—¿Perdón?
—Es la única solución que puedo darle. Su situación como observadores era una cortesía por parte de Parra. No hace ni diez minutos me ha dicho que si vuelve a verles alguna vez en su vida, le cortará las pelotas.
—Qué obsesión tienen los heteros con según qué.
—La verdad es que quería denunciarle a Asuntos Internos.
Jon se pone blanco. Ningún compañero, nunca, jamás amenaza a otro con denunciarle a Asuntos Internos. El edificio sin distintivos ni dirección conocida de Cea Bermúdez, donde viven los que cazan a los malos con placa, es el último lugar que querría visitar un policía. Los que trabajan ahí son despreciados y odiados por el resto de los setenta mil funcionarios del cuerpo en toda España. Pero si hay alguien que pueda causar más desprecio, es que un policía denuncie a otro compañero.
En todos sus años, y mira que ha visto cosas, nunca había escuchado una amenaza semejante. Copón.
—No puede estar hablando en serio.
—Y tan en serio. Parra es un yonqui del poder y del reconocimiento. Y en sus manos el secuestro de Carla Ortiz es una bomba de relojería.
—Con lo humilde que parece desde fuera.
—Hubiera preferido que fueran ustedes quien se encargaran de encontrar a Ortiz, pero ya no puede ser. La esencia del proyecto Reina Roja es que no existe. Ahora Ortiz está en manos de Parra y la USE.
—No creo que se lo tome muy bien —dice Jon, señalando a Antonia con la cabeza. Sentada en la furgoneta, ella no les quita ojo de encima.
—¿Por qué cree que quería hablar con usted a solas? Ella sabe perfectamente lo que le estoy explicando ahora mismo. —Mentor aplasta el cigarro y le da la espalda a Antonia—. Por cierto, también lee los labios. No sé si estamos bastante lejos, creo que sí, pero por si acaso dese la vuelta.
Jon obedece.
—Mi padre tenía un perro —continúa Mentor—. Se llamaba Sam, un bóxer adorable. Bueno y dulce. Unos amigos nos regalaron un jamón de bellota y mi padre me pidió que lo llevara al carnicero a lonchear y deshuesar. No me di cuenta y al regreso dejé los huesos sobre la encimera. El perro los cogió.
Se enciende otro cigarro, con el mismo y parsimonioso ritual antes de continuar:
—Estuvimos casi tres horas sin poder entrar en la cocina. Se volvió completamente loco, muy posesivo y territorial, no quería soltar el hueso y amenazaba a todo el que se acercaba. Hasta que no se los comió no paró. Cualquiera se mete con un bicho que tiene doscientos kilos de presión por centímetro cuadrado en la mandíbula.
—¿Su padre lo sacrificó?
—Al día siguiente. Me obligó a mí a llevarlo al veterinario. Tú la has cagado, tú apechugas, dijo. No era un hombre de letras. Fui todo el camino hasta el veterinario llorando. El perro, contentísimo. Con una diarrea tremenda, pero contentísimo.
Jon asiente, despacio. Ya ve dónde quiere ir a parar Mentor.
—Mantendré a Antonia lejos del caso de Carla Ortiz.
—No, no lo hará. No lo hará porque no puede, igual que yo no pude convencer a Sam de que soltara el hueso de jamón.
—Pues a sacrificar la lleva usted.
—No va a soltar el hueso, pero podemos hacer que mastique otro. Nada de Ortiz, pero pueden ustedes dos seguir con el caso de Álvaro Trueba. Ambos caminos llevan al mismo objetivo. Limítese a mantenerla alejada de Parra y de sus hombres, ¿de acuerdo?
Bruno
Hubo un tiempo en el que ser periodista significaba algo.
A Bruno Lejarreta le gusta decir frases de ésas de vez en cuando. Cuando hay un becario cerca lo suficientemente idiota como para sentir respeto por un viejo reportero de sesenta y tres años, autoproclamado leyenda viva de la redacción de El Correo de Bilbao. Con sus chalecos y sus camisetas negras, sus anillos (incluso uno en el pulgar), sus vaqueros y sus botas, con sus arrugas y su pelo negro (se lo tiñe porque no le da la gana reconocer que se hace viejo) recogido en una coleta, Bruno fue siempre un gurú del viejo mundo para los imberbes jovenzuelos que entraban deslumbrados en la redacción en su primer día.
Ya no quedan becarios de ésos, claro. Hoy sólo sienten respeto por los youtubers, por el número de seguidores en Twitter y en Instagram, por el número de clics que ha conseguido un artículo. «Diez cosas que necesitas saber sobre [Inserte nombre de famoso recién muerto].» Con sus diez correspondientes páginas, para que vayas pinchando y pinchando y el periódico aumente el número de impresiones y pueda seguir vendiendo a los anunciantes la vieja mentira. Somos relevantes, la gente aún nos hace caso. ¡Denos una limosna!
No siempre fue así, recuerda, poniendo los pies sobre la mesa. Puede hacerlo porque no hay nadie en la redacción, ya nadie va tan temprano. Cuando van, que hoy están todos locos con lo del teletrabajo. Sólo está él, que no tiene otra cosa mejor que hacer, más que matar el tiempo. Las diez de la mañana. A esa hora, cuando él era joven, los redactores ya estaban tecleando como locos, los de archivos buscando fotos, los fotógrafos entrando y saliendo de la redacción y metiendo los carretes en los tubos neumáticos. La época del papel. Los ochenta, los noventa. La mejor época. La época de los mejores.
Entonces, ser periodista era la hostia. Te llamaban los policías, los políticos, te presentabas donde pasaban cosas. En los años duros del conflicto no daba abasto. Se imagina que ahora hubiera que cubrir esas noticias al estilo de los millenials. «¿Quieres saber a cuántos ha matado la última bomba de ETA? ¡La respuesta te sorprenderá!»
Hoy en día a nadie le importan los periódicos. Y dentro de los periódicos, a nadie le importan los sucesos, que es donde le han dejado aparcado, tan inútil como un jarrón chino o un ex presidente del Gobierno. No, a nadie le importan las noticias de sucesos. Lo único que importa es el último zasca de Pérez-Reverte a un político. Si acaso, cuando la víctima es una mujer asesinada por violencia de género, consiguen un poco de atención.
Pero sólo porque está de moda ofenderse por estos crímenes. Antes no le dábamos ni un suelto en la página veintisiete. Y había los mismos o más que ahora.
Al periódico le gustaría que Bruno Lejarreta se marchara del periódico. A Bruno Lejarreta no, y así se lo ha hecho saber al periódico.
«No tengo nada mejor que hacer», les dijo.
«Seguramente preferirías disfrutar de tu tiempo libre, de la jubilación», dijeron, con mucha educación (Bruno tiene un contrato de los tiempos anteriores a la esclavitud).
«Si me voy ahora, me queda una pensión de mierda —dijo él—. Así que, pagadme la indemnización.»
Y el periódico no pagó, porque acumula muchos trienios y son seis cifras. Así que él sigue cobrando su sueldo de tres mil euros al mes, el más alto del periódico después del director, por, hablando mal y pronto, tocarse los huevos. Esperando a ver cuál de los dos dinosaurios muere primero, si el periodismo impreso o Bruno Lejarreta. Bruno no bebe apenas, de fumar, nada, y malas mujeres, menos —a la suya la quiere y la respeta demasiado para eso—. Tampoco tiene hijos que le provoquen úlceras o infartos. Así que las apuestas están al cincuenta por ciento.
Bruno, sin embargo, suspira por encontrar algo que hacer. Una última gran cabalgada hacia el horizonte, diría, si le gustaran las películas de vaqueros, que no es el caso. Lo que a él le gusta es el olor de la tinta impresa del primer ejemplar que sale de la rotativa a la una de la mañana, ese periódico que te deja las manos negras y que en la portada, lleva una hostia en la cara para alguien. Alguien a quien no le va a gustar lo que has escrito. El resto, relaciones públicas.
Pero en sucesos no tendrá nunca ya esta última oportunidad.
O eso pensaba hasta hace treinta y cuatro segundos.
Hasta que fijó distraídamente la mirada en la tele, Bruno Lejarreta era un viejo acabado que afrontaba otro día de tedio. Y entonces vio la noticia en el informativo de la mañana.
—«… una carrera ilegal que ha terminado afortunadamente sin daños personales. En el espectacular accidente a las afueras de Madrid…»
A Bruno le trae sin cuidado lo que la presentadora está diciendo. Lo que le importa es lo que está viendo. Ni más ni menos que al inspector Gutiérrez junto al coche. El cámara ha tomado las imágenes desde muy lejos, y el zoom extremo hace que la imagen tiemble como un constructor en una comisión de investigación. Pero es él. Con su traje elegante y su silueta robusta. No es que esté gordo.
El olfato de Bruno Lejarreta se agudiza, su expresión se afila.
La última noticia que teníamos del inspector Jon Gutiérrez era que estaba siendo investigado por conducta impropia. El vídeo en el que salía colocando la heroína en el maletero del chulo se había hecho viral —Dios, como odia esa palabreja— de la noche a la mañana y luego puf, el asunto se había esfumado. Como por arte de magia.
Bruno conoce a Gutiérrez, para desgracia de ambos. No se soportan desde que tuvieron unas palabras acerca de una noticia que uno quería dar y el otro no. Txakurra faxista, pero no sólo eso. Hay algo, mucho, de piel. Se la tiene un poquito jurada. Así que se alegró, y mucho, cuando el inspector Gutiérrez la cagó a lo grande. El propio Bruno había redactado la noticia de lo del maletero, con la alegría insana que produce siempre clavar clavos en ataúd ajeno. Derivada de la inconveniencia de clavarlos en el propio.
Lo máximo a lo que debería poder aspirar Gutiérrez era a pilotar un escritorio durante el resto de su vida laboral. Como él.
Aquí pasa algo.
Hace treinta y cuatro segundos, Bruno Lejarreta era un viejo cansado y aburrido. Pero ahora ha olido algo en el aire. No sabe qué hace el inspector Gutiérrez en Madrid en un accidente de coche, pero tiene curiosidad por averiguarlo.
Llama a su mujer —nada de esa cursilería del WhatsApp, los hombres de verdad llaman— para decir que va a ausentarse, se palpa el bolsillo de la cazadora para asegurarse de que lleva las llaves del coche, y mira el reloj. Con buen ritmo, a la hora de comer se planta en Madrid.
Con una parada antes en Santutxu, claro. Una parada importante, piensa. Y sonríe. Sonrisa lobuna.
No se despide de nadie al salir, porque aún no ha llegado nadie. Tampoco pide permiso. Duda mucho de que noten su ausencia.
12
Un subterfugio
Bien entrada la tarde, después de haber dormido —por fin— unas horas, Jon y Antonia se encuentran en Gran Clavel, la cafetería del Hotel de las Letras, donde Mentor ha alojado al inspector Gutiérrez. Un lugar curioso, esquina a Gran Vía, todo cristaleras. Repleto de libros por todas partes. La gente ni los toca, pero hacen bonito.
—Estamos fuera de lo de Ortiz —dice Jon. Y luego le cuenta.
Antonia no se lo toma bien.
—Hay una mujer en algún agujero de mierda ahora mismo. Estará en un sótano, o en un almacén, o en una habitación forrada de cartones de huevo.
—Creía que los cartones de huevo no servían.
—Pero los locos lo han visto en las pelis. Y estará sola. Sin su familia, sin sus amigos. Sin poder abrazar a su hijo por última vez. Probablemente la hayan atado y le hayan hecho daño, o algo peor. Y ese… ese hombre… ese Parra…
Luego se detiene, pues vuelve a descubrir una verdad universal que olvida cada día cuando se acuesta. El mundo está manejado por los mediocres, los egoístas y los idiotas. Muy especialmente estos últimos. Y el capitán Parra parece una interesante combinación de los tres.
Jon se descubre defendiéndolo.
—Sólo está haciendo su trabajo.
Y se odia, pero Antonia tiene que comprender que el juego ha cambiado.
—Su trabajo lo hemos hecho nosotros. Ellos son ocho policías en la unidad. Ocho. Tienen bases de datos, tienen coches con sirenas, tienen armas, tienen equipo de apoyo. Pero no saben pensar.
Antonia vuelve a pararse. Sin lograr el desahogo, porque no hay desahogo ante la estupidez. Para lidiar con la estupidez sólo vale la aceptación o el suicidio. En el que últimamente no ha tenido tiempo para pensar. Por lo de estar persiguiendo a un sospechoso.
—No importa —dice, y su voz regresa a la gélida serenidad habitual—. Vamos a encontrar a Carla Ortiz. No porque sea millonaria. Sino porque es una mujer que quiere abrazar a su hijo y no puede.
Jon sonríe ante la inocente e incontestable afirmación. No por ser naif es menos verdad, y viceversa. La resolución irradia de Antonia como el calor de un horno.