Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Cuando entra en el campo de visión de Antonia, ésta contiene un hipido de terror. Tiene un miedo cerval a las agujas. Le aterroriza el dolor en todas sus formas, pero las agujas están en lo más alto de su particular medallero olímpico del terror.

Tripanofobia, se llama. No es que importe.

Las increíbles capacidades de la mente de Antonia se disuelven ante la perspectiva del dolor.

La piel es el órgano más grande del cuerpo, aunque no pensemos en ella muy a menudo como tal, sino como una simple funda que protege a los órganos importantes. Son dos metros cuadrados cuajados de terminaciones nerviosas. Cien millones, receptor sensitivo arriba, receptor sensitivo abajo.

Si se ponen a gritar todos a la vez, estimulados por el estrés de la situación, pueden hacer mucho, mucho ruido.

En la cabina de observación —ya no están en la Universidad Complutense, sino en un lugar mucho más pequeño y secreto—, Mentor conversa con un octogenario pequeño, tembloroso, calvo y medio ciego, vestido con una chaqueta de cuadros escoceses. El viejo no tiene muy buen aspecto. Tiene, más bien, un pie en la tumba y otro en una piel de plátano.

Tampoco nos quedemos con su edad. Quizás sea el genio neuroquímico más grande de su generación. Su nombre sonaría entre los candidatos al Nobel si no estuviera un tanto desequilibrado.

—No crea que acabo de sentirme cómodo con esto, doctor Nuno.

El médico apoya en el cristal una mano sembrada de venas varicosas que parece una tormenta de rayos púrpura. Tamborilea con los dedos —sus uñas, largas y duras, producen un repiqueteo desagradable— y observa cómo la mujer introduce la jeringuilla en el brazo de Antonia.

—Ella ha firmado los papeles, ¿no? Además, tiene que ser así. El miedo y la ansiedad del sujeto disparan la producción de norepinefrina en la médula suprarrenal. Eso ayudará a que el compuesto sea más efectivo.

A través del interfono se oyen los gritos de Antonia, y Mentor lo desconecta.

—Por supuesto, estamos matando moscas a cañonazos. Una sola gota del compuesto inyectada directamente en el hipotálamo sería suficiente. Pero dado que el sujeto tendría que estar despierto y que el más leve error en la introducción de la aguja lo mataría, no lo contemplamos como opción. Sobre todo con un sujeto tan poco colaborativo.

Frente a ellos, Antonia se sigue retorciendo, sacudiendo las piernas, intentando liberarse. La mujer ha concluido con la primera jeringuilla, y saca una segunda.

El pataleo se intensifica.

—¿Está completamente convencido de que el procedimiento es seguro? —dice Mentor, apartando la mirada.

Se diría que después de haber realizado esta intervención en una docena de países y de haber dado un centenar de explicaciones, Nuno estaría harto. Muy al contrario, toma aire y lo suelta de carrerilla.

—El compuesto de mi invención es la culminación de una vida dedicada a la neuroquímica.

He aquí a un hombre enamorado de su propia voz, piensa Mentor, que enseguida reconoce —y detesta— a los de su misma especie.

—No volverá más inteligente al sujeto —continúa el doctor Nuno—. Nada puede hacer eso. Pero puede modificar ligeramente el comportamiento del hipotálamo, de forma que éste genere una mayor cantidad de histamina. De forma, digamos, permanente.

—Y, ¿para que yo lo entienda?

Mentor ya sabe lo que hace el compuesto del doctor Nuno, porque ha leído el informe de casi trescientas páginas, pero lo único que desea es que el viejo siga hablando para que lo distraiga de lo que está a su espalda.

—La histamina adicional le permite al sujeto estar en un estado de alerta permanente. Sus capacidades cognitivas se ven potenciadas. Su atención, su percepción, su capacidad de resolución de problemas y su memoria estarán siempre al máximo. Simple y llanamente.

—Simple y llanamente —repite Mentor, sombrío.

Se da la vuelta. En la habitación, la mujer ha concluido con las agujas. Los dos hombres sueltan a Antonia y se retiran. Antonia no es consciente de lo que está ocurriendo. De hecho apenas recordará el abuso que se ha cometido con su cuerpo y su libertad. Quizás en el futuro lleguen retazos, imágenes. Por ahora, se limita a permanecer en el suelo, con los brazos encogidos, la mirada perdida y una pierna sacudiéndose lenta y espasmódicamente.

—Pero teniendo en cuenta la particular inteligencia del sujeto y la enorme cantidad de norepinefrina que parece que ha producido ante tal estrés, los resultados podrían verse modificados —dice el médico, tamborileando nuevamente sobre el cristal con las uñas—. Serán sin duda… interesantes.

—¿Ya hemos concluido? —pregunta Mentor, ansioso por volver a casa.

Nuno se ajusta las gafas sobre el puente de la nariz y esboza una sonrisa llena de ausencias. De su maletín extrae un sobre de papel manila que le tiende a Mentor.

—Yo, sí. Usted, querido señor, acaba de empezar.

Mentor abre el sobre. En su interior hay una carpeta de anillas. A medida que hojea la información contenida ahí, su rostro va perdiendo color.

—Esto… ¿es necesario?

El doctor Nuno vuelve a sonreír.

Mentor desearía que dejara de hacerlo.

—Si quiere tener éxito, es el único camino.

21
Una respuesta clara

Jon mira a Antonia fijamente.

—¿No puedes contármelo o no quieres contármelo? Antonia aparta la vista.

No va a hablarle de los retazos de memoria. De las imágenes que aún vienen al anochecer. —No puedo. Y no quiero.

Lo que hicieron después

La sala de pruebas ha cambiado.

Ahora es más grande. La silla está anclada al suelo con tornillos de doce centímetros. Del techo cuelgan cintas de nailon negro. La más ancha está destinada a la cintura. Las otras cuatro, a las muñecas y los tobillos. Cada una de estas tiene incorporado un electrodo en el extremo, al final de los velcros de sujeción. Ese electrodo puede soltar descargas de treinta voltios.

Hoy toca cintas.

A Antonia no le importan los electrodos. Tampoco es que recuerde gran cosa de las sesiones de entrenamiento. Cuando comienzan, se sienta a la mesa. Hay un vaso de agua y dos cápsulas frente a ella. La roja la toma al principio, junto con la mitad del contenido del vaso. La azul la toma al concluir. Es la que se lleva los recuerdos.

El recuerdo, por ejemplo, de que un minuto después de tomar la cápsula, dos hombres vestidos con monos azules la cuelgan de las cintas, cabeza abajo.

La voz de Mentor resuena por los altavoces.

—¿Cómo era tu rostro antes de nacer?

Antonia respira hondo y cierra los ojos. Intenta limpiar su mente de ruido, acallar los monos que saltan de un lado a otro. Poco a poco, a medida que la droga va a haciendo efecto, obtiene algo parecido al silencio.

En esa creciente oscuridad, se concentra en el koan. La pregunta irresoluble que los maestros zen hacían a sus discípulos hace siglos, y que Mentor le hace ahora antes de cada sesión.

Y en el silencio encuentra cómo era su rostro antes de nacer.

Abre los ojos.

La sesión comienza.

Una imagen aparece frente a ella en la pantalla. Seis sujetos en fila, mirando hacia la cámara. La imagen permanece menos de un segundo en el monitor.

—¿Quién llevaba el pañuelo al cuello?

—El número tres.

—¿Quién era la mujer más alta?

—La número seis.

—¿De qué color era el pañuelo del número dos?

—Rojo. —Cae en la trampa Antonia, antes de comprender que el número dos no llevaba pañuelo. La descarga le atenaza manos y pies y le transforma el diafragma en una pandereta.

Las cintas ascienden hasta que la espalda y los talones de Antonia casi rozan el techo.

Una nueva imagen aparece en la pantalla. Esta vez son números. Seis líneas de once cifras cada una.

El cronómetro se activa bajo la pantalla, al tiempo que los números desaparecen. Antonia comienza a repetirlos, lo más deprisa que puede.

El cronómetro se para.

06.157.

—Ni un solo fallo. Bien.

Las cintas descienden veinte centímetros.

Las normas son claras. Una respuesta correcta, veinte centímetros. Si tocas el suelo, el entrenamiento termina. Si fallas, si no contestas suficientemente deprisa, recibes una descarga y asciendes hasta el techo, perdiendo todo el progreso.

—Cuantos más das, más dejas atrás.

Pasos.

Antonia sonríe. El sudor que le cae de la frente nubla sus ojos.

Ya sólo quedan dos metros y medio hasta el suelo.

No es una sonrisa feliz.

22
Un profeta

Jon siente una pena enorme, quiere ofrecer consuelo por las noches eternas, por el frío y la soledad y el dolor que percibe dentro de ella. Quiere adelantar la mano, quiere abrazarla. No hace nada, porque siente que, de alguna forma, sería peor.

—Vamos a trabajar —zanja Antonia.

—Una cosa más. Antes me dijiste que algo había cambiado. Que ya no es suficiente con ver a tu hijo una vez al mes, y desde un balcón. ¿Por qué?

—Laura Trueba.

Jon lo comprende. La escrupulosa, aséptica declaración de la presidenta del banco, había sido un mazazo para los dos. No le extraña en absoluto que Antonia quisiera ir cuanto antes a ver a su hijo.

—Una zorra fría y sin corazón.

—No lo sé. Quizás. Sé que no entiendo lo que ha hecho. No sé qué es lo que le pidió Ezequiel que haya sido incapaz de entregarle. Pero es importante que intentemos acercarnos.

El inspector Gutiérrez se queda pensativo un momento.

—Esa frase que dijo… los hijos no deben pagar los pecados de los padres. Búscala en tu iPad. Es de la Biblia.

Antonia teclea un momento y le muestra el resultado.

El que peque merece la muerte. Ningún hijo pagará por el pecado de su padre, ni tampoco ningún padre pagará por el pecado de su hijo. ¿Acaso me es placentero que el malvado muera? Quiero que se aparte de su maldad y que viva.

—Ezequiel, capítulo dieciocho —dice Antonia—. Tenías razón.

—Como diría el Capitán Musculitos, «vamos a presuponer que Ezequiel es un seudónimo». Nuestro asesino ha tomado el nombre de un profeta.

Antonia se pone en pie y se apoya en la pared.

—A ver, catequista, para que lo entienda una atea. ¿Quién era este señor con barba? Porque supongo que tenía barba.

—Todos tenían barba, bonita. Ezequiel era un sacerdote judío en la época en la que los judíos estaban cautivos en Babilonia. El pueblo era preso de un poder opresor y tiránico. Y Jeremías habló de la justicia en tiempos difíciles. Que cada uno pague sus propias culpas, es lo que significa.

—No soy teóloga, pero creo que nuestro hombre lo está entendiendo al revés.

—Tenemos un hijo secuestrado, una petición imposible, y la frase «que los hijos no paguen los pecados de los padres».

—Me pregunto qué clase de pecados puede haber cometido la presidenta de un banco —dice Antonia.

—Pues no se me ocurre ninguno.

Antonia le mira con extrañeza.

—Estaba utilizando el sarcasmo.

—Se te da igual de bien que la teología —dice Jon, conteniendo las ganas de reír.

—Entonces el secuestro está motivado por un chantaje —continúa Antonia—. Ezequiel secuestró a Álvaro Trueba, le dijo a su madre que para liberarlo tenía que hacer algo. Ella se negó. No hubo más negociaciones, ni presión, ni llamadas.

—Y ahora le ha pedido algo parecido a Ramón Ortiz. Algo que no apela a su condición de padre, sino de empresario.

—Y que Ortiz se ha negado a revelarnos. ¿Por qué?

—Quizás para que no le juzguemos.

—Ya has visto lo que le ha importado nuestro juicio a Laura Trueba. No. Si no hay un sitio de entrega, si no va a haber llamadas… ¿cómo va a recibir el pago del rescate?

—Tiene que ser algo que él sepa que Ortiz ha hecho. Una declaración pública.

Es lo único que cuadra, piensa Jon.

—Por eso Ortiz ha insistido tanto en el secreto absoluto. Y también Trueba. Porque si esto saliese a la luz…

Jon se rasca el pelo.

—Antonia, tenías razón. La noche en la que estuvimos con Ortiz. Dijiste que su comportamiento no era normal. Que tenía miedo, un miedo que no entendías, un miedo que no era por su hija. Ahora ya sabemos de qué tenía miedo.

Antonia asiente, despacio.

—Nos tenía miedo a nosotros.

Jon mira el reloj.

—A Carla Ortiz no le queda mucho.

—Cuarenta horas y media —responde Antonia.

Dos mil cuatrocientos treinta y seis minutos. Tiempo suficiente para que su corazón lata ciento setenta mil veces más antes de que Ezequiel lo haga detenerse, como castigo por los pecados de su padre.

—Pues pongámonos en marcha —dice Jon, poniéndose en pie.

No queda otra solución y los dos lo saben.

Sin pistas, con todos los caminos agotados, el único lugar del que pueden extraer alguna información es el único lugar al que les han prohibido ir.

23
Un padre

Hay dos guardaespaldas en el portal de Ramón Ortiz.