rota. Tú, Mentor. Has sido tú el que ha hecho esto.

—Puedes culparme tanto como quieras. Mientras no hagas nada.

—Quedan diecisiete horas.

—Ahora es problema de la policía, Scott. Es una orden. Mantente al margen.

—¿Y Carla Ortiz?

—Habrá otras batallas, Scott. Si te estás quieta.

Mentor cuelga.

La lógica aplastante, matemática, de Mentor. Sacrificas un alfil para seguir en el juego. Porque lo único que importa es seguir jugando. Una vida hoy puede valer cien mañana. Como en la vieja fábula del ajedrez. Un grano en la primera casilla, dos en la segunda, cuatro en la tercera. Incontables en la última.

Cuéntaselo a Carla Ortiz, cuéntaselo a su hijo.

Llaman a la puerta.

El golpeo es inconfundible.

Antonia tarda en contestar. En realidad no quiere hacerlo, porque la furia que bulle en su interior está buscando por dónde salir.

Y aquí está el sacacorchos, llamando a la puerta. Antonia se acerca pero, en lugar de abrir, echa el pestillo.