Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Por muy corporativo que sea… ¿Rojo después de perder a un hijo?, se extraña Jon.

Con su pañuelo al cuello, una sola vuelta. Una concesión elegante a la coquetería, tapa así las arrugas del cuello que traicionan su edad. El único signo de debilidad en una apariencia estudiada al milímetro y ensayada hasta la extenuación.

—Buenos días. Les ruego por favor que se sienten —dice, saliendo desde detrás de su mesa y guiándoles hasta una zona con sofás y una mesita baja, presidida por un retrato de ella y de su marido. Para llegar hay que hacer transbordo.

—¿Los señores tomarán café, infusión? —pregunta, educada, la secretaria.

—Los señores se marcharán enseguida —responde su jefa, cortando en seco la petición de uno doble que Jon ya había empezado a formular.

Aún llora por el que Bruno Lejarreta le arruinó por la mañana en el hotel. Una presencia tóxica. Una presencia de la que no le ha hablado a Antonia aún. Pero no sabe cómo abordar el tema, así que decide esperar.

Quizás no sea nada.

Famosas últimas palabras.

Nada de café.

La secretaria ha captado a la perfección el tono en la voz de su jefa y les deja solos.

Salvo que no me lo creo. Todo este numerito del café estaba preparado, piensa Jon. Pero ¿por qué?

—Quiero que sepan —dice Laura Trueba, cuando la puerta se cierra tras la secretaria y se quedan los tres solos— que me he visto obligada a esta reunión. En estos momentos me gustaría estar sola.

—Nos hacemos cargo, señora Trueba. Sabemos que está pasando por un momento terrible. Pero supongo que también querrá que se haga justicia para su hijo.

—No veo de qué va a servir eso ahora —responde ella, cortante—. Sé que es su trabajo y su obligación. Pero también sabrán que sus jefes y yo hemos llegado a ciertos… acuerdos.

—Por el bien del banco, cualquier cosa —dice Antonia—. ¿Verdad?

Jon, sentado al lado de Antonia, no puede darle la preceptiva patada por debajo de la mesa. Pero ahora mismo le gustaría. A Laura Trueba parece que también. Ha aguantado el puyazo muy envarada, pero su cara lo ha registrado.

—¿Es usted madre, señora Scott?

Antonia se toma su tiempo en responder.

—Sí. Sí que lo soy.

—Entonces usted podrá valorar mejor que nadie el sacrificio que tengo que hacer. Todo esto —dice, señalando a su alrededor— y esto de aquí —continúa, dando un golpe de tacón en el suelo. Resuena sobre el parquet como un disparo—. Todo esto, tan sólido aparentemente, no es nada. Quítennos todas nuestras oficinas mañana, demuelan nuestras sedes. El banco seguiría intacto. Porque el banco, señores, es una idea.

—Una idea que proteger a toda costa —insiste Antonia.

—No espero que me entiendan, ni mucho menos que no me juzguen. Ustedes ya lo han hecho en cuanto han entrado en el despacho. Están juzgando a una madre, pero una mujer en mi posición es muchas cosas. Al niño ya lo he perdido. Ahora la presidenta del banco se encarga de evitar más daños.

—No es usted la única que ha perdido a su hijo, señora Trueba. Carla Ortiz desapareció hace dos noches —dice Jon.

La noticia cae en Laura Trueba como una piedra en el centro de un lago. Se expande por su rostro y termina en su mano izquierda, que tiembla un instante, de forma visible, mientras se la lleva a la boca para ahogar una exclamación.

—No puede ser.

—Me temo que sí.

—¿La misma… persona?

—Eso es lo que necesitamos que nos ayude a averiguar. Sabemos que usted intenta evitar el escándalo por encima de todo, pero ahora hay otra vida en juego. Una que estamos a tiempo de salvar.

Laura Trueba se levanta, y se aparta de ellos, dirigiéndose a la ventana. Cristal de suelo a techo, doce metros de lado a lado, tiene dónde escoger. Se queda allí parada durante largos minutos, con los brazos cruzados. Las vistas, increíbles, conducen de tejado en tejado hasta insinuar, en la lejanía, el Palacio Real y el parque del Oeste. Pero la banquera está perdida en su propio paisaje interior, mucho más cerrado. Sembrado de espinas y recovecos.

Cuando vuelve a su lado, tiene los ojos enrojecidos, pero secos. Querer llorar y poder hacerlo son cosas distintas.

—Lo que voy a contarles es estrictamente confidencial. No podrán repetirlo, ni emplearlo de forma pública. ¿Está claro?

—Sí, señora —dice Jon.

Trueba se vuelve a Antonia. Ésta asiente, despacio.

—No sé si lo sabe, pero nosotros ni siquiera existimos.

—Si incumplen este trato, lo lamentarán —avisa Trueba, con una voz tan fría que se podría patinar encima.

A Jon no le cabe la menor duda de que tener a esa mujer como enemiga es la peor idea posible.

—El niño desapareció por la tarde. Nosotros no lo sabíamos, nos enteramos por la llamada de teléfono que hizo el secuestrador. Otra persona atendió el teléfono. Cuando yo me puse, el… ese hombre se identificó como Ezequiel.

Jon y Antonia se incorporan en el asiento al mismo tiempo. Se miran. Laura Trueba cierra los ojos y aprieta los labios. Ha descifrado el significado de esa mirada.

—Me dijo que tenía al niño y después me hizo una exigencia imposible.

El inspector Gutiérrez reprime la tentación de volver a mirar a Antonia. Ambos tienen la pregunta en la punta de la lengua y están esperando a que el otro la haga. Finalmente es Jon el que da el paso.

—Con todo el respeto, señora, pero ¿qué le pidió que usted no le pudiera dar?

Laura Trueba, la mujer más poderosa de España, presidenta del banco más grande de Europa, respira hondo, aparta la vista y permanece en silencio. Un silencio que rezuma tanta culpa que es casi visible.

—Necesitamos conocer las motivaciones del asesino, señora.

—Pregúntenle a Ramón Ortiz, entonces. ¿Les ha dicho acaso él lo que le ha pedido Ezequiel?

Ahora son Antonia y Jon los que se callan.

—Eso suponía.

Jon oye varios sentimientos llamando a la puerta: confusión, rabia, tristeza. La cierra con llave, doble vuelta, y se la echa al bolsillo. Debe continuar. Encontrar cualquier indicio, por pequeño que sea.

—Debe haber algo más que nos pueda contar.

—Poca cosa. Después de hacer su exigencia imposible, me dijo que tenía cinco días para cumplirla. Luego añadió: los hijos no deben pagar los pecados de los padres. Y colgó.

—¿Y después? ¿No volvió a ponerse en contacto con ustedes?

La mujer mira al suelo.

—Lo siguiente que supimos fue que se había encontrado el cadáver.

Jon y Antonia intercambian una mirada. No son buenas noticias. El contacto entre el secuestrador y la familia de la víctima es esencial. Ese hilo invisible es una de las mejores armas de la policía para dar con los malos.

—Durante ese tiempo, ¿nada?

Trueba se ríe. Una carcajada seca, amarga, indigna de tal nombre.

—Noches en vela, mirando el reloj, mirando el teléfono. Angustia absoluta, culpa y dolor. Que no cesan ni van a cesar nunca. Llámelo nada. Yo lo llamaré infierno, si le parece bien.

—Lo lamento mucho.

—Hay decisiones que no se pueden tomar. Elecciones que nadie debería verse obligado a hacer. Ahora váyanse, por favor.

Jon se pone en pie. Antonia no. Jon le roza suavemente el hombro, y ella por fin reacciona. Laura Trueba sigue en la silla, inmóvil, con la mirada perdida, cuando sus visitantes se encaminan hacia la puerta.

—Inspector —llama.

—Señora.

—¿Va usted armado?

—Sí, señora.

—Si le mete una bala en la cabeza a ese hijo de la gran puta, ni a usted ni a nadie de su familia les faltará nunca de nada.

Espera a que se hayan ido para permitirse llorar.

No lo consigue.

Parra

El capitán Parra está agotado.

El operativo en la escena del crimen del Centro Hípico fue extenuante. Han llegado, además, peticiones de entrevistas de varios medios de comunicación. Periodistas que reconocieron al heroico líder de la Unidad de Secuestros y Extorsiones de la Policía Nacional en las fotos que algunas personalidades del mundo del famoseo y de la equitación subieron a su Instagram y a su Twitter, y quieren saber qué se cuece.

Parra, por supuesto, no ha contestado. Debe dar la apariencia de hombre ocupado, de que su atención está centrada como un láser de alta potencia en el caso. Y lo está, pero, como la mujer del César, no sólo hay que ser bueno, hay que parecerlo.

Para cuando llegue el momento de que se enteren de lo que pasa. De la forma adecuada, piensa. Se precia de ser un estratega, un maestro titiritero.

El capitán no ha dormido casi nada. Llegó tarde a casa, se acostó al lado de una esposa que apenas se movió. Son ya diez años de matrimonio, acostándose a las mil, y su cuerpo ya no hace ondas en el colchón. Se ha levantado antes de que nadie de su familia abriese el ojo, ha comprobado que los niños duermen en paz —bendito silencio de la madrugada—. El alba le encuentra en su despacho de la segunda planta de la Jefatura Superior de Policía. Un lugar color salmón triste.

Hace inventario. No son muchos pero hay indicios.

Tengo las vallas de obra, piensa.

Tan pronto como la empresa murciana que las ha fabricado abra al público dentro de unos minutos les pedirán el nombre del cliente que las fabricó. Parra ya ha llamado personalmente varias veces, pero no hay nadie aún.

Tengo la fotografía del sospechoso a la fuga que captaron el marica y la idiota de la Interpol.

En la que no se ve absolutamente nada, más que un hombre que podría ser cualquiera y tener cualquier edad. Y que no pueden hacer pública, por las especiales circunstancias del caso.

Tengo la autopsia del chófer.

Que le ha dejado sin su principal sospechoso, y cuyo informe preliminar lo único que indica es que el asesino es diestro y que el arma homicida es un cuchillo de unos doce centímetros de hoja, extremadamente afilado.

No tengo una mierda, piensa Parra.

Pero el secuestrador de Carla Ortiz volverá a llamar.

Esa mujer vale un pastón.

De hecho, se pregunta cuánto. El rescate más caro de la historia de España es el de Revilla, mil millones de pesetas, unos catorce millones de euros de hoy. Ni se acerca al rescate más alto de la historia moderna, los sesenta millones de dólares que pagó el padre de Jorge y Juan Born por su liberación en 1974.

Parra muerde el capuchón del boli —ha dejado de fumar hace poco, vicio caro— y se estira hacia atrás en la silla, mientras recuerda los detalles de aquel secuestro. Un grupo terrorista, los montoneros, cortaron la calle principal de Buenos Aires, la avenida Libertador, haciéndose pasar por obreros que reparaban una tubería de gas. Cuando pasó el coche de los Born, los terroristas lo acribillaron a balazos y se llevaron a los dos hermanos. El padre —la primera fortuna del país, comerciante de grano— se negó a pagar durante nueve meses, hasta que Jorge Born le convenció de que abriera las arcas. Nunca se recuperaron.

Aquellos sesenta millones de dólares serían hoy doscientos cincuenta millones de euros. Pero el padre de Carla Ortiz puede pagar eso y más. Puede pagar mil millones, dos mil millones. Lo que le pidan. Será el rapto más sonado de la historia, piensa Parra. Y será largo, porque los secuestradores pedirán mucho, y el padre puede pagarlo, pero hace falta tiempo para reunir todo ese dinero en efectivo.

Volverán a llamar. Y entonces les cogeremos.

Tengo los teléfonos de Ortiz pinchados. Sus comunicaciones están intervenidas. Antes o después

Satisfecho, Parra cierra los ojos. Sólo tiene que esperar a que llamen. Porque al final, todos llaman.

¿Quién desaprovecharía la oportunidad de trincar tanta pasta?

19
Una valla

Ninguno de los dos dice nada.

Cuando llegan al coche, Antonia se limita a programar una dirección en el GPS y luego mira por la ventana. Jon sabe que ella está a punto de echarse a llorar, porque él mismo lo está.

No pregunta dónde van. Se limita a conducir.

Están cerca. Ocho minutos más tarde, llegan a la puerta de un colegio. En la entrada, una bandera británica.

Antonia baja del coche. Luego golpea en la ventanilla.

—¿Vienes?

La puerta está cerrada, pero tan pronto se acercan, un zumbido les facilita la entrada. En recepción, una persona saluda a Antonia. La sonrisa es cauta.

—Están en el patio —le dice, en inglés—. Acaban de salir.

—Gracias, Megan —responde Antonia, en el mismo idioma—. Iré donde siempre.

Antonia guía a Jon por los pasillos hasta el segundo piso. Un ventanal se abre sobre el patio. Antonia abre ambas hojas y se acoda sobre el alféizar. A su lado hay un hueco que Jon no sabe si llenar. Al final decide aproximarse. Piensa, y con razón, que de lo contrario no le habría invitado a acompañarla.