Bruno espera a que salga el inspector.
Gutiérrez no sale, es otro el que llega. Se baja de un coche de la secreta, pero entre el chaleco antibalas y el aire de madero, lo de secreta vamos a dejarlo. Fuertote, cabeza rapada. Perillita. Bruno Lejarreta lo ha visto en algún sitio, está completamente seguro. Si tan sólo pudiera recordar…
De pronto su memoria hace clic, y todo encaja a la perfección. Como cuando tienes todas las piezas en el Tetris listas y cae la recta.
José Luis Parra, capitán de la Unidad de Secuestros y Extorsiones de la Policía Nacional. En el portal de Ramón Ortiz, el hombre más rico del mundo.
Ping, ping, ping, ping, el premio gordo.
Así es como se hace buen periodismo, piensa Bruno Lejarreta, sin dejar de hacer fotos. Nunca nadie se amó tanto ni tan intensamente como se ama Bruno ahora mismo.
Aguarda un par de minutos, esperando a que Parra o alguien emerja del portal, aunque no sale nadie.
Se baja de la moto, y va hacia el meollo. No tiene ningún plan, sólo quiere saber, necesita saber.
Entonces salen ellos. Todos a la vez. El inspector el primero, después la moza, Parra el último.
—Te has caído con todo el equipo, Gutiérrez —dice el capitán.
—Si pudieras sacarte un momento las orejas del culo y escucharme… Tienes que revisar el taxi. Al menos mira eso, ¿quieres?
—No tengo nada que escuchar. Te avisé que no te acercaras, te lo dije, ¿no? He sido compañero, incluso con un metepatas como tú.
—Muy compañero, sí —Gutiérrez se da la vuelta, le apunta con el dedo—. Con los de Asuntos Internos. Hay que ser cerdo y mala persona, Parra. Cerdo y mala persona.
—Disfruta de la suspensión permanente, inspector.
Gutiérrez se da la vuelta y le suelta una hostia, una hostia fina, de ganar la Champions. Con la mano abierta. Suena como un petardo dentro de una olla.
Parra ni la ve.
Bruno Lejarreta sí, y dentro de poco lo verá mucha más gente, porque lo está grabando todo con su móvil de alta definición desde detrás de una marquesina. Con publicidad de la competencia de Ortiz, qué ironía.
Ante semejante bofetón, otro hombre más débil se hubiera caído de culo. Otro hombre menos templado hubiera contestado a la agresión.
Parra —media cara roja como un carabinero a la plancha— se limita a encajar y sonreír, porque sabe que ha ganado.
Gutiérrez también lo sabe. Se marcha humillado.
Bruno duda de si seguirle, pero decide que no. Gutiérrez está acabado, aunque de rebote. Ahora es lo de menos. Porque él tiene un scoop, el scoop al alcance de la mano. La misma mano con la que saluda al inspector cuando pasa a su lado con el coche. Gutiérrez finge no verle.
El periodista le da a Parra un instante para serenarse —no quiere que el capitán le suelte a él la que no le ha dado al pronto ex inspector— y luego le aborda cuando ya se dirigía de vuelta a su coche, con el teléfono en la mano.
—Disculpe, capitán. Si es usted tan amable.
Parra se da la vuelta de golpe, tiene los ojos en llamas. Aún no se le ha pasado del todo la furia, y el periodista retrocede un paso. O dos. Levantando los brazos en actitud conciliadora.
—¿Quién coño es usted?
—Me llamo Bruno Lejarreta, capitán. Me parece que usted y yo tenemos mucho de qué hablar.
24
Un email
En su DNI pone Laura Martínez, pero no responde si la llamas así.
Desde que era una cría de diecisiete años no usa ese nombre, y de eso hace ya tres. Ahora es una mujer madura, una mujer con las ideas claras. Puede elegir cómo llamarse a sí misma, y así lo ha hecho.
Ladybug.
Se lo ha tatuado ella misma en el antebrazo derecho, con gran maestría. Necesitó un poco de ayuda de Espectro para sostener la plantilla, pero luego fue fácil. La mariquita cabalgando la filacteria en la que ha inscrito el nombre es uno de sus mejores trabajos, y está orgullosa de él. Una artista del tatuaje tiene que llevar en la piel el reclamo del negocio.
Hoy está cansada, lleva no uno, ni dos, sino tres TIB (Turistas Idiotas Borrachos) esta tarde en el estudio. Los tres vinieron juntos —la campana de la puerta de la entrada montó un escándalo— y querían un tatuaje en chino. Eligieron uno del muestrario.
—¿Qué significa?
—Libertad —dijo Ladybug, con el rostro perfectamente serio, y pidió el dinero por adelantado.
Los idiotas aullaron como perros maltratados cuando la aguja les tocó la piel, pero aguantaron gracias a esa mezcla estupenda que obtienes cuando empapas a un machito en alcohol delante de sus amigos. Los tres se marcharon con la palabra «alfombra mojada» tatuada en el hombro. El auténtico sinograma de «libertad» es mucho más feo, claro. Simple y esquemático, parece una cómoda y una ventana. Por eso no lo ha incluido en su muestrario.
Después de los TIB no viene nadie. Si descontamos a Espectro, que pasa a ver si hay suerte y logra meterse en sus bragas.
Ladybug se lo monta con él detrás del biombo durante un rato, por aburrimiento. Unos cuantos besos, y ahí va él, derecho a sus tetas. Le baja un poco la camiseta y juega con el pezón izquierdo por encima del sujetador. Se lo pone como una piedra, a juego con la erección que lleva él debajo de los vaqueros. Ella está a cien, le come un poco más la boca y le magrea por encima de la tela, pero de pronto se arrepiente. Siempre es lo mismo cuando se enrollan en la tienda. Ahí no pueden hacer nada, nada realmente satisfactorio para ella, al menos. No con su padre en la trastienda. Pasa de ponerse más cachonda para luego quedarse a medias, así que le corta el grifo a Espectro.
—Ya vale.
—Tía, no me puedes dejar así —dice él, apretando el bulto contra la entrepierna de ella.
—Pues claro que sí.
—Hazme una paja, por lo menos.
—Paso. Háztela tú. Mañana voy por tu casa y follamos.
Espectro se mosquea un poco, pero se aparta.
—Vente luego —dice él, apartándole un mechón verde de los ojos.
—Ya veremos —responde ella, saludándole con la mano cuando se marcha. Pero sabe que no irá, porque está hecha una mierda y le duele la barriga. Está a punto de venirle la regla, y esos días siempre está más cachonda, pero más irritable. Si va a casa de Espectro, le acabará de bajar en cuanto se acuesten.
Y entonces será Mordor.
Espectro se llama en realidad Raúl, pero cuando ella decidió que se iba a cambiar el nombre, él también lo hizo. Al principio le pareció algo romántico, pero se da cuenta de que Raúl no siente lo gótico de verdad. Se viste de negro y escucha 45 Grave, The Wake y Diva Destruction, pero sólo porque lo hace ella. Y Ladybug se aburre un poco. Se da cuenta —la madurez tiene estas cosas— de que está convirtiéndose en un cliché ambulante, de que acabará dejando a Espectro, por calzonazos. O peor aún, cumpliendo su mayor miedo: casarse con un liberal encorbatado, con un MBA y que vota a Ciudadanos. El mal absoluto.
Antes muerta.
Además, tiene que cuidar de su padre. Desde que le dio la embolia no ha podido atender el negocio, y se pasa las horas muertas en la trastienda, viendo películas viejas en la tele. Sólo puede mover el brazo izquierdo con soltura, pero le basta para cambiar de canal. Para todo lo demás, depende de su hija. Ladybug le hace la comida, le acuesta, le ducha y le da de comer sin una sola queja, ni por dentro ni por fuera. Siempre ha sido un buen padre. Ellos dos solos contra el mundo. Si el mundo quiere joderles, se llevará una buena sorpresa.
Además, está recuperándose, piensa Ladybug, con una sonrisa.
Es cierto. Va mejorando, dice el médico. Si no le da otro ataque en los próximos meses, quizás podría hasta hablar. Caminar va estar difícil, pero quizás hablar. Es joven, sólo tiene cuarenta y nueve años.
Quizás es todo lo que necesita Laura, perdón, Ladybug, para levantarse cada día sonriendo.
—Es mi puto padre. Calla o te rajo —amenaza, cuando Espectro pregunta si no se cansa de tener que cuidarle todos los días. Luego le aprieta los huevos, para que sepa que va en serio, que con su padre no se juega. Y después le da un beso, para que no se enfade.
Otro además: le encanta su trabajo. Hoy en día el dinero lo dan los TIB —es lo que tiene el tener el estudio en la calle Huertas—, que no aprecian su talento, pero de vez en cuando aparece un cliente de verdad. Alguien que cree en el Arte. Y entonces es precioso, y el mundo se hace un poco mejor cuando la piel desnuda se convierte en un lienzo para algo bello.
Toca ir recogiendo, hace clic en el comando que apaga el equipo. Si se da prisa quizás aún pueda pasarse por casa de Espectro, después de todo.
Está guardando sus cosas en el bolso, pero el ordenador no se cierra. Mail no ha permitido apagar el equipo. A ver qué pasa.
Un correo que se habrá quedado atascado en la bandeja. Y sí. Era uno que no había terminado de entrar, últimamente pasa mucho. De ayer por la tarde. Ladybug lo abre. Es un correo masivo, y está a punto de mandarlo a la papelera cuando algo se lo impide.
Contiene una petición extraña.
Identificar el tatuaje de un violador.
Baraja la posibilidad de que sea un invent, pero la dirección parece real, y quien hace la petición es una mujer. Así que hace clic en la foto. Como todas las mujeres que conoce, ha sufrido violencia sexual por parte de los tíos, en mayor o menor medida. Pero las cosas ya no son como antes. Ahora las hermanas estamos aquí las unas para las otras, se dice Ladybug.
La imagen no es muy clara, y sólo hay una parte del tatuaje, una parte pequeña, pero contiene algunos rasgos identificables. Es la parte inferior de un escudo, sin duda. Y a un lado, enroscada por debajo, lo que parece una serpiente…
No. Es otra cosa.
Tienes talento para las formas, Laura, le decía su padre cuando ella era niña y emborronaba sus primeros papeles. Clavaba a los personajes de Los Vengadores con figuras geométricas. Un cuadrado verde, un círculo azul, un triángulo rojo era todo lo que necesitaba para representar sus superhéroes, a una edad en la que los demás niños pintaban manos de ocho dedos que parecían arañas apisonadas. Su padre tenía razón. Leía las formas como otros leen un libro. Un talento que ha permanecido.
No es una serpiente lo que se arrastra por debajo del escudo.
Es una cola de rata.
Y cree haber visto antes esa cola de rata.
Su corazón se acelera, porque de pronto recuerda dónde la ha visto. Y siente alegría, cuando le da a responder al correo, pero también una punzada de malestar, aunque por otro motivo.
Mierda, me acaba de bajar la regla.
Parra
El capitán Parra es un hombre precavido.
Puede que se alegre de que Gutiérrez se haya puesto él solo la soga al cuello. Con la inesperada ayuda de su nuevo amigo, el periodista vasco ese. Menuda cara de viejo acabado que tiene. Pero oye, qué bien graba. El vídeo que le ha mostrado —menuda racha, inspector, primero la puta y ahora esto— le habrá acabado de poner el lazo a Gutiérrez, pero también le ha cargado a él con un plumilla a cuestas.
Por otro lado… Casi mejor.
La información tiene que salir, antes o después, y es preferible que alguien se lleve una exclusiva y le añada un poco de color a la historia. Un poco de heroísmo. El ángulo adecuado, el ángulo correcto. Luego todos los demás medios le seguirán. Hoy en día ya no piensan, se limitan a repetir lo que ha dicho el primero.
Y hablando de información.
Parra va en el coche, de vuelta a Jefatura, al teléfono con Sanjuán
—¿Qué cojones es eso de un taxi, que yo no me he enterado?
—No creía que fuera importante…
—Eso soy yo quien lo tiene que decidir, ¿no crees?
Sanjuán traga saliva. Parra casi puede verlo al otro lado de la línea, encogido como un perrillo asustado. Siempre temeroso de que le digas «mal hecho».
—Nos llegó un correo del CNI.
Parra se incorpora a la glorieta de Cuatro Caminos. Deja pasar al coche anterior, incluso indica con el intermitente mientras permanece en el interior de la rotonda —a pesar de no ser obligatorio—, porque es un conductor bien educado.
—¡Hostia puta! ¿El CNI?
—No sé cómo ni cuándo se han enterado de en qué andamos —continúa Sanjuán—. Decían que investigáramos la posibilidad de que hubiera un taxi robado con matrículas dobladas que hubiera participado en el secuestro.
—Te llegó un correo del CNI y pensaste que no era importante.
—Ha sido esta mañana, y ya sabes que hoy…
—Sanjuán, te juro por mi suegra, que en paz descanse pronto, que te reventaría la cabeza.
Mientras Sanjuán se toma un momento para lamerse las heridas y mirar al teléfono con cara de pena, Parra intenta atar cabos. Se ha cruzado antes con los del CNI, unos cabrones sin escrúpulos que van a lo suyo. Pero, si se encuentran con un trozo de comida en la mesa que no se van a comer, suelen dejar caer las migajas para que se alimenten los perros.