Contienen un alfabeto, recargado. Emerge a duras penas entre hiedras, puñales, runas y calaveras.
—Papá, ¿recuerdas lo que pusiste en el tatuaje de esas personas? —pregunta, con suavidad. Vuelve a mostrarle la foto, donde los caracteres germánicos son sólo un borrón oscuro.
Sin respuesta.
Su hija sostiene ambas hojas frente a sus ojos. No llega a taparle la vista de la televisión, no quiere alterarle.
En la pantalla, Kirk Douglas tose sangre, se lleva el pañuelo a la boca, se limpia la barbilla con el famoso hoyuelo.
Sobre la silla de ruedas, el hombre mueve la mano izquierda. Muy despacio.
El silencio es absoluto. Antonia y Jon, del otro lado del papel, no pueden ver las letras que toca, y los minutos que tarda en marcarlas transcurren insoportablemente lentos.
—Ene. Be. Cu. ¿Eso es lo que pusiste, papá? ¿NBQ?
La mano del hombre aprieta la de su hija.
Antonia y Jon se miran.
Sólo tres letras.
Que lo cambian todo.
Ambos esperan hasta estar fuera de la tienda, después de agradecer apresuradamente a la joven y a su padre el enorme esfuerzo que han hecho.
Después ella lo dice en voz alta.
—Es un policía.
27
Tres letras
A Jon Gutiérrez aún le quedan amigos.
No muchos, pero le queda alguno. El que le coge el teléfono es un colega navarro, Txema Barandiarán, que lleva en Madrid ni se sabe. Veinte años, lo menos. Coincidieron en la academia de Ávila, y se han visto alguna vez desde entonces. En los encuentros de la promoción, se juntan de nuevo en Ávila, éxodo de oscuras golondrinas. El Txema. Un tipo majo. Llevó regular cuando Jon salió del armario, porque se habían duchado juntos, y esas cosas se avisan. Pero se le pasó.
Resulta que el Txema es una enciclopedia. Un estudioso, vamos. De los que se quema las cejas sobre los libros. Pero no le gustan las novelas, ni la poesía ni esas mandangas. A él lo que le gusta es la historia de la policía. Trabaja en Recursos Humanos en Jefatura. Sabe cosas.
El Txema le cuenta. Podríamos decir que empezó en 1937 en Lisboa. Una mañana en la que el Primer Ministro y dictador portugués Oliveira Salazar iba a misa en la capilla particular de un amigo. Los terroristas, no me acuerdo cuáles, pusieron una bomba en el colector de la alcantarilla, y la activaron.
No salió bien. La fuerza de la explosión se perdió por los túneles bajo el asfalto, limitándose a abollar el coche y lanzar unos cuantos cascotes. Pero sentó un precedente.
La primera unidad de Policía del Subsuelo se creó en Madrid en 1958. Treinta y siete efectivos provenientes del ejército. Su cometido oficial era evitar los crímenes bajo tierra. El expolio de cable de tendido eléctrico, de material de tratamiento de aguas, los robos con butrón en bancos y joyerías. Pero, en realidad, a lo que dedicaban más tiempo era a vigilar que al Generalísimo no le pusieran una bomba, estilo Salazar.
Los dictadores tienden a prestar atención a estos detalles.
Era cuestión de tiempo que alguien intentara poner una bomba bajo el subsuelo, al paso alegre de la paz. Como se vio años más tarde. El 20 de diciembre de 1973, cuando los tres terroristas —que resultaron ser tres integrantes de una de las bandas de asesinos más sanguinarios de la historia reciente— mandaron a Carrero Blanco al espacio exterior, asesinando de paso a su chófer y al inspector de policía que viajaba en el coche e hiriendo gravemente a una niña de cuatro años que tuvo secuelas de por vida. Aquellos tres hijos de puta pusieron la bomba en un túnel bajo el coche del entonces presidente del Gobierno. Éstos habían sido más listos. Habían estudiado bien el atentado fallido de Salazar —los terroristas tienden a prestar atención a los detalles, también—. Pusieron sacos de arena para que la onda expansiva fuera en la dirección apropiada, abriendo un socavón de ocho metros de diámetro en la calle Claudio Coello.
El coche aterrizó en una terraza del colegio de los jesuitas donde estudian doscientos cincuenta niños, que a esa hora solían estar en el mismo espacio donde cayeron mil ochocientos kilos de chatarra. De casualidad les habían dado vacaciones a los chavales dos días antes de lo que tocaba, cosa que los terroristas —en esos detalles se fijan menos— no habían considerado. Ja, ja, ja, qué risa los chistes con el atentado de Carrero Blanco, ¿eh?
La unidad de Policía del Subsuelo no había estado muy fina aquella mañana de 1973, pero la unidad creció y se estableció. Cuando España se convirtió en una democracia, las amenazas a los políticos y otras personalidades continuaron. Madrid era una ciudad cada vez más grande, y necesitaba alguien que vigilara lo que pasaba bajo cota cero, como llaman los policías al subsuelo. Con el paso del tiempo los desafíos a la seguridad se hicieron más complejos. En 1996, la Policía Nacional creó una nueva unidad dentro de la Policía de Subsuelo. La unidad NBQ. Expertos en explosivos, pero también en amenazas nucleares, biológicas y químicas. Cuatro hombres formaban aquella unidad en sus inicios.
—Cuatro máquinas —concluye Txema—. De lo mejor que hemos tenido nunca.
Apuesto a que sé qué tatuaje se hicieron cuando se formó la unidad, piensa Jon.
—¿Sabes qué fue de ellos? ¿De los cuatro hombres de esa primera unidad?
Txema se toma un rato para pensar la respuesta. Jon cree también que le escucha teclear, quizás busca información en su ordenador, pero no está seguro. El caso es que le dice:
—Dos de ellos siguen en activo. Otro se marchó de España, creo que ahora vive en México, no lo sé.
Una pausa.
—¿Y el otro?
—El otro murió, Jon. La versión oficial es que fue una explosión en un túnel. Dicen que fue un suicidio, porque el tipo era muy bueno. Andaba muy tocado desde que su hija se mató en un accidente de coche seis meses antes.
Uno menos. Quedan tres.
El Txema añade otra cosa más antes de colgar.
—Gordo. —El mote incomprensible que le pusieron a Jon en Ávila—. Aquí en Jefatura todo el mundo lo comenta. Mañana por la mañana te van a ir a buscar los buitres.
Los buitres. Los de Asuntos Internos. Así que Parra le ha acabado denunciando. ¿Por qué no le sorprende?
Si van a detenerle mañana por la mañana, si le llevan al edificio de Cea Bermúdez y le apuntan un flexo a la cara, se acabó. Lo de la droga en el maletero del chulo lo exprimirán a saco, claro. Por ahí pueden hacerle mucho daño. Pero en cuanto se pongan a examinar con lupa lo que ha estado haciendo los últimos tres días, Jon va a tener que dar muchas explicaciones. Explicaciones que no puede dar sin traicionar a Antonia.
Voy a tener que elegir entre la cárcel y ella.
—Gracias, Txemita.
—Cuídate.
Jon regresa junto a Antonia, que aguarda sentada en un banco de la calle Huertas. Le cuenta sólo la parte buena. La que confirma sus sospechas.
El sapo verde en su interior se ha convertido en el Increíble Hulk.
Antonia no le ve apretar los dientes para dejar dentro el sapo. Ella está centrada en la primera pista real que tienen desde que empezó esa locura. Uno de aquellos cuatro hombres tiene que ser Ezequiel. Lo cual explicaría su capacidad para no dejar pistas en el escenario del crimen de Álvaro Trueba, incluso la manera desquiciada en la que había huido por la M-50. Aquella manera de conducir que Antonia sigue recordando con envidia (sí, es humana).
Le pide a Mentor el teléfono del capitán Parra. Mentor se lo da a regañadientes. No está contento.
—No estoy contento —dice.
Antonia le ignora. No hay tiempo para egos absurdos o peleas. Lo único que importa es que aún quedan treinta y dos horas para que se cumpla el plazo del asesino. Aún pueden salvar a Carla Ortiz.
Marca el teléfono de Parra y le dice:
—Capitán, tengo información sobre Ezequiel que debe conocer.
Parra
—¿Quién es? —dice Parra, antes de darse cuenta—. Ah, ya. Eres el llavero ese que Gutiérrez lleva colgado a todas partes. La Interpol, mis cojones. Si tuviera tiempo me dedicaría a averiguar qué es lo que os traéis entre manos tu amiga y tú.
—Capitán, sé que no nos tiene en una gran consideración, pero esto es mucho más importante que nosotros y que usted.
—Que no les tengo… —El capitán suelta una carcajada seca, más un ladrido que un signo de humor—. Actuando por su cuenta estuvieron a punto de cargarse esta investigación.
—Quizás deberíamos haberle llamado antes de ir al Centro Hípico, pero a cambio…
—Quizás. Quizás. Quizás —se burla Parra, con su mejor voz de Sara Montiel—. No me diga que a cambio ha descubierto algo fundamental para la investigación.
—Lo cierto es que sí. Tenemos indicios muy fuertes para sospechar que Ezequiel es un…
De nuevo un ladrido. Pero éste sí que tiene alegría. Malsana.
—¿Un policía? Va usted muy retrasada, Interpol. El nombre de Ezequiel es Nicolás Fajardo. Un policía de la Unidad de Subsuelo. Se le dio por muerto hace un par de años. Pero ha cometido un error. Hemos recuperado su huella del volante de un taxi que habían robado la semana pasada. Lo había rociado de lejía y limpiado a fondo antes de quemarlo, pero esa huella se le escapó… Y al mover el coche hemos encontrado debajo del maletero un zapato que pertenece a Carla Ortiz. Tiene sus huellas y también las de Ezequiel.
Hay un silencio al otro lado. Suena a frustración.
—Recuérdeme quién le dijo que tenía que buscar un taxi, capitán.
¿Cómo sabe ésta lo del CNI? Una alarma suena al fondo de la cabeza de Parra, pero está demasiado ocupado con lo que tiene entre manos como para hacerle demasiado caso.
—No sé de qué me habla. Lo que sé es que estamos a punto de entrar en casa de Fajardo. Que a pesar de estar muerto, lleva dos años pagando la luz, el agua y el gas. Y vive en un semisótano. Le dejo. Dele recuerdos al inspector de mi parte.
Parra cuelga. Justo después de colgar, se le ocurre que podría haber añadido algo como «Dígale que se vaya pronto a la cama, que mañana le espera un día duro», para rematar. Hay que joderse, las mejores réplicas se te ocurren siempre después. En las escaleras cuando te estás yendo de un sitio. O peor: estás durmiendo, te levantas a mear medio zombi y mientras estás frente a la taza sosteniéndote el pene con las manos, llega la contestación perfecta, la que tendrías que haberle dado a algún idiota, y entonces te despiertas del todo y aunque vuelvas a la cama ya no puedes dormir, sólo darle vueltas a eso que no has dicho.
En fin.
La furgoneta —blanca, sin distintivos— está aparcada a la vuelta de la esquina. La Unidad de Secuestros y Extorsiones al completo está dentro. Parra se ha traído a todos.
Está Cleo, la más bruta del equipo, porque es la única mujer y siempre intenta demostrar que se puede ser madre y una tía dura.
Está Ocaña, el más listo de todos, con una labia que para sí la quisiera Parra. Su mejor negociador.
Está Giráldez, el abuelo, que va para los cincuenta y, sin embargo, tiene más marcha que todos ellos juntos. Un Miguel Ríos con pistola.
Está Pozuelo, el niñato, recién salido de la academia, verde como una aceituna pero con los huevos de titanio.
Está Cervera, el más macarra, tocándose la nariz y frotándose las encías. Se ha metido un tiro antes de entrar, y eso a Parra le parece mal, muy mal. Ser policía es una cosa seria. Duda de si hablar con él y decirle que se quede fuera, pero sería malo para la moral de los demás. Luego le echará una buena bronca. Las cosas hay que hacerlas bien.
Y por supuesto está el cabo Sanjuán, su segundo, su mano derecha. Siempre pisando su sombra. Su lameculos.
Insultan, ríen, mastican chicle, dan patadas en el suelo. Vuelven a insultarse. Es su idioma secreto. Código que enmascara el amor que se tienen unos a otros.
Los quiere a rabiar. A todos. Son sus chicos, joder. Su familia. Carne de su carne, sangre de su sangre. Daría la vida por ellos, y ellos por él.
Todos le miran, expectantes. Esperando a que dé la orden.
Es pronto aún. Quiere asegurarse de que no hay nada de qué preocuparse. Tiene a Sixto, el octavo en discordia, dando un paseo alrededor de la manzana. Se ha traído al perro de casa y todo. Sólo un hombre normal, dando un paseo a su labrador al final de la jornada. Vestido normal. Pantalón corto, tenis. Camiseta. Lo que corresponde a un barrio obrero como Lucero.
Sixto tardará unos diez o quince minutos en dar la vuelta a la manzana, San Fulgencio arriba, doblar dos esquinas, San Canuto abajo, y otra vez en la furgo. En cuanto les confirme que todo está bien, lanzarán el operativo.