Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—¡Policía! ¡Salgan con las manos en alto! ¡Venimos a por Carla Ortiz!

Los demás le siguen, en tromba.

Hay un salón, lleno de suciedad, nada más entrar. Los muebles están apilados contra la pared. Sofá, mesas. En el suelo hay resto de papeles, hierros y cables. Las luces del techo están encendidas, aunque sólo uno de los halógenos funciona.

—Capitán —dice Cleo, dándole con el pie a algo que hay en el suelo.

Es un zapato de mujer. La pareja del izquierdo que han encontrado en el descampado de Hortaleza.

Parra le hace a Cleo un gesto para que avance hacia el pasillo oscuro que hay al fondo. El resto la sigue, en fila de a dos. Cubren los unos las espaldas de los otros. Como debe ser.

La policía entra en el pasillo, escudo en mano.

El bidón del pasillo, astutamente camuflado dentro de la cómoda, es el primero. Contiene cuarenta litros de una mezcla de hipoclorito de sodio, ácido clorhídrico y acetona. Lejía, limpiador de tuberías y quitaesmalte. En la proporción correcta, estos tres elementos sólo necesitan un empujoncito. La señal, transmitida por internet a través de una tarjeta SIM, activa el detonador eléctrico, que a su vez hace explotar un cartucho de plástico relleno con pólvora —de la que puedes encontrar en cualquier petardo—, pero mezclada con magnesio —que puedes encontrar en cualquier bengala de Navidad— para desencadenar correctamente la explosión.

La bomba que ha preparado Fajardo no es como la dinamita o el explosivo plástico. Los gases que genera una explosión de estos elementos pueden expandirse a más de diez mil metros por segundo. La bomba de cloro se fabrica con ingredientes que valen menos de treinta euros en cualquier Leroy Merlín, pero tiene que conformarse con una velocidad de detonación de unos humildes cuatro mil quinientos metros por segundo. Son suficientes, no obstante, para convertir el aire que desplazan en fuego, aunque éste va por detrás de la onda expansiva, siguiéndola como una cola a su perro.

La onda expansiva, sin más salida en el minúsculo pasillo que la dirección en la que se encuentran los policías, golpea primero a Cleo. Empuja el borde de acero del escudo balístico contra su cara, hundiéndole el pómulo y una ceja, partiéndole la nariz y arrojándola al suelo como quien sopla una carta. Sanjuán, que iba a su lado, no tiene tanta suerte. Su cuerpo se alza en el aire más de un metro, su cabeza se estrella contra el techo, su espalda se parte contra la jamba de la puerta del pasillo. La presión del aire es tan fuerte que compite con la gravedad y con la corriente secundaria de convección por el cuerpo del cabo Sanjuán. Las tres fuerzas se encargan de romper su clavícula, separar entre sí las vértebras del cuello y partir su brazo izquierdo en dos a la altura del codo como si fuera una rama seca, puesto que los tendones no están diseñados para soportar semejante esfuerzo.

Junto al oxígeno ardiendo llega la metralla.

Fajardo ha pegado una capa gruesa de tornillos en el interior del bidón. De acero zincado y cabeza de mariposa, de forma que a esa distancia tan corta, la aerodinámica del tornillo haga que todavía esté girando cuando alcance los cuerpos que encuentre en su camino. Cleo, que aún está viajando hacia el suelo arrojada por la explosión —contar esto lleva tiempo—, se salva de la mayor parte de la metralla, que impacta en el escudo. Uno de los tornillos le atraviesa la tela del pantalón táctico y la piel suave de la pantorrilla y acaba alojado en el interior del fémur, dejando atrás una herida de entrada del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos. Otro pasa rozando el dedo índice de su mano derecha y se limita, caprichoso, a saltarle un poco el esmalte de la uña izquierda. Un tercero se hunde en la cuenca del ojo izquierdo, reventando el globo ocular, aunque por suerte una de las aletas de la mariposa se atasca en la apófisis frontal antes de alcanzar el cerebro.

Sanjuán acaba destrozado. A esa velocidad, ni chaleco antibalas ni la madre que lo hizo. Sus órganos internos son mermelada antes de tocar el suelo.

Los que aún no habían entrado en el pasillo son arrojados al suelo por la onda expansiva, aunque el escudo de Cleo desvía parte de la fuerza de la explosión. Y mucha de la metralla que, tras rebotar en el acero, se incrusta, inofensiva, en el techo.

Los seis hombres que quedan en el salón no llegan a escuchar la segunda bomba.

La primera era un único bidón de cuarenta litros.

Debajo de los sofás y los muebles apilados a un lado del salón hay otros doscientos. Claro que es un espacio más grande.

Los hombres siguen aún levantándose, en distintos estados de aturdimiento, cuando el temporizador —puesto en marcha tras la primera explosión— hace estallar la segunda bomba. Eso hace que los cuerpos ofrezcan mucha menos resistencia a la onda expansiva y a los materiales que manda la explosión hacia ellos.

En esta segunda bomba, Fajardo no ha puesto metralla, pero no hace falta. La mesita baja de café es propulsada a cuatro mil metros por segundo contra la cabeza de Cervera —que es decapitado en el acto por el borde de melamina—, antes de girar sobre sí misma y golpear el costado de Pozuelo como una pala golpearía una pelota de ping pong. El costillar del novato se hunde como si estuviera hecho de azúcar, y los huesos le laceran el pulmón. El sofá, partido en tres pedazos por la fuerza de la explosión, vuela por todo el salón, en distintas direcciones. El trozo más grande, el lugar donde Fajardo se sentaba a ver la tele junto a su hija, vuela derecho a Giráldez, que ya se había incorporado, y le alcanza en la espalda, partiéndole la columna vertebral mientras arrastra su cuerpo contra la pared contraria, donde acaba aplastado, con el cráneo roto.

La lámpara de pie Hektar, comprada en Ikea un sábado, sale disparada hacia delante. La pesada base de hierro, girando sin control, alcanza a Ocaña en la pierna derecha cuando se apoyaba en ella para levantarse. No sólo se la parte a la altura de la rodilla, se la arranca, dejando el hueso al descubierto, de un blanco perfecto, donde antes había carne, piel, y una pierna que llegaba hasta el suelo.

A Parra le va más o menos bien. El cuerpo de Cervera le ha protegido de la primera explosión y el de Pozuelo de la segunda. Tiene astillas clavadas en el cuello, una de ellas especialmente larga, que ha atravesado la piel hundiéndose en la carne y saliendo por el otro lado, pero vivirá.

Al menos un rato.

El capitán grita. De dolor, de pánico, de furia. No puede oír sus propios gritos pues tiene los tímpanos destrozados. Tampoco los de sus hombres. Ve a Ocaña agarrándose la pierna —ahora un cincuenta por ciento más corta— con incredulidad, y va hacia él para intentar ayudarle. Cleo también chilla, se acuerda de todos los santos del santoral y no para de maldecir, pero Parra tampoco puede oírla. Los demás están más o menos callados, Sanjuán porque no tiene pulmones, Cervera porque no tiene cabeza, y el resto porque está inconsciente.

El problema de las bombas de cloro es que no es sólo la explosión lo que te mata. También el gas de color amarillo anaranjado y extremadamente venenoso que viene después, producido por la combustión.

El gas, espeso, alcanza primero a Cleo. Intenta contener la respiración, pero el pánico la alcanza y no puede evitar tragar. Es como absorber fuego líquido, que baja por su tráquea y se asienta en los pulmones, incendiando su interior.

Parra, de espaldas a ella y completamente sordo, no ve ahogarse a su compañera, no la ve quedarse sin aire, luchando por respirar, intentando salir del pasillo lleno de humo, no ve cómo logra darse la vuelta a pesar de estar herida, no ve cómo se engancha a la puerta con los dedos, intentando sacar la cara del humo, intentando respirar. No ve cómo sus dedos se agitan, se crispan, hasta perder la fuerza.

No ve el humo que se dirige hacia él desde dos direcciones distintas, que estará con él dentro de un segundo, porque está ocupado tratando de salvarle la vida a Ocaña. Su mejor negociador, su pico de oro, que estará muerto en menos de un minuto por la pérdida de sangre si no consigue hacerle un torniquete. Si consigue llegar a sacarse el cinturón.

Tampoco puede exigírsele mucho al capitán Parra, dadas las circunstancias. Su oído interno, hogar de los órganos sensoriales que nos ayudan a mantener el equilibrio y la estabilidad, ha sido vapuleado por la explosión. Por eso sólo descubre que está a punto de morir envenenado cuando la nube le envuelve e inspira la primera bocanada de gas.

El gas reacciona con la humedad de su tracto respiratorio, convirtiéndose instantáneamente en ácido. Parra comprende lo que está pasando, pero no sólo es un hombre fuerte, es un hombre valiente. No cede a sus pulmones, que le piden aire, aire limpio, porque no lo hay. Resistiendo a un dolor insoportable, trastabillando, a trompicones, comienza a arrastrarse hacia el lugar donde cree que está la puerta, tirando del brazo de Ocaña, arrastrándole. Siente dos necesidades imperiosas antagónicas. Vomitar, respirar. El enorme esfuerzo de arrastrar los ochenta kilos de Ocaña (menos lo que pesara la pierna) hace a sus músculos consumir un oxígeno que ya no están recibiendo.

Con la vista nublada por el gas —que también ha reaccionado con la humedad de sus ojos, convirtiéndose en un millar de alfileres—, es un milagro que encuentre la puerta. Pero los milagros ocurren. Quizás haya sido la medalla.

En el rellano, Parra obtiene un segundo, sólo un instante de aire limpio. El humo le ha seguido, resistiéndose a abandonar su presa. Pero la bocanada que logra absorber e introducir en los pulmones proporciona escasa ayuda o alivio. Sus bronquios inflamados e irritados protestan, los espasmos en el vientre se agudizan. El capitán cae de rodillas —por un instante piensa en su hijo pequeño, Lucas, subido a horcajadas sobre su espalda, hace menos de una semana—, cediendo a las arcadas, sujetándose el estómago con las manos. Logra vomitar unas gotas de baba amarillenta, pero el proceso le ha costado caro. El humo venenoso le rodea ahora, no sabe dónde está la escalera y, lo que es peor, ha perdido a Ocaña.

No voy a dejarte aquí. No voy a dejarte aquí.

A tientas, busca a su compañero en el suelo. Su mano izquierda encuentra su cara, la derecha le agarra por la hombrera del chaleco antibalas y empieza a tirar. ¿Hacia dónde? No lo sabe. Busca, de rodillas y ciego, alguna referencia.

No encuentra nada.

De pronto, la mano derecha logra asir el pasamanos de la escalera. Se aferra a él como un náufrago a la línea salvavidas. Tira de su cuerpo hacia arriba, escala con las rodillas, tira del cuerpo de Ocaña, que se traba con los escalones, que no quiere ascender. Cada peldaño, cada veinte centímetros, es un Everest.

Parra salva once, antes de alcanzar el punto en el que el gas, más pesado que el aire, tiene que abandonar la persecución.

Sigue tirando, con sus últimas fuerzas, hasta colocar la cara de Ocaña junto a la suya. El capitán está a punto de desmayarse.

Aún aferra con una mano el pasamanos de la escalera y con la otra a su compañero cuando escucha acercarse las sirenas.

Su último pensamiento consciente es para la frase que no ha dicho antes de bajar de la furgoneta.

A mi señal, ira y fuego.

Las mejores frases se te ocurren siempre después.

Ezequiel

Nicolás se aparta de la pantalla, con gesto convulso. No quiere seguir mirando. Todo ha terminado.

Frente a él, el ordenador portátil sigue abierto, pero las cámaras web están apagadas. Los altavoces por los que llegaban los gritos, ya sólo emiten estática. La explosión ha cortado la comunicación entre su antiguo piso y el refugio. Pero ha durado lo suficiente para que pueda acabar con los intrusos.

Ella tenía razón. Acabarían encontrando su rastro, pero hemos sido más listos que ellos.

No debo jactarme, piensa. Han muerto policías.

Echa mano de su cuaderno, e inicia una nueva hoja de confesión.

He pecado contra el quinto mandamiento, escribe. No quería hacerlo, pero me he visto obligado. La misión es demasiado importante. Humillar a los poderosos, enseñarles que su fuerza no es nada al lado del poder de la justicia. A todos alcanza el poder de Dios, y yo estoy haciendo Su voluntad.