Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Ah, el fuego.

—Vamos a hacerlo. Pero lo haremos de forma inteligente. No cargando como un caballo en una cacharrería.

Y, aunque no es lo que quiere responder, lo que responde resignada ella es:

—Está bien.

Porque al fin y al cabo la naturaleza de su trabajo es el subterfugio. No puedes ir diciéndoles a los demás que eres más inteligente que ellos.

—Por cierto, ¿qué llevan esas cápsulas que te tomas? —pregunta Jon, como quien no quiere la cosa. Porque es un tema que le preocupa mucho.

—Lo que llevan, no lo sé —miente Antonia.

—Bueno, pues ¿qué hacen?

—Me ayudan a filtrar el exceso de estímulos en los momentos clave. Me hacen más lenta, en realidad.

—¿Las necesitas? ¿Estás enganchada?

Antonia ignora el insulto. Porque la pregunta es demasiado importante. Es, en realidad, todo.

—Quiero pensar que no. No siempre acierto.

Jon no hace ningún comentario. No es quién para juzgar a nadie. Que también tiene sus propias adicciones a las que promete asiduamente renunciar. Como enamorarse, por ejemplo. Cada cual tira adelante como puede. Le basta con saber que no va a ser un problema.

—Me basta con saber que no va a ser un problema —dice—. Que no va a obstruir tu labor y afectar tu juicio.

—Rencoroso de mierda —dice ella, al reconocer sus propias palabras.

—Lo he preguntado en serio.

—Ya lo veremos.

Tendrá que bastar.

—El otro día, en La Finca, cuando bajaste de la furgoneta…

No añade: llorando y hecha un manojo de nervios.

—Sí. Las había tomado. Y no, no quiero hablar de ello.

—No es eso. Dijiste que el asesino no había pensado en todo.

Jon está intentando establecer un punto de partida. Lo cual no es fácil. Una investigación suele llevar semanas y una docena de personas. Carla Ortiz puede que tenga la docena de personas, pero no tiene el tiempo. Y Álvaro Trueba ya sólo les tiene a ellos.

—Creo que tenemos dos hilos de los que tirar. Un cómo y un porqué.

—Explícate.

Antonia se pide otro té con pastas (costumbre de su mitad inglesa que no piensa abandonar nunca), y se explica.

—Nada en este caso es normal.

—Me he dado cuenta.

—Vamos a imaginar. Imagina que eres un secuestrador que logra hacerse con el hijo de la presidenta del banco europeo más grande. ¿Qué haces?

—Pido dinero. Ingentes cantidades de dinero. Todo el que pueda.

—Exacto. Has secuestrado al familiar de un industrial famoso, como lo de Revilla hace tantos años. Mil millones de pesetas. ¿Cómo los cobras?

—Tanta pasta tiene que pesar mucho —piensa Jon, que recuerda el caso, aunque en el 88 era un niño de doce años. Pero es de los que acabó estudiando en la Academia de la Policía en Ávila.

—Una tonelada larga. Por eso se le llamaba un kilo a un millón de pesetas, aunque en realidad eran más bien mil cien gramos por millón.

Jon, que ya lo sabía, asiente con educación para no interrumpirla. A veces con Antonia hay que hacerse el tonto y dejar que siga fluyendo.

—Si eres una organización terrorista y le estás pidiendo el rescate a un fabricante de salchichas, cobrar es complicado —continúa ella—. Hay dos puntos críticos siempre en un secuestro: la comunicación con la familia y el cobro del rescate. Hoy en día el primero está casi resuelto.

—Cualquier idiota puede usar internet para ocultar quién es.

—Y cobrar el rescate cuando se lo pides a una banquera cuya entidad gana miles de millones al año es un paseo por el campo. Bastaría que ingresaran el dinero en una cuenta en Bahrein o en las islas Marshall o en cualquier paraíso fiscal.

—Para alguien como Laura Trueba sería pan comido.

—Da igual la cantidad. Diez millones de euros, cien, mil millones. Mover el dinero le llevaría cinco minutos. Luego ya se encargaría de reponerlo.

Jon se rasca el pelo, como siempre que está a punto de llegar a un pensamiento que no acaba de salir.

—Creo que sé por dónde vas. En este secuestro, nada debía salir mal.

—Exacto. La madre tiene fondos ingentes a su disposición. No hay posibilidad de que capturen a Ezequiel en la entrega del rescate.

—Nada podía salir mal.

—Y, sin embargo, salió mal.

—¿Crees que pudo verle la cara, y que por eso decidió matarle?

—No lo creo. Ezequiel parece cuidadoso, ya viste que llevaba puesto un pasamontañas cuando nos lo encontramos. Hablando de eso, ¿pudiste hacer fotos con el móvil?

Jon saca el teléfono y le muestra la única foto que pudo tomar. Es una ráfaga, porque dejó el botón de la cámara apretado.

—Se la he pasado ya a Mentor para que se la dé a su vez a Parra. Esto no nos lo podíamos guardar.

—Has hecho bien.

Antonia abre la ráfaga y repasa una a una las imágenes que Jon pudo tomar. De las setenta y tres, dos terceras partes sólo llegan a captar la ventanilla y el lateral del Porsche. El resto son tomas parciales o están demasiado movidas. Tan sólo dos de ellas son medianamente aceptables, sin ser dignas del Pulitzer. Ambas son muy parecidas. La mayor diferencia es que en una Ezequiel tiene ambas manos sobre el volante y mira al frente, mientras que en la otra se ha girado hacia ellos y ha comenzado a sacar la pistola.

En ninguna de las dos se le ve la cara.

Antonia se las envía a su iPad, para poder verlas mejor.

—Mentor ya se las ha mandado a Aguado.

—Bien. Quizás ella pueda descubrir algo más. Espera un momento…

Antonia amplía al máximo la fotografía. Algo en el brazo derecho le llama la atención. Ezequiel lleva un jersey negro y guantes, pero en la foto en la que comienza a sacar el arma el jersey está algo levantado.

Debajo hay algo.

—Parece un tatuaje —dice Jon, que se ha inclinado para ver mejor.

Apenas se ve, debe de tener una extensión de unos tres centímetros.

—Llama a Aguado y dile que se centre en esto, aunque ya estarán en ello. Tienen herramientas de análisis forense. Quizás puedan darnos algo más.

Un tatuaje no es mucho, pero es algo. Y ahora mismo ese algo puede ser la única esperanza de Carla Ortiz.

Un clavo ardiendo.

Cuando Jon cuelga después de hablar con la doctora Aguado, los dos están pensando lo mismo.

En el tiempo que pasó entre el secuestro de Álvaro Trueba y el momento en el que encontraron su cadáver.

Seis días.

—Si no salió nada mal, si Ezequiel no tenía motivos para matar al chico, ¿por qué lo hizo?

—No es por dinero, eso ha quedado claro. Tampoco creo que lo haya hecho por placer. No es un psicópata, al menos no uno corriente.

—Dijiste que era algo que no habías visto antes.

—Ni yo, ni nadie. Creo que Ezequiel secuestra y mata por algo muy concreto. Que tiene que ver con el poder.

—También con el miedo —dice Jon—. Ya viste que Ramón Ortiz estaba muy asustado.

—Y que nos mintió. No nos contó todo lo que le dijo Ezequiel. ¿Qué motivo podía tener un padre para ocultar una información que podría salvar la vida de su hija?

Por más vueltas que le dan, no encuentran lógica alguna al comportamiento del empresario.

—Creo que lo más importante que tenemos que hacer es averiguar esa información que nos falta.

—A Ortiz no vamos a poder acceder.

—Lo sé. Pero la primera clave de este caso es un porqué. Si descubrimos por qué mata Ezequiel, estaremos más cerca de atraparle.

Parra

El capitán Parra es un hombre de acción.

Tan pronto recibe la llamada, moviliza todos los medios a su alcance. La Policía Científica, el forense, el juez de instrucción para el levantamiento del cadáver.

—Todo con total discreción, ¿os queda claro?

Empiezan a llegar a las afueras del Centro Hípico a eso de las nueve. A las once ya está montado el circo completo, sólo faltan las palomitas y los elefantes. El paso al Centro Hípico queda obstaculizado por tres coches patrulla, varios coches de paisano, un transporte con dos unidades de caballería —hay que tener en cuenta el terreno—. Incluso se llevan el LAE, el Laboratorio de Actuaciones Especiales. Un camión como el MobLab al mando de la doctora Aguado en el proyecto Reina Roja. Sólo que menos preparado. Y más grande. Blanco y azul, con la bandera de España a lo largo y la palabra POLICÍA en letras de medio metro de altura.

Pura discreción.

A las doce empiezan a llegar a la zona los participantes en la competición de la inauguración del centro. Gente, digamos, de perfil alto. Gente con móviles e Instagram. Gente que se abre paso por el Gran Carnaval y va tirando fotos sin bajarse del coche.

¿Quién podría haber anticipado esto?

El capitán Parra podría.

Y lo ha hecho, claro. José Luis Parra es un gran profesional. Muy bueno en su trabajo. Lleva seis años al frente de la USE con unos resultados espectaculares. En este tiempo se ha encargado de más de doscientos secuestros, y el 88,3 por ciento de ellos han concluido felizmente.

Cuando Parra recibió el encargo de montar la unidad, se centró en que sus subordinados tuvieran un perfil de negociadores. Les mandó a estudiar —él el primero— con los mejores. En Nueva York y en Quantico, en la sede del FBI. Y se dejan la piel y la vida en el puesto de trabajo. Una vez el capitán Parra tuvo que estar siete horas bajo la lluvia, en una azotea, intentando convencer a un hombre de que bajara la escopeta. Su mujer y su hijo estaban en el suelo, arrodillados delante de él, al otro extremo del cañón. La pretensión del hombre era matarlos y luego volarse la tapa de los sesos. Calado hasta los huesos, en pleno invierno, Parra sólo quería que invirtiera el orden de los factores. Primero mátate tú y luego ya les matas a ellos, cabrón. No lo dijo. Los negociadores nunca dicen esas cosas. Hablan con mucha suavidad.

El capitán Parra lleva ya seis años teniendo éxito tras éxito. El problema es que lo hace tan bien que nadie cree que deban ascenderlo. Y Parra cree que se lo merece. Él quiere ser comisario, porque está hasta los huevos de sentarse durante horas a hablar con chalados. Y porque se cobran cuatrocientos euros más al mes. Y eso, cuando eres padre de familia numerosa, es la diferencia entre cenar pasta cada noche desde el día 20 de cada mes o poder alimentarte. El capitán Parra es un convencido de la proteína, lleva bastantes kilos en cada brazo. Algún pinchacito en el culo lleva también, todo hay que decirlo. Pero para parecerse a Dwayne Johnson, hay que sufrir.

Para ascender también, está claro. Para ascender alguien tiene que sufrir, en cualquier caso. Así que Parra ha hecho sus cálculos. Si consigue rescatar a Carla Ortiz a tiempo, la gloria está asegurada. Pero si no lo consigue no sería ninguna tragedia tampoco. Lo importante es que la historia sea relevante. Si sus jefes sintieran la tentación de apartarle de su puesto por la «presión popular», eufemismo donde los haya, tendrían que darle una patada hacia arriba. Con su historial del 88,3 por ciento de éxitos, si Carla Ortiz cae dentro del porcentaje de casos fallidos, qué se le va a hacer.

Y podría pasar, claro que podría pasar. Porque la teoría de Parra que situaba a Carmelo Novoa como principal sospechoso del secuestro se había ido al carajo menos de doce horas después.

Parra llegó a la escena del crimen —diciendo: «¿Qué tenemos?», como los polis de la tele— y comprobó cómo su sospechoso principal parecía ahora víctima secundaria. Con cuello rajado y todo.

El caso es que Gutiérrez y la otra idiota de la Interpol le han hecho un favor. No sabe cómo han logrado localizar tan rápido el coche, pero les han ahorrado muchas horas y explicaciones embarazosas. A pesar de ello, está muy cabreado. Porque si no hubieran actuado por su cuenta, ahora tendrían a uno de los secuestradores bajo custodia, y de ahí al rescate de la víctima sólo hacen falta unas cuantas horas en una habitación cerrada y una guía de teléfono —no dejan marca— aplicada con maestría en las costillas. Ya no va a poder ser, porque los muy imbéciles quisieron actuar por su cuenta. De todas formas se los ha quitado de encima, y hasta le ha venido bien. Un par de chivos expiatorios, por si acaso. Y están más cerca.

Ahora saben que el secuestro de Carla Ortiz tiene una motivación económica, así que es cuestión de pegarse al padre como lapas y asegurarse de estar ahí cuando reciba la siguiente llamada de los secuestradores. Y cuando entregue el rescate. Porque el padre pagará, claro que sí. Dinero no le falta.

De todas formas el capitán Parra sabe que en cuanto esto sea público van a examinar cada paso que dé con microscopio, y tiene que cubrirse las espaldas.

Así que hace todo el despliegue. Aún no es público quién es la víctima, pero sabe que esas fotos, que están ahora mismo subiendo los pijos a las redes sociales, van a acabar en los medios de comunicación antes o después, y quiere asegurarse de que, cuando lo hagan, quede muy claro que no se escatimaron esfuerzos. Y mientras van pasando los BMW y los Mercedes por el camino hacia el Centro Hípico, con sus ocupantes haciendo fotos, Parra sonríe desde el pinar.