Para sus adentros, claro.
Por fuera da órdenes, gesticulando, como el hombre de acción que es.
13
Un aceite
Mentor les ha dejado en recepción las llaves de otro Audi A8, casi idéntico al primero, salvo que el nuevo es azul marino en lugar de negro. Ha tenido incluso la gentileza de dejar una nota manuscrita en el salpicadero.
Sean tan amables de no siniestrar éste.
M.
lee Jon en voz alta, y le pasa el papel a su compañera. Antonia hace una pelota con él y lo arroja al asiento de atrás.
—Tenías que dejarme conducir —dice ella.
—No, muchas gracias.
—¿Ahora estás de su parte?
—Estoy de parte de mi salud. ¿Dónde vamos?
—Volvemos a La Finca.
—Sospecho que ahí está el primer hilo del que quieres tirar.
—Dime, ¿por qué crees que dejó allí el cadáver? Podría haber abandonado a Álvaro Trueba en un descampado. Pero no, lo dejó en una de las casas de la familia, y no en cualquiera. Tienen más de una docena, Ezequiel tiene dónde elegir. Lo dejó en la casa que poseen en la urbanización supuestamente más segura de España.
Jon asiente, despacio, mientras disfruta de la maravilla que es conducir por la Gran Vía. Siempre en obras. Siempre en hora punta. Calcula que a esa velocidad alcanzarán la plaza de Cibeles dentro de dos jueves.
—Y no lo dejó de cualquier manera. Se tomó muchas molestias para preparar el cuerpo y el resto de los elementos de la escena. Quería mandarnos un mensaje.
—No, a nosotros no. Nosotros no le importamos.
—Entonces ¿para quién?
—No lo sé —dice Antonia, frustrada, tras meditar la respuesta un buen rato—. Eso es lo que me confunde. Si fuera un asesino en serie, obtendría placer de lo que hace, y también de que todo el mundo supiera lo que hace. Si fuera un secuestrador, querría dinero, no dejaría un mensaje. Si el asunto fuera específicamente en contra de la familia Trueba…
—No habría dejado una escena del crimen tan elaborada —completa Jon—. Ni se habría llevado a Carla Ortiz.
—Y luego están las connotaciones religiosas. Toda la escena del crimen evocaba al salmo veintitrés.
Jon da un salto en el asiento al oír eso.
—Pues claro… «Unges mi cabeza con aceite y mi copa rebosa.» ¿Cómo no me di cuenta antes?
—No te hacía yo muy religioso, inspector —se sorprende Antonia
—Muchos años de catequista, bonita. Se te quedan cosas, además del Yo tengo un amigo que me ama.
Lo del amigo y lo del amor era cierto, literalmente. Jon se metió en catequesis en el instituto por el mismo motivo que otros se apuntan a teatro en la universidad. Pero una vez dentro, descubrió que había mucha paz en todo lo que escuchaba y aprendía como homosexual. No terminaba de creer en una Iglesia que no podía creer en él, pero le daba un poco igual, porque estaba convencido de que Jesús no creía en su propia Iglesia.
Antonia, por supuesto, es una firme creyente en el ateísmo. Que es otra forma de religión, sólo que más barata.
—Mientras dormíamos, la doctora Aguado me mandó un email con la composición del aceite que había en la cabeza de Álvaro Trueba —dice Antonia, abriendo el correo en el iPad—. Es aceite de oliva aromatizado con mirra. Ha estado investigando y al parecer es algo llamado «Aceite de la unción santa».
—Extremaunción. Los sacerdotes ponen un poco en la frente y en las manos de los moribundos.
—¿Y qué se supone que hace eso?
—Prepararlo para el encuentro con Dios. Es como engrasar al camello para que entre por el ojo de la aguja.
Ambos intentan no pensar en los últimos momentos de Álvaro y en lo que tuvo que sufrir. Sin éxito.
—Al menos si ese aceite es difícil de encontrar, quizás nos sirva para rastrear a Ezequiel —apunta Jon, optimista.
—No, ya lo he buscado. Se puede conseguir en Internet por menos de cinco euros. Si hasta lo venden en El Corte Inglés. Por no mencionar en cada tienda esotérica de Madrid.
—¿Hay mercado para aceite de muertos?
—Se usa en rollos de aromaterapia y otros disparates.
A Jon no deja de asombrarle la naturaleza humana, sobre todo la suya propia. Siempre que encuentra que ahí fuera hay un universo completo que él nunca habría imaginado que existiese, se sorprende. Cuánto chiflado, piensa. Hay gente para todo. Y luego se sorprende de su propia sorpresa.
—Entonces ¿crees que estamos ante un fanático religioso?
—Sinceramente, espero que no. Me costaría mucho más comprenderlo.
El peso del mundo recae sobre los hombros de Antonia Scott. Su rostro está ensombrecido, de sus ojos cuelgan sendas hamacas violáceas. Se ha tomado como algo personal atrapar a Ezequiel y rescatar a Carla Ortiz. Lo cual suele ser siempre una receta para el desastre. Pero avisárselo no tiene utilidad alguna. Así que en lugar de ello, Jon dice:
—No estás sola en esto, ¿sabes?
Jon reprime la tentación de darle dos palmadas en el hombro, y las cambia por un par de palmadas en el asiento, lo bastante cerca del hombro para que se entienda la intención.
Y, quién lo habría imaginado, Antonia sonríe.
—Gracias.
Una palabra amable. ¿Nunca acabarán los milagros?
Va callada durante los minutos —bastantes— que tardan en salir del centro de la ciudad y alcanzar la M-40. A medio camino de La Finca.
—No, no creo que sea un fanático religioso —dice Antonia, al cabo de un rato—. En este caso los elementos religiosos son sólo un aderezo. Un barniz de última hora.
—Con lo cual seguimos sin tener un porqué.
—No es eso por lo que volvemos a la escena del crimen. Aquí venimos a por el cómo. ¿Cómo logró entrar Ezequiel?
—De acuerdo. Éste es tu primer hilo. ¿Y cuál es el segundo? ¿Cómo llegamos al porqué?
—Te va a parecer una locura.
—Sorpréndeme.
Y Antonia se lo dice.
Y sí, es una locura.
Carla
Sandra no responde.
Carla insiste, la llama en repetidas ocasiones —sólo cuando está segura de que el peligro ha pasado—. Pero Sandra no responde. Está sola.
Olvida a esa mujer.
Preocúpate por sobrevivir tú.
La voz le habla, pero ha perdido parte de su fuerza, de su imperativo. De algún modo, el saber que no está sola, que hay alguien más al otro lado de ese muro, ha cambiado las cosas.
Pero Sandra no responde.
Pasan horas, o quizás años.
Carla duerme, se despierta. Vuelve a dormir. Revolotea alrededor del sueño como una polilla cerca de una vela. Cada instante en el que cede a la pesadez en los párpados y se deja llevar por la corriente, es una bendición envenenada. Porque luego, meses o minutos después, Carla despierta. Y a la breve sensación de paz, sucede enseguida la espantosa claridad de su situación. La peor situación.
En uno de esos intervalos, Carla cree escuchar la trampilla abriéndose. Cuando palpa cerca de la puerta, encuentra otra botella de agua y una chocolatina. Bebe un poco, orina en la esquina del sumidero, pero no quiere comer. No tiene hambre, su estómago sigue invadido por la sensación ácida, su boca aún poblada por el amargo sabor a hierro.
Hay algo más.
Tiene miedo a que le hayan puesto algo a la chocolatina.
Tienes que comer.
Puede estar envenenada.
Te tiene a su merced. Puede
matarte cuando quiera. Si no
comes, si no conservas tus fuerzas,
no tendrás ninguna oportunidad.
La voz ha vuelto a ganar poder y presencia, ocupando el hueco que ha dejado el silencio de Sandra. Ahora puede escucharla más fuerte que antes, no sólo en el interior de su cabeza, sino en el aire rancio a su alrededor.
Carla arranca el papel de la chocolatina y pega un bocado, intentando contentar a la voz. Ahora ya no suena con el timbre de su madre. Es distinta. Más joven. Más nítida.
Más implacable.
—¿Quién eres? —le susurra a la voz.
Ya lo sabes.
—No, no lo sé.
La voz no ofrece más respuestas.
Carla come un poco más. El azúcar y los frutos secos equilibran sus niveles de glucosa, le devuelven a su cuerpo agotado algo de su energía.
Tienes que encontrar algo que
hacer. O te volverás loca.
Y eso lo dice una voz dentro de mi cabeza, piensa Carla.
Pero la voz tiene razón. Así que se dedica a explorar su entorno. Esta vez con mayor detenimiento. Estudia los detalles de su celda, palpando con atención el suelo y las paredes.
A los lados no encuentra gran cosa, sólo cemento desnudo.
La pared contraria a la puerta de metal, sin embargo, está recubierta de pequeñas baldosas cuadradas, de unos diez centímetros de lado. En la esquina del sumidero, la última de ellas está un poco suelta. Asoma unos cuantos milímetros, y cede ligeramente, con un crujido suave y arenoso, cuando la tocas.
Si pudiera introducir los dedos entre la baldosa y la lechada, quizás podría soltarla.
¿Y de qué serviría?
De nada, piensa Carla, sintiendo de nuevo el tirón inmisericorde de la desesperación.
14
Una bolsa de papel
El recibimiento en La Finca no es muy caluroso.
No hay bailarinas, ni confeti, ni alfombra roja.
Jon Gutiérrez nunca ha sido partidario de fomentar la tradicional rivalidad entre guardias de seguridad y policías. Su película es vivir cien años, y por lo tanto vive y deja vivir. Ellos en su curro, él en el suyo. No es lo habitual. Cuando eres policía y te dejas la piel, el resuello y el alma en el zeta, de una llamada a la siguiente por cuatro duros, lo de mirar por encima del hombro pasa. Es la naturaleza humana, despreciar al de abajo y odiar al de arriba hasta que subes un escalón y el ciclo empieza de nuevo.
Los de seguridad, igual de resabiados, y poco informados de que el inspector Jon Gutiérrez es de naturaleza tierna y receptiva, por mucho que lo desmienta su aspecto robusto y su porte amenazador, no van a colaborar esta noche.
Jon aparca el Audi al lado de la garita. Bajan. Los vigilantes están junto a la barrera. Fumando con una mano y con la otra en la presilla del cinturón. Posición Clásica número 1, se la enseñarían el primer día de clase si fueran a clase.
—¿En qué puedo ayudarles?
Traducción: ¿Qué cojones queréis?
—Buenas noches. Soy el inspector Gutiérrez, de la Policía Nacional. Ésta es mi compañera. Estuvimos aquí hace dos noches, no sé si me recordarán.
—Hace dos noches me tocaba librar.
Mentira, por supuesto, porque a pesar de la oscuridad, Jon ha reconocido a ambos. Especialmente al que habla. Barba de tres días, un pendiente que se quita para trabajar, casi los cincuenta. Miente como le mintió anteanoche, cuando le dijo que no trabajaba cuando encontraron a Álvaro Trueba.
—Necesitamos acceder a las grabaciones de seguridad de hace tres noches.
El vigilante se cruza de brazos y abre las puntas de los pies hacia fuera (Posición Clásica número 2) y da una respuesta inesperada.
—Por supuesto, inspector, será un placer atender su petición.
Jon sonríe.
—Tan pronto se la haga llegar al gerente de la empresa por escrito identificando el nombre del funcionario solicitante, especificando las grabaciones que se solicitan y dejando claro que es en el marco de la investigación de un delito. Es la Ley de Protección de Datos, ya sabe.
Claro que sí, piensa Jon. Salvo que Carla Ortiz no tiene tiempo de esperar a que yo haga una petición por escrito de un delito que supuestamente no ha existido nunca.
—Verá usted, es que tenemos prisa. Quizás podríamos saltarnos el papeleo, una cortesía entre profesionales.
—¿Y de cuánta cortesía estamos hablando?
Jon se rasca el pelo, y luego se rasca el bolsillo. Todo lo que lleva en la cartera. Cincuenta euros.
—Cincuenta euros. Es todo lo que llevo encima.
—Pues vuelva cuando lleve cinco mil —dice el guardia de seguridad, que sabe muy bien que un policía no ha visto cinco mil euros juntos en su puñetera vida.
El inspector Gutiérrez valora seriamente las consecuencias de cruzarle la cara a bofetadas. Luego dice:
—Pues nada, nosotros ya nos íbamos. Muchas gracias.
—De nada, corazones.
De vuelta, en el coche. Jon conduce cabreado, y habla cabreado.
—…Y, ¿no me ha dicho, el muy imbécil, «De nada, corazones»? Que es lo que yo les dije el otro día cuando no paraban de alumbrarnos con su linternita a la cara. Como para dejarnos claro que era él el que estaba el otro día, haciéndose el listillo. Imbécil. Memelo. No sé por qué Mentor no pidió las grabaciones de seguridad, y por qué tenemos que hacerlo nosotros, y… ¿se puede saber qué haces?
Antonia no le presta atención, está programando el GPS del coche. Aparece una dirección. Diecinueve minutos.
—¿Dónde vamos?
—No me molestes —dice Antonia. Ha abierto su iPad y busca información. Abre una página web y se pone a leer—. Sólo tengo diecinueve minutos para aprender.