—Hay que investigar lo del taxi. Pero con cuidado y precaución. Timeo danaos et dona ferentes, y toda esa mierda.
—¿Timeo qué?
—Sanjuán, coño. No me avergüences.
Cuando llega a Jefatura, Sanjuán está esperándole en la puerta del despacho, con un montón de papeles y cara de pachón arrepentido.
—Una llamada anónima avisó hoy al mediodía a la comisaría de Canillas de que había un taxi en el descampado enfrente del Centro Comercial Gran Vía de Hortaleza. Está medio quemado. Debieron prenderlo de madrugada, porque ya no humeaba. Los compañeros no le han hecho mucho caso. La grúa lo iba a recoger cuando les he dicho que era cosa nuestra.
Parra suspira. De no haberle ordenado él que buscara, el coche estaría camino del desguace.
—¿Has mandado a la científica para allá?
—Van de camino. Pero mira la foto que me ha mandado uno de los agentes que estaba con el taxi.
Parra mira la foto. Luego mira a su segundo.
—¿Se lo has enseñado al padre?
—Lo ha reconocido.
—Buen chico, Sanjuán.
A Sanjuán sólo le falta menear la cola.
25
Un sapo
A Jon Gutiérrez ya casi se le han pasado las ganas de llorar.
La tarde ha transcurrido, larga y triste, en una cafetería cerca de las Cortes, en la calle Cedaceros. Ninguno de los dos prueba su bebida. No se miran, tampoco.
Antonia apenas ha hablado, sólo le ha contado lo sucedido en la puerta de Ortiz. Lo ha explicado con un tono aséptico. Sin inflexiones en la voz. Sin emoción.
Los hechos hablan por sí solos.
a) Ramón Ortiz no colabora.
b) De las cuarenta horas que le quedaban a Carla Ortiz, han consumido cinco. ¿En qué? En
c) terminar de arruinar la carrera del inspector Gutiérrez.
Antonia está furiosa con él. Una furia gélida, blanca.
—No tenías que haberle pegado. Le has dejado ganar.
Jon no contesta. Sabe de sobra que tiene razón. Al menos Antonia no se ha percatado de la presencia de Lejarreta. Jon sí le ha visto, saludándole con la mano desde la acera cuando sacó el coche de la parada de taxis y se incorporó al tráfico de Serrano.
El hijo de la grandísima puta ha debido de estar siguiéndonos todo el día.
Son muy, muy malas noticias. Noticias que ella debe conocer.
Antonia sigue mirando por la ventana. A saber qué le pasa por la cabeza.
Jon quiere pedir perdón y contarle lo del periodista, librarse de ese peso cuanto antes. Es un sapo verde y venoso, que le sube por la garganta y le asoma a la boca, queriendo salir, pero el orgullo obliga a Jon a apretar los dientes muy fuerte, guardárselo dentro. Que vaya de vuelta tráquea abajo y siga royéndole las tripas.
Es lo menos que me merezco.
Un castigo pequeño en comparación con lo que le espera a Carla Ortiz.
La camarera se acerca, boli y libreta en mano, les pregunta si van a desear algo más, en ese tono tan preciso que significa necesito la mesa, así que hagan el favor de consumir o marcharse. Jon alza la mirada para decirle que no, y ve que es Carla Ortiz. También la ha visto en la mesa de al lado, y antes de entrar, cruzando la calle. Ahora la ve en todas partes, allá donde mire. Tiene que reprimir la necesidad de echarse a la calle, de salir a buscarla por todas partes. Sabe que no es otra cosa que la desesperación lo que tira de su cuerpo y engaña a su cerebro. La desesperación del que intenta aferrar algo y sus dedos no encuentran más que aire.
—Nada más, gracias —dice, mirando a la camarera, que ya no es Carla Ortiz, sino una mujer gruesa que va para los cincuenta.
Algo debe de intuir ella en sus ojos, que no insiste. Da un par de golpes con el boli en la libreta —clac-clic, punta fuera, clic-clac, punta dentro— y dice:
—Tómense el tiempo que necesiten.
En un mundo desolado y asfixiante, el pequeño gesto amable de la mujer se le antoja a Jon una bocanada de aire puro. Lo agradece tanto que deja diez euros de propina sobre la mesa. Echando cuentas, ahora la camarera tiene más dinero que él.
Ese pequeño respiro que le ha concedido el universo le da a Jon fuerzas para contarle lo del cabrón de Lejarreta.
—Scott, hay algo que yo… —empieza a decir.
Antonia alza la mano para interrumpirle. La otra se la lleva al bolsillo. Su móvil está sonando.
—Espero que sean buenas noticias.
La expresión de su cara cambia cuando escucha lo que Aguado le cuenta. No exactamente a alegría, pero desde luego la oscuridad se alivia.
Se lo explica a Jon.
—Voy por el coche —se ofrece él.
—No hace falta. Estamos a diez minutos andando.
26
Una de vaqueros
El neón del estudio refulge en la esquina. TATOO, letras enormes, en naranja. Ladybug ha decidido dejar el negocio abierto, ya que la señora del email, doctora nosecuantos, le ha pedido que espere a sus compañeros de la policía. A esa hora dejar el negocio abierto supone más TIB y más letras chinas. Hay un holandés cuarentón, rubio y fofo tumbado en la camilla —éste quiere la palabra fortaleza en el cuello— cuando llegan los polis.
Ladybug se asoma por detrás del biombo.
—Siéntense —les dice, apuntando con la aguja a las sillas de la zona de espera—. Estoy acabando.
El holandés emerge del biombo apestando a desinfectante, seguido de la joven gótica. Ella va vestida con top y vaqueros negros. Él lleva el cuello enrojecido, con dos flamantes sinogramas bajo una oreja. La joven saca un apósito de una caja bajo el mostrador —el tatuaje es pequeño, no merece la pena un aparatoso vendaje— y se lo coloca al holandés sobre el área enrojecida.
—¿Por qué garrapata? —dice Antonia, señalando al cuello del holandés.
Éste mira confundido a la tatuadora.
—What does she said?
—She said that you are strong —dice Ladybug, haciendo el universal signo de sacar bíceps.
—Ha, ha. Garapata, strong —dice el holandés, complacido, creyendo que ha ligado. Saca los cincuenta euros del tatuaje y añade cinco de propina.
Se marcha. En cuanto se desvanece el estruendo de las campanillas de la puerta, la joven se vuelve hacia Antonia.
—Casi me estropea el negocio, oiga.
Antonia sonríe —por primera vez en todo el día—. Jon sonríe al verla sonreír.
—Espero que no vaya a un restaurante chino en los próximos días —dice Antonia, haciendo un gesto en dirección a la puerta por la que se acaba de marchar el holandés.
—No ha de preocuparse por eso. Los chinos adoran ver a los laowai tatuados con palabras graciosas en mandarín. Nunca desvelarían el secreto. Soy Ladybug —dice, alzando una mano llena de anillos. Jon y Antonia se identifican a su vez—. Si me disculpan…
Le da la vuelta al cartel de CERRADO —que ahora pone ABIERTO por dentro, es un poco confuso si uno se para a pensarlo— y echa el pestillo.
—¿También hablas mandarín? —susurra Jon.
—Leo mejor que hablo —responde Antonia, humilde.
Ladybug regresa junto a ellos.
—Han venido muy deprisa.
—Estábamos cerca —explica Jon—. ¿Le dijo a nuestra compañera que tenía información sobre el tatuaje que estamos buscando?
—Así es. Esperen un momento.
Desaparece tras la cortina de bolas que lleva a la trastienda, y vuelve con una abultada carpeta de anillas de tapas negras. En el lomo lleva marcado un número con Dymo autoadhesivo de color amarillo: 1997-1998.
Ladybug lo coloca sobre la mesa y la abre. Está llena de fotografías Polaroid, fijadas sobre cartulina y cubiertas con film transparente.
—Está por aquí… —dice, pasando las hojas, de atrás hacia adelante.
Se detiene a tres cuartas partes del final, y le da la vuelta al cuaderno. La página sólo contiene una foto.
Cuatro brazos derechos, iluminados por el flash. Sus dueños desaparecen en la penumbra borrosa que ha creado el relámpago. Los cuatro brazos lucen idénticos tatuajes. La piel alrededor, carmesí, con puntos sangrantes, envuelve músculos grandes y fibrosos.
El diseño del tatuaje es elegante, con un estilo más cercano al cómic que al realismo. Una rata de dientes afilados sostiene un escudo con el que se cubre el cuerpo. El escudo lleva grabada una inscripción en caracteres germánicos ilegibles. La foto es de mala calidad, y apenas se aprecian las letras.
El pulso de Jon se pone a echar una carrera, y el inspector intenta calmarlo. Uno de aquellos hombres puede ser Ezequiel. Uno de aquellos brazos es el que mató a Álvaro Trueba, el que retiene a Carla Ortiz, el que disparó contra ellos desde el Porsche Cayenne.
—Necesitaríamos facturas. Libros de cuentas. Algo. Tenemos que identificar a estas personas, señorita —dice Jon.
—Señora, inspector. Lo de señorita es machista. Y me temo que no puedo ayudarles con eso. No nos queda nada de aquella época. Yo no había nacido, y mi padre siempre fue un desastre.
Joder con los millennials, piensa Jon. Como alguien le llame señora a mi madre, y va para los setenta…
—¿Fue su padre quien hizo estos tatuajes? —interviene Antonia.
—Sí. Estaba empezando pero ya era bastante bueno entonces.
—Nos gustaría hablar con él.
Ladybug suspira con cierto abandono gótico. Ella cree que clava a la Mina Harker de Wynona, pero es mas bien como el aire que escapa al sentarse sobre un cojín grueso.
—A mí también, no se crea. Síganme, por favor.
Les guía a través de la cortina de bolas y de un pasillo hasta una habitación trasera con olor a sudor y a naftalina. Contiene: Un hombre pálido y contrahecho. Una silla de ruedas. Una tele de 30 pulgadas. Una película de vaqueros. La única luz procede de la pantalla, y el tiroteo en el OK Corral recorta sombras pronunciadas en el rostro del hombre.
—Papá. Han venido a verte.
El hombre de la silla no aparta la mirada de la televisión, donde Kirk Douglas le está explicando a Burt Lancaster que él no va a bodas, sólo a funerales.
—Papá —insiste Ladybug. Se agacha junto a él y le agarra de la mano izquierda. Se la acaricia despacio, con cariño.
El hombre aprieta la mano de su hija.
—Esto es todo lo que consigo de él en estos días —dice Ladybug—. Tuvo la embolia hace año y medio, y desde entonces se ha ido recuperando poco a poco. Muy poco a poco.
Los rostros de Antonia y Jon reflejan la desesperación que sienten. No es posible que hayan podido encontrar la pista más sólida hasta ahora sobre la identidad de Ezequiel… y quien la custodia sea prácticamente un vegetal.
Dios tiene un humor muy cruel, piensa Jon.
—¿Podemos intentar preguntarle? —dice Antonia.
Ladybug se lo piensa, mordisqueándose los labios pintados de negro. El piercing de su nariz se agita indignado durante el proceso.
—No se pierde nada por intentarlo, supongo. Pero es mejor que le hagan las preguntas a través de mí.
Antonia le pide que le muestre la fotografía.
Sin respuesta.
—¿Recuerda haber hecho ese tatuaje?
Sin respuesta.
—¿Recuerda a esas personas?
Sin respuesta.
Ni a ésa ni a ninguna de las siete preguntas siguientes.
—Es inútil —dice Ladybug—. Ni siquiera en los días buenos hace gran cosa más que señalar. No saben lo que es esto.
Jon se imagina que Antonia lo sabe.
Se imagina que sabe qué es vivir con alguien que era fuerte, que era cariñoso, que era cortés. Que hablaba, que soñaba, que bromeaba, que comía y que reía y cantaba. Que estaba vivo, y feliz, y que era una presencia permanente, un motivo de alegría para los que le rodeaban. Y que luego, en un instante, se convierte en otra cosa. En un recuerdo, una sombra que requiere atención constante, sin ofrecer nada a cambio más que dolor, frustración y obligaciones. Sin ser más que un agujero negro que absorbe, en su gravedad infinita, todos los recuerdos, la calidez y la dicha, sin dejar a cambio nada más que la satisfacción —vaga, intelectual— de un deber cumplido.
Antonia no dice nada.
Antonia sigue pensando. Tratando de encontrar la manera de rodear el obstáculo imposible. Hay un koan que a veces Mentor le repetía antes de sus sesiones de
(tortura)
entrenamiento.
¿Qué pasa si una fuerza imparable choca contra un objeto inamovible?
Como todos los koan, no tiene respuesta.
Pero eso no significa que dejemos de buscarla, piensa Antonia.
—¿Ha dicho que puede señalar? —le pregunta a Ladybug.
—Creo que será mejor que lo dejemos ya —dice la joven, poniéndose en pie.
Quiere que se marchen.
—Por favor. Es importante, escúchela —interviene Jon, y luego añade—, señora.
La joven gótica le mira con desconfianza, pero se vuelve hacia Antonia.
—Sí, a veces es capaz de señalar.
—Necesitamos saber qué pone en el escudo. Eso podría ser de ayuda.
Ladybug medita durante unos instantes. Luego va a por el muestrario de la entrada. Lo apoya en el suelo y extrae dos páginas.