—Tiene que habernos visto.
—Joder, claro que nos ha visto. Vamos a doscientos y pico, y no reduce.
El motor del Audi apenas puede dar de sí, pero el rebufo del gigantesco todoterreno ayuda a que Antonia casi pueda alcanzarle. Ambos coches casi están pegados.
Si frena ahora nos matamos, piensa Jon. El corazón le zapatea en el pecho como un bailaor en el cumpleaños de un narco.
—Dime que no hay nadie por tu lado —pide Antonia.
—¡Despejado!
Con un volantazo seco y preciso, Antonia sale del rebufo del Porsche y comienza a ponerse a su altura. El bofetón del viento es ahora brutal, vuelve más lento al Audi, y Antonia lucha por alinear ambos vehículos ante la superior potencia del todoterreno.
Unos centímetros más. Pisa hasta dejarse el calcáneo contra el acelerador. La pierna está tan tensa que se le está agarrotando el gemelo de mantenerla apretada.
—¡El móvil, Jon! ¡Hazle una foto cuando lleguemos a su altura!
Jon pelea con el desbloqueo del teléfono y con la aplicación de la cámara.
Un esfuerzo más.
Las ventanillas se alinean. Y allí está Ezequiel. Alto, o quizás sea el vehículo. Brazos fuertes. Ojos intensos, que refulgen con odio desde detrás de un pasamontañas negro. Un tercer ojo, el de una pistola, mirando de frente a Antonia, a punto de disparar.
El grito de Jon es lo primero que les salva la vida.
—¡Frena! ¡Frena!
El disparo hace trizas la ventanilla del Porsche, pero la bala se pierde en la distancia. Porque en el mismo carril que el Audi hay un camión de cuatro ejes, a menos de doscientos metros. Antonia levanta el pie del acelerador justo a tiempo, y cambia el peso al del freno, muy despacio, lo justo para volver a colocarse detrás del Porsche. Pero Ezequiel no va a dejar esta vez que use su rebufo para avanzar, y pega un volantazo. Bloquea el paso de Antonia, y ésta se ve a su vez obligada a reducir mucho la marcha para no chocar con el Porsche. Cuando quiere darse cuenta, el camión está casi encima.
Antonia tiene que decidir si chocar con el quitamiedos o estamparse contra treinta toneladas.
Elige bien.
A esa velocidad, el Audi atraviesa la aleación de acero y zinc como si fuera de papel. Lo segundo que les salva la vida es que el terreno en ese punto hace un desnivel suave que —caprichos de un diosecillo benévolo— coincide casi con la trayectoria que hace el vehículo en el aire. Las ruedas no estallan al tocar el suelo, y la inercia les respeta unos buenos cincuenta metros antes de acordarse de su existencia y apercibirse de que tendrían que haber dado varias vueltas de campana. Para cuando el neumático delantero izquierdo revienta, la fricción y la gravedad ya se han encargado de ralentizar el impulso para que el coche se limite a volcar sobre la puerta del conductor y recorrer los últimos metros de lado hasta detenerse por completo en mitad de un campo yermo.
Jon —en ángulo de 90º con respecto al suelo— se palparía todo el cuerpo para comprobar que está bien si no estuviera aprisionado por un montón de airbags. El delantero, el central, los de cortina y los de las piernas. Medio minuto después, cuando se desinflan lo suficiente, consigue liberarse de ellos y luego del cinturón de seguridad. Llama a Antonia, pero no le contesta. Manotea con el airbag central que los separa —el coche vale cada uno de los cien mil euros que cuesta— hasta conseguir ver su cara. Su compañera tiene los ojos cerrados y un hilo de sangre le escapa de la nariz y le desciende por la mejilla.
No. No.
Jon se apresura a comprobar el pulso en su cuello. Con los nervios, tarda en encontrarlo. Pero cuando lo localiza, respira tranquilo. Es fuerte y regular. Quizás sólo está atontada por el bofetón del airbag en la cara.
—Te he dicho que no me toques —murmura.
Pulso normal, modo bitch on. Vale, sí que está bien.
—Y yo que no nos mates al volante.
—No, nunca me lo has dicho —se extraña ella, siempre tan literal.
—Es una norma básica de convivencia.
Jon trepa para salir del coche —el mundo parece tan lento ahora, tan inmóvil, el terreno del secarral tan estable y seguro— y ayuda a Antonia a bajar también.
—Pues lo hemos perdido.
—Pues eso parece —dice Antonia, lanzando una patada a la piedra más cercana.
Aún algo mareada, falla.
Ezequiel
Cuando regresa al refugio, lleva fuego en los pulmones y ácido de batería en el estómago.
Estúpido, estúpido, estúpido.
Es el segundo error que comete en muy corto espacio de tiempo. Todo podría haberse arruinado en un segundo. Todo. Y por culpa de un descuido.
Todo por no haber recordado algo de lo más básico.
No podía manejar el cuchillo con los guantes, así que se los quitó. Y cuando la mujer salió huyendo, él perdió el equilibrio y se apoyó un momento en la ventanilla. Se había dicho a sí mismo que tenía que pasar un trapo, borrar aquellas huellas, pero la nota mental se desvaneció en mitad de los nervios y la excitación de la persecución. Cazarla por el bosque había sido más difícil de lo que esperaba, y le había proporcionado una satisfacción animal, primitiva y pecaminosa, a pesar de que no le había hecho daño alguno. Ella era muy valiosa viva, lo más valioso de todo.
Por eso se había arriesgado tanto para capturarla.
Estúpido, estúpido. Demasiado cerca.
Hubiera preferido hacerlo más adelante, sobre todo estando tan reciente el primer trabajo. El primer capítulo de su obra. Coger al primero no había sido difícil.
Le había reducido sin hacerle daño, le había tratado con humanidad. Había gritado más que la mujer y había tenido que amordazarlo, es cierto, pero sólo porque estaba mucho más asustado. Cuando se cumplió el plazo que le había dado a la madre y llegó el inevitable final, Ezequiel le había hablado con voz suave y había usado medicamentos. No había sufrido más que lo estrictamente necesario.
Soy, esencialmente, una buena persona.
Habían sido meses y meses de arduo trabajo. Y el remate, cuando puso su obra a disposición de los padres, había sido lo más duro de todo. Hubiera preferido descansar un poco antes de abordar el siguiente capítulo. Pero la oportunidad de coger a la mujer se había presentado, y no podía dejarla escapar. Ella estaba muy arriba en la lista.
Y el error, el estúpido error había estado a punto de dar al traste con todo.
Intenta sentarse a escribir para tranquilizarse. Abre su libreta y comienza:
Padre decía siempre que por un clavo se pierde una herradura se pierde un caballo se pierde el jinete se pierde la batalla se pierde la g…
No puede. No puede concentrarse. Arranca la hoja y, contra su costumbre, la arroja contra la pared húmeda y grasienta, sin quemarla. Deja en la mesa la libreta y el lapicero, con cuidado. Después la ira estalla, como una oleada, y arrasa con el brazo todo el contenido de la mesa. El cenicero se hace pedazos contra el suelo.
Necesita el desahogo. Necesita el desahogo, y lo necesita ahora. La libreta por sí sola no puede ayudarle. Ya lo hará después, cuando tenga lo que quiere.
Sólo una cosa puede ayudarle ahora.
Se pone en pie y camina pasillo abajo, pasando por encima de los residuos que se oxidan en el suelo, y se detiene frente al lugar donde guarda a la mujer.
Puede escuchar su respiración agitada al otro lado de la puerta. Acerca la mano a la cuerda que levantaría la pesada plancha de metal. Acaricia el chicote, que ha cortado con cuidado y anudado con tanto celo. Un leve tirón, y la cuerda se alzaría. Sería tan fácil.
No. No, con ella no.
Sigue andando, hasta el final del pasillo, para tomar lo que necesita.
Carla
Del otro lado del muro llegan sonidos difusos. Sonidos espantosos.
Sonidos que su imaginación convierte en actos concretos e identificables.
Carla sabe que debería gritar, protestar, defender a Sandra. Intentar algo, aunque sea hacer ruido. Lo sabe de una forma tan cristalina como que existen veinticuatro apelativos para los pelajes de un caballo. Pero ambos conocimientos son absolutamente inútiles en su situación.
El ruido no cesa. Sigue atravesando la pared e infectando su alma, de miedo y de vergüenza.
Carla decide hacer algo al respecto.
Se tapa los oídos con las manos, y comienza a recitar en voz baja.
—Alazán. Pinto. Zaino. Ruano. Bayo…
En las pausas, aún se cuela el sonido. El horrible sonido. Carla recita más rápido.
11
Un hueso
Mentor llega media hora después, y no está de muy buen humor. Los encuentra a ambos sentados en el interior de la furgoneta de la Guardia Civil.
—Vaya, Scott. Desde lo de Valencia no me rompías uno de éstos —dice, señalando al Audi volcado.
Está a un arañazo de siniestro total.
—Tenías que ver cómo quedó el otro —dice ella.
—Pues eso me gustaría, haber visto al otro —contesta Mentor, exasperado—. Si ibas a montar un escándalo semejante, al menos podrías haber tenido la delicadeza de detener al sospechoso.
—El coche que llevaba era mejor —dice Antonia, encogiéndose de hombros—. ¿Podríamos tener un Cayenne?
—Yo me conformaría conque nos desengrilleten —dice Jon, señalando los brazos a su espalda.
De nada habían servido las credenciales de Antonia y de Jon. Tan pronto como la Guardia Civil apareció en el lugar del siniestro —despacio, venían en un Prius—, les habían esposado, hecho el test de alcoholemia, el de drogas y, cuando ambos dieron negativo, se plantearon seriamente llamar a un psiquiatra. Habían insistido mucho en que era un milagro que no se hubieran hecho nada.
—¿Ha visto mi nariz? —dijo Antonia, señalándosela. Estaba hinchada y con un algodón en cada narina.
—Ni siquiera está rota. Lo normal es que estuviesen muertos —dijo uno de los guardias.
De ser así, probablemente Mentor se habría enfadado menos.
—¿Saben lo mucho que me va a costar cubrir esta cagada? —les dice.
Antonia mira para otro lado. Jon, que tiene el cuerpo dolorido, está cansado y hambriento y se muere de sueño, no sabe si estrangularla o defenderla. Opta por lo segundo.
—Al menos Antonia ha localizado el cadáver del chófer.
—Oh, sí, su amigo el capitán Parra está ahora mismo en la escena del crimen que han encontrado. Y alterado irremediablemente.
—Parra no tiene que estar muy contento —dice Jon, intentando no sonreír.
—¿Usted qué cree, inspector? No sólo han tirado por tierra su teoría, arruinado la escena del crimen, actuado por su cuenta sin avisar a nadie, dejado escapar a un sospechoso… también le han hecho quedar como un gilipollas.
—No hemos tenido que esforzarnos mucho.
Mentor menea la cabeza.
—Y una persecución a doscientos y pico por la autovía, con cientos de civiles mirando. Y la prensa, que por cierto, está ahí fuera. Hemos dado la versión de que ha sido «una carrera ilegal que ha terminado afortunadamente sin daños personales».
—¿Has visto mi nariz? —dice Antonia, señalándosela.
—Ni siquiera está rota. Inspector, me gustaría hablar con usted un momento a solas.
Jon se da la vuelta para que Mentor le quite las esposas, y ambos caminan en dirección a los restos del coche.
—Sinceramente, esperaba mucho más de usted —dice Mentor, cuando se han alejado lo suficiente de Antonia.
—Si tuviera un euro por cada vez que me han dicho eso…
—Se suponía que tenía que proteger a Scott.
—¿Incluso de sí misma?
—Especialmente de sí misma.
Jon agacha la cabeza. Aquello era cierto. Había un montón de peros y un montón de excusas, pero la verdad es que podría haber manejado mucho mejor la situación.
—No es fácil.
—Lo sé.
Mentor se saca un paquete de Marlboro de la chaqueta. Extrae un pitillo de la cajetilla y da dos golpes con el filtro sobre la foto disuasoria. El retratado parece un extra de The Walking Dead.
—¿No lo había dejado?
—No me joda, inspector. Que bastante tengo con lo que tengo.
El coche tumbado, como un animal moribundo, ofrece la panza al sol de la mañana. Jon pega una palmada sobre una de las ruedas.
—No he pasado más miedo en mi vida.
—Pues haber impedido que condujera.
—El caso es que la hija de puta conduce de cojones.
—Sí. Sí que lo hace —dice Mentor—. De haber sido otro coche menos potente el que llevara Ezequiel, ahora estaría esposado en comisaría, cantando el paradero de Carla Ortiz.
—Pues no ha sido así. ¿Y ahora qué?
Mentor se enciende el cigarro con un Zippo de Iron Maiden. Jon arquea una ceja. No ve a Mentor como un fan de Bruce Dickinson.
Más bien de un cuarteto de cámara con palos metidos por el culo.
—Ahora. Ahora se acabó el caso Carla Ortiz.