Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Intenta pensar en una frase gloriosa, inspiradora, que decirles antes de bajar de la furgoneta.

No se le ocurre ninguna.

Ya verás tú cómo me viene a la cabeza esta noche, piensa, resignado. Lo que yo te diga. Las mejores frases

Carla

Carla llama a Sandra cada poco rato. Al principio sólo susurra. Dice su nombre, cuenta hasta treinta, vuelve a llamarla.

Poco a poco va subiendo el tono, llevada por la angustia, hasta que al final está gritando, llamándola a voces, dando palmadas en la pared. Pero lo único que obtiene son tres golpes en la puerta de metal, que estallan en sus tímpanos y la empujan, hecha un ovillo de mocos, miedo y lágrimas, a la esquina contraria de la celda.

No han pasado más que unos segundos, o quizás unas horas, cuando Sandra responde.

—Te he dicho que no quiere que hablemos. Has conseguido enfadarle.

Ahora es Carla quien no responde. Sigue sollozando, con las piernas encogidas y las manos cubriéndole el rostro.

Los nuevos límites del castillo: la distancia entre sus brazos y su pecho. En esos pocos centímetros encuentra consuelo.

—Ahora se ha marchado —dice Sandra—. Pero cuando te avise de que vuelve, tienes que callarte. Son las normas.

Carla se limpia los ojos con los pulpejos de las manos, se sorbe los mocos.

—No me importa. Que me mate ya, y acabamos de una vez.

—Suponía que dirías eso.

Carla se estira del vestido, que se le ha hecho un siete, se recompone la tira del sujetador.

—¿A qué te refieres?

Sandra duda un momento.

—Bueno, porque eres tú.

—¿Cómo que yo? ¿Quién soy yo? —contesta Carla, agresiva.

Al otro lado del muro hay un silencio molesto.

—¿Sandra?

—Si me vas a contestar así, será mejor que no hablemos. Ya tengo bastantes problemas.

No me lo puedo creer. Estamos en manos de un puto psicópata y la tipa esta se preocupa por mi tono de voz, piensa Carla.

Pero no lo dice. Porque no quiere enemistarse con Sandra. No quiere estar sola. Se da cuenta de que ahora mismo es su mayor terror. Morir sola, en la oscuridad.

Puede que Sandra no sea muy inteligente, y puede que esté completamente desbordada por lo que está sucediendo.

Joder, yo también lo estoy.

Pero ahora mismo es lo único que tiene.

—Siento que te haya molestado mi tono.

—Está bien —responde Sandra, al cabo de un rato—. Supongo que es lo normal.

—¿A qué refieres?

—Alguien como tú no está acostumbrada a pedir disculpas. Por ser rica, y eso.

Carla respira hondo.

—¿Te lo ha dicho él?

Son buenas noticias. Si Ezequiel sabe quién es ella, eso es porque quiere algo. Algo que no tiene que ver con su cuerpo.

—Me ha comparado contigo. Me ha dicho que tú eres importante. Quizás por eso no ha entrado aún ahí. Para eso me tiene a mí.

Carla traga saliva, despacio, eligiendo sus palabras con mucho cuidado.

—Sandra, yo…

Se detiene. No se puede contestar a lo que Sandra le acaba de decir. Es, sencillamente, imposible.

Porque es lo que ella piensa.

Porque es verdad.

Carla es la heredera del hombre más rico del mundo.

Sandra conduce un taxi.

Puede que en Twitter algún indignado pueda afirmar con un mínimo de criterio que las vidas de ambas valen lo mismo, pero aquí, en la madriguera de un asesino, encerradas en la oscuridad, esa afirmación es insostenible.

—Saldremos de aquí las dos, te lo prometo —dice Carla.

Ahora comprende la hostilidad pasivo agresiva de Sandra. Cuando Carla sólo era una empleada común y corriente, las dos eran víctimas. Pero incluso en la madriguera de un asesino, hay víctimas y víctimas.

—No prometas cosas que no puedes cumplir. Supongo que a mí sólo me quiere para usarme —dice Sandra—. Para ti… tiene pensada otra cosa.

Carla aguarda a que continúe la frase, pero no lo hace.

En ese silencio, en ese territorio ignoto, viven dragones.

—¿Qué tiene pensado, Sandra? Si lo sabes, tienes que decírmelo. Dímelo, Sandra —suplica Carla.

—Chisss. Calla. Ha vuelto, y está enfadado. Creo que está pasando algo —dice la taxista.

28
Un recuerdo

Antonia cierra los ojos.

No le cuesta mucho encontrar en su colección de palabras la que describe cómo se siente. Ajunsuaqq. En inuit quiere decir «morder el pez y encontrar dentro sólo cenizas».

Después de tantos esfuerzos, no le queda nada por lo que alegrarse ni sentirse orgullosa. Pero poco importa si de esa forma consiguen rescatar a Carla Ortiz.

Jon está a su lado en un banco en la calle. Excepcionalmente callado. Le ha contado lo que le ha dicho Parra, y se ha limitado a asentir. Delante de ellos pasa gente, pero Antonia no presta atención. Busca en las hemerotecas online la información que necesita. Es difícil encontrar algo, la noticia es un caso menor. Sin importancia.

Una explosión de gas en el subsuelo bajo la calle Narváez. Una única víctima mortal. El oficial de policía Nicolás Fajardo. Una inspección de rutina. Fajardo no deja familiares conocidos.

Ni una sola mención al suicidio.

¿Qué había sido lo otro que había mencionado Jon? Una hija.

Ésta cuesta algo menos encontrarla. Seis meses antes de la muerte de Nicolás Fajardo.

Accidente mortal en la M-30. Un coche impacta contra los pilotes del puente de la M-30. No hay marcas de frenos. La policía cree que se trata de un suicidio. La víctima es una mujer de veinte años que responde a las iniciales S. F.

Amplía las fotos. Los bomberos se afanan en torno al vehículo siniestrado. No hay mucho que hacer. La mitad del coche ha desaparecido, comprimida y aplastada como una botella vacía. Hay que ir muy deprisa para golpearse tan fuerte.

Suena el teléfono.

—Diga.

—Señora, soy Tomás.

Antonia parpadea, está tan dentro de su cerebro en este momento que tiene que vadear con fuerza para ajustarse a la realidad del mundo exterior. Entonces recuerda. Tomás. El vigilante de seguridad de La Finca.

—Nos dejaron sus teléfonos el otro día por si recordábamos algo. He estado llamando antes a su compañero pero comunicaba, así que he decidido probar con usted.

Ella hace un ruido de aquiescencia, un ajá o un ujúm, porque sigue concentrada en la fotografía del accidente. En algo que no termina de encajar del todo. Algo que debería estar viendo y no es capaz de ver.

—El caso es que hoy cuando ha empezado el turno —continúa Tomás— estábamos hablando Gabriel y yo, y de pronto ha venido un taxi a recoger a alguien. Esta vez nos hemos fijado más, ya sabe, desde lo que pasó miramos muy bien dentro de los taxis, no les dejamos pasar sin más.

Otro ajá.

—Y verá, lo que son las cosas, la taxista era una mujer, que hoy en día es muy normal, es algo en lo que ya te fijas menos, hace cinco años era impensable, parece sólo un trabajo de hombres, porque hay que ir a sitios y recoger a desconocidos en plena noche… el caso es que Gabriel y yo nos fijamos y de pronto nos acordamos, los dos a la vez. ¿No le parece maravilloso cómo funciona el coco? No te acuerdas de nada, tu compañero tampoco, y de pronto pum, ahí lo tienes, los dos a la vez, recordando lo mismo. Debe de ser una de esas asociaciones de ideas. Rojo es sangre. Morado es fruta. Justamente le estaba diciendo a Gabriel que…

Antonia consigue interrumpirle.

—¿Qué es lo que recordaron, Tomás?

El vigilante se aclara la garganta.

—Verá, es que el taxista era una mujer.

Carla

De nuevo intenta dormir. Pero cada vez se encuentra más débil y más agotada. Tiene un sueño, un sueño en el que la oscuridad se desvanece, sustituida por una enorme pared de luz, blanca y hermosa, que lo llena todo.

Entonces escucha fuera el ruido y las voces.

Voces de hombres adultos que gritan: «¡Policía!».

Que gritan su nombre.

Sabía que vendrían. Sabía que era cuestión de horas. Quizás de minutos. Y ya están aquí. Por fin la han encontrado.

El corazón le brinca en el pecho, intenta incorporarse, olvidándose de la altura del techo, se golpea en la cabeza, provocándose una herida que sangra profusamente, pero la ignora. Ni siquiera siente el dolor. Logra gatear hasta la puerta de metal, da golpes, intenta gritar a través del respiradero.

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Estoy aquí!

29
Una palabra aborigen

Antonia se detiene.

El mundo también.

—¿Cómo ha dicho?

—Era una mujer —repite Tomás—. Ahora que lo pienso es raro que una mujer haga servicios tan tarde, o tan temprano, como yo digo siempre, uno nunca…

Antonia ya no escucha nada más.

Murr-ma.

Una expresión en wagiman, un idioma aborigen australiano que sólo hablan ya diez personas en todo el mundo, que indica lo que han estado haciendo hasta ahora.

Murr-ma.

Caminar dentro del agua buscando algo con los pies.

Lo cual es muy difícil, ya que tus otros sentidos se empeñan en colaborar, cuando sólo entorpecen.

—¿Oiga?

Antonia cuelga. Necesita las dos manos.

Amplía al máximo una de las fotos del accidente.

Es un Megane amarillo.

La matrícula no se distingue bien. Antonia hace captura de la foto, la transfiere a la app de Photoshop Express, aplica el filtro de enfoque.

Entonces aparece.

9344 FSY

Murr-ma. Una búsqueda a ciegas. Pero cuando rozas algo con el dedo gordo —y no antes—, puedes zambullirte a por ello. Juntas las piezas del puzzle, haces la suma.

En décimas de segundo Antonia pone frente a sí todos los elementos de los que dispone.

– La hija de Fajardo se mató en un accidente de coche en la M-30.

– Su matrícula resurge dos años después en el taxi que usa Ezequiel para dejar el cadáver de Álvaro Trueba.

– El taxi aparece quemado y empapado en desinfectante en un descampado a un kilómetro de una comisaría.

– Una llamada anónima avisa de su localización.

– El hombre que nunca ha dejado ninguna huella, deja dos:

a) una en el zapato de Carla Ortiz,

b) otra en el volante.

– El volante que Ezequiel no tocó. Porque la que conducía era una mujer.

La conclusión llega, nítida, un instante después.

Antonia agarra la manga de la chaqueta de Jon, tirando de él para que se levante.

—¿Qué pasa? —dice Jon, regresando de donde fuera que estuviera.

—Tenemos que avisarles. Tenemos que avisarles YA.

—¿Avisarles de qué?

—¿Dónde están, Jon?

No lo saben.

Antonia marca el número de Parra.

Un tono.

Dos tonos.

Buzón de voz. «Ha llamado al…»

Antonia no deja el mensaje. Lo grita.

—Parra, escúcheme. No entre, repito, no entre. ¡Es una trampa!

Parra

Han tomado posiciones frente a la puerta del piso. La entrada está en la planta inferior al portal, bajando un nivel. Es el único semisótano del edificio.

Los hombres de la Unidad de Secuestros y Extorsiones ocupan el rellano y la escalera, armados con subfusiles MP-5. Las ventanas del semisótano dan a la calle San Canuto, pero están enrejadas y son pequeñas. Nadie puede salir por ahí. Por si acaso, han dejado a Sixto en la furgoneta, junto al periodista.

Hará falta alguien que cuente el heroico rescate. Y el tipo se ha ganado la exclusiva.

Esto está hecho, piensa Parra, tras repasar mentalmente el plan. Su principal angustia es que Fajardo haga daño a la rehén cuando se sienta acorralado, pero para eso está aquí Ocaña, el pico de oro. Capaz de venderle arena a los beduinos.

También le preocupa que al tipo le dé por disparar. Es un policía, al fin y al cabo, aunque haya perdido la cabeza. Parra no piensa subestimarlo, y ha venido preparado. Todos ellos van armados con subfusiles MP-5 y protegidos con chalecos antibalas. Cleo, que es la que va en cabeza, lleva un escudo balístico detrás del que se pueden parapetar si las cosas vienen mal dadas. Un metro de acero y kevlar, impenetrable.

Algo le vibra a Parra en la pierna. Se da cuenta de que no ha apagado el móvil. Un olvido que no perdonaría en ninguno de sus hombres. Aprieta el botón de colgar a través de la tela del pantalón —confiando en que no se den cuenta— hasta que el teléfono se apaga.

Vamos, que nos vamos.

Va a dar la orden, pero falta un detalle importante. Se hurga en el cuello para sacar, a tirones, la cadena. De ella cuelga una medalla. Un ángel extiende sus alas sobre una niña que va a adentrarse en el bosque. Es el Custodio, el santo patrón de los policías. Le da un beso. No siente pudor alguno al hacerlo. Pozuelo, que está a su lado, se santigua. Y eso que es millenial y la única referencia que tiene de Dios es el Morgan Freeman de aquella película. El movimiento se contagia por la fila.

Ahora sí.

El capitán le hace un gesto a Sanjuán, que está manejando el ariete. Catorce kilos de una mezcla densa de plomo y hierro, que incluso en manos de un tirillas como Sanjuán son capaces de echar abajo una puerta de un golpe.

¡BLAM!

Bueno, tal vez dos.

¡BLAM!

Al segundo embate, la cerradura se parte y Cleo entra la primera, escudo en alto, gritando a pleno pulmón.