Se lleva la mano a la pistolera, y quita la trabilla.
—Ve con cuidado.
—Ya te he dicho que no tenemos nada que temer. Y menos de éste —dice Antonia, apuntando la luz hacia su izquierda.
En el círculo de luz brillante hay una mano.
La piel, pálida y grisácea, irradia un fulgor fantasmal.
Cuando se acercan, comprueban que la mano está unida al resto del cuerpo de Carmelo Novoa Iglesias. Yace boca arriba sobre una mata de jaras que aún conserva algunas de sus flores. Los vacíos ojos del chófer parecen buscar una respuesta al sentido de su muerte en las copas de los árboles. No lo encuentran. Gotas de rocío centelleantes en sus pestañas lo lamentan.
Carmelo ofrece una doble sonrisa de desconcierto. El rictus de la muerte, y lo que se la causó: Una boca cruel, abierta en el lateral de su cuello.
—Creo que me debes un sándwich mixto —dice Antonia.
Jon, que por muchos años que lleva de policía sigue sintiendo arcadas ante el hedor característico de la muerte, aprieta los dientes para mantener dentro la única comida decente que ha ingerido en dos días.
—Me temo que las sospechas de Parra sobre la culpabilidad del chófer eran infundadas —dice, cuando logra recobrarse.
—A no ser que fuera un cómplice y el tal Ezequiel decidiera borrar sus huellas. Pero no parece probable. Me equivoqué, Jon. Tenías razón. Teníamos que haberle hablado cuanto antes a Parra del crimen de La Finca.
—Vaya, vaya. Antonia Scott se ha equivocado. Paren máquinas.
—No seas crío. Además, comprobarlo era lo más…
Jon la interrumpe, levantando una mano.
—¿Has oído eso?
Un sonido áspero y un ronroneo. El inconfundible sonido de un coche arrancando. Y después, el rugido amenazador de un motor revolucionándose al máximo, una vez, dos veces. En el silencio incorpóreo del bosque al amanecer, el sonido parece venir de todos sitios y de ninguno.
Ambos miran confusos a su alrededor.
—¿Qué…?
Entonces se encienden los faros del Porsche, y pasan tres cosas a la vez.
El conductor suelta el freno y el coche, impulsado por la fuerza de su motor de quinientos caballos, sale disparado hacia Antonia Scott como un gigantesco depredador negro.
Antonia, deslumbrada, se queda clavada en el sitio. Sus pies están anclados al suelo, no puede moverse. En el intervalo —segundo y medio, quizás dos— que tardan las dos toneladas de coche en recorrer la distancia hasta su cuerpo paralizado, comprende un concepto que siempre le había fascinado. ¿Por qué los ciervos y los conejos no huyen del coche que les va a atropellar? La respuesta se la ofrece su propio sistema nervioso: el mecanismo natural del cuerpo de un mamífero a la hora del crepúsculo cuando recibe una amenaza y se queda ciego, es permanecer en el sitio. Como último pensamiento antes de morir, no está mal.
Y tres: Sin valorar en lo más mínimo su integridad física, y con una valentía más allá del deber, el inspector Gutiérrez se lanza sobre Antonia Scott, arrojándola al suelo justo antes de que el parachoques del enorme todoterreno de lujo choque contra su pecho a cincuenta kilómetros por hora, el equivalente a caer desde un quinto piso.
Menudo gilipollas estoy hecho, piensa Jon, aún encima de Antonia.
—¡Quita, quita! —le dice ella, escurriéndose como una lagartija bajo su cuerpo.
Jon se pone en pie y echa mano a la pistola a tiempo de ver las luces de posición del Porsche zigzagueando entre los árboles que llevan al camino. Adopta la posición isósceles —pies separados, rodillas flexibles, mano izquierda sosteniendo la derecha— y dispara.
El tiro destinado al parabrisas trasero se hunde en el maletero. Le falta práctica. También influye el hecho de que el condenado Porsche va botando por el terreno irregular como una canica en un tambor.
No llega a realizar el segundo disparo, porque Antonia se ha interpuesto en su línea de visión.
—¿Dónde cojones vas, zoroputoa? ¡Quita de en medio!
No contesta. Y donde va, es derecha al coche.
Esta tía me va a matar, piensa Jon, corriendo detrás de ella. Y si no, la mato yo.
10
Una autovía
A Jon Gutiérrez no le gustan las persecuciones a alta velocidad.
No es una cuestión estética. Cuando las ves en el cine, todo es magia. El montaje acelerado, los cambios de plano, la música, el sonido que se traslada de los altavoces delanteros a los traseros para que tú sientas la sensación de movimiento.
Lo que a Jon no le gusta de las persecuciones a alta velocidad es tener que ir de copiloto.
Llegó al coche por los pelos, cuando Antonia ya había arrancado y estaba dando la vuelta en el descampado. La inercia dejó el coche parado un instante, y Jon aprovechó para abrir la puerta y colarse dentro, cuando Antonia ya estaba metiendo la marcha para enfilar el camino.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —dice Jon, poniéndose el cinturón—. ¡Podría haberte disparado!
Antonia no contesta. Conduce el coche a casi noventa kilómetros por hora por un espacio tan estrecho que la velocidad recomendable sería andando y con una cesta de picnic. Los extremos de los parachoques arrancan los arbustos al pasar. Pero Antonia ni se inmuta.
Tiene esa expresión que Jon ha visto antes y ha aprendido a reconocer. Los ojos vidriosos, la mandíbula tensa. Esa expresión que indica que su cerebro está trabajando a más revoluciones de lo normal, más de las que puede procesar. Su mente tiene que manejar dos problemas complejos al mismo tiempo, y está empeñada en hacerlo a la vez.
Velocidad máxima del Audi A8 (225 km/h).
La posición del cadáver.
Distancia entre los árboles.
Velocidad máxima del Porsche Cayenne Turbo (la desconoce, se maldice por no haberlo consultado).
La puñalada del cuellosinheridasdefensivasenlasmanosnopuedotodoalmismotiempo…
De nuevo el ahogo. No es buena idea, conduciendo a esa velocidad. Cuando Antonia se dirige por fin a su compañero, es una rendición. Otra más.
Sólo esta vez. Será la última.
—¿Te dio Mentor algo para mí? —dice, tendiéndole la mano.
Jon no comprende al principio a qué se refiere, está demasiado pendiente de la trayectoria. Señala frente a ellos.
—¡Cuidado!
El camino se revira de nuevo, están a punto de salir a la carretera sin asfaltar que une el Centro Hípico con la autovía. Antonia pelea por controlar la parte trasera del coche en el terreno pedregoso, girando el volante en dirección contraria. El Audi logra salir a la carretera sin más que una puerta trasera abollada por un árbol que les ayuda a terminar de frenar.
Del Porsche no hay ni rastro. Es un cuatro por cuatro, aunque sea de los de pintar la mona. Y en ese terreno lleva ventaja.
—¿Te dio Mentor algo para mí? —insiste, golpeando a Jon en el hombro.
Jon comprende por fin qué es lo que le está pidiendo. Se registra los bolsillos, rogando para no haber perdido la cajita metálica. Por fin la encuentra en el bolsillo del chaleco, en lugar del reloj que debería ir en esa zona y que su padre nunca le regaló.
Abre la cajita. Está dividida en dos zonas.
—¿Cuál?
—La roja —dice, extendiendo la palma—. Ya.
Jon le da la cápsula.
Ella se la pone en la boca. Oye cómo la muerde, y ve la lengua moverse, con la precisa maestría de la experiencia. Jon ha visto también esa maestría gestual antes, en gentes delgadas de dientes marrones y venas finas.
—Sujeta el volante —le ordena.
Y cierra los ojos. Cierra los ojos, sin soltar el pie del acelerador.
—¡Nos vas a matar! —dice Jon, desenganchando el cinturón de seguridad y agarrando el volante. Al menos la carretera es recta, pero a esa velocidad y en ese terreno podría pasar cualquier cosa.
Su asistencia en la conducción dura diez segundos exactos. Jon lo sabe porque Antonia los ha contado en voz baja, casi susurrándoselos al oído, inclinado como está sobre ella. No llega al cero (eso serían once). Sólo dice:
—Ya. —Y agarra el volante de nuevo.
Jon vuelve a su asiento y busca como un desesperado el cinturón. Sólo cuando se lo abrocha se atreve a abroncarla. Pero no llega a hacerlo, porque ve que algo ha cambiado en ella. Parece sentarse más recta, con los hombros más altos. Y sus ojos ya no están vidriosos, sino que se han convertido en dos rayos láser.
—Zoroputoa. Estás como una puta cabra —dice Jon.
—Espero que no te moleste si lo pongo a doscientos —le remeda ella, golpeando la palanca para poner el coche en modo secuencial y tocando ligeramente las levas para meter una marcha más. Por ahora sólo va a cien, el doble de lo permitido. Las ruedas del Audi no se hicieron para la tierra.
Joder, cuando le pregunté si le gustaban los coches no me imaginaba esto.
El trecho sin asfaltar se acaba doscientos metros más adelante. E incorporándose a la autovía, qué te parece, está el sospechoso. Eso, o alguien más huye a gran velocidad en un Porsche Cayenne Turbo de color negro por esta carretera solitaria.
Antonia pisa el acelerador a fondo, ahora que su objetivo está a la vista.
—Necesito —le dice a Jon, con la voz muy tranquila— que mires en internet a qué velocidad máxima puede ir ese coche.
—¿Ahora quieres que me ponga a escribir en el móvil? —dice Jon, que se ha agarrado con ambas manos a la manija del techo.
—¿Y tú qué quieres, vivir cien años?
—Pues sí, tenía pensado.
—Pregúntaselo a Siri —dice Antonia, reduciendo una marcha para poder tomar la curva de la autovía sin volcar.
No del todo convencido, Jon suelta una mano y aprieta el botón lateral de su teléfono.
—Siri, cuánto corre un Porsche Cayenne.
Tras pensarlo un instante, Siri responde solícita.
—Esto es lo que he encontrado en internet sobre «Cuando corres, me pones a cien».
Jon decide que Siri no entiende el acento de Bilbao y se limita a buscarlo a mano.
—Sobre 286 kilómetros por hora —dice Jon.
Antonia aprieta los labios. A medias jodida por la noticia de que el otro coche es capaz de sacarles sesenta kilómetros de velocidad punta, a medias concentrada en la conducción. Ahora todos sus sentidos y sus capacidades están puestos al servicio de mover esa enorme máquina. Cuando los neumáticos pisan asfalto, abandona las precauciones. Si es que hasta ahora ha tenido alguna.
—Agárrate fuerte —le dice a Jon.
—¿Más? —dice Jon, que ya tiene los nudillos blancos por el esfuerzo.
Suerte que las manijas están soldadas al chasis.
—Llama a Mentor —dice Antonia—. Dile que el sospechoso está en la A-6 en dirección norte.
El tráfico en la carretera es aún intermitente. No son ni las siete de la mañana, y ya ha amanecido. Por eso Antonia puede poner el coche a ciento sesenta, y comienza a adelantar coches, a izquierda y derecha, como si las leyes de la Física y del sentido común no fueran con ella. Dos minutos después, Antonia puede ver el Porsche, a lo lejos. Ni un segundo demasiado tarde.
—¡Se está desviando! —grita Jon.
—La salida de la M-50.
Un segundo más y lo hubieran perdido de vista. Antonia aprieta aún más el acelerador. Conoce esa carretera. Tiene mucho menos tráfico y está repleta de desvíos. Si no es capaz de acortar la distancia, el sospechoso desaparecerá.
Durante unos interminables cinco segundos tiene que dejar paso a los coches que han tomado el desvío antes que ella. No hay sitio para que pase el enorme Audi. Sólo cuando el último se incorpora al carril —a paso de tortuga—, Antonia le adelanta por la derecha. El sonido del claxon se queda atrás, las maldiciones se las imagina y las ignora.
—Vamos. Vamos.
Frente a ellos hay una recta enorme. Toma el carril de la izquierda, y pone el coche a doscientos kilómetros por hora. El acelerador lo lleva pegado al suelo, y el motor va al máximo de su capacidad. Poco a poco consigue sacarle un poco más de velocidad, y el Porsche va quedando cada vez más cerca. Cien metros, ochenta. Sesenta metros.
—¡Ten cuidado!
Otro coche, un Volkswagen Passat está adelantando a un Fiat. Antonia le deja completar la maniobra y después introduce el coche en el espacio que ha quedado entre el Passat y el Fiat. El parachoques trasero del Audi queda a menos de treinta centímetros del Fiat, que se bandea llevado por el aire que desplaza el coche de Antonia y pega un frenazo. Sin dudar un segundo, Antonia cruza el coche delante del Passat, que también frena.
Jon masculla algo entre dientes.
—¿Qué dices?
—A ti nada. Le rezo a san Cristóbal, patrón de los conductores, que me deje volver al Bingo Arizona.
—Bueno, toda ayuda es poca.
Un nuevo adelantamiento. El último.
El Porsche está delante, a menos de cuarenta metros, y la carretera despejada.