Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—¿Abogado, entonces?

El desconocido suelta un resoplido, entre ofendido y divertido.

—Abogado. No, no soy abogado. Puede llamarme Mentor.

—¿Mentor? ¿Eso es nombre o apellido?

El desconocido sigue ojeando los papeles, sin levantar la vista.

—Su situación es bastante comprometida, inspector Gutiérrez. Le han suspendido de empleo y sueldo, para empezar. Y tiene unos cuantos cargos encima de la mesa. Ahora vienen las buenas noticias.

—¿Tiene usted una varita mágica para hacerlos desaparecer?

—Algo por el estilo. Lleva más de veinte años en el cuerpo, un buen número de detenciones. Algunas quejas por insubordinación. Poca tolerancia a la autoridad. Le encanta tomar atajos.

—No siempre se pueden seguir las normas al pie de la letra.

Mentor guarda de nuevo los papeles en el maletín con parsimonia.

—¿Le gusta el fútbol, inspector?

Jon se encoge de hombros.

—Algún partido del Athletic de vez en cuando.

Por inercia. Que el Athletic es el Athletic.

—¿Ha visto jugar a un equipo italiano? Tienen una máxima, los italianos: Nessuno ricorda il secondo. A ellos les importa poco cómo ganen, mientras ganen. Simular un penalti no es ninguna deshonra. Dar una patada forma parte del juego. Un sabio llamó a esta filosofía mierdismo.

—¿Qué sabio?

Ahora es Mentor quien se encoge de hombros.

—Usted es un mierdista, como prueba su última hazaña con el maletero del vehículo del proxeneta. Claro que la idea es que el árbitro no le vea, inspector Gutiérrez. Y menos aún que la repetición de la jugada acabe en las redes sociales con el hashtag #DictaduraPolicial

—Oiga usted, Mentor, o como se llame —dice Jon, poniendo sus enormes brazos sobre la mesa—. Estoy cansado. Mi carrera se ha ido a la mierda y mi madre tiene que estar loca de preocupación porque no he ido a casa a cenar y no he podido avisarla todavía de que me voy a tirar un puñado de años sin verla. Así que vaya al grano o váyase a tomar por culo.

—Voy a proponerle un trato. Usted hace algo que yo quiero, y yo le saco de este… ¿cómo lo llamó su jefe? De este lío de cojones.

—¿Va a hablar con la fiscalía? ¿Y con los medios? Venga ya, hombre. Que no nací ayer.

—Entiendo que le resultará difícil escuchar a un desconocido. Seguro que tiene alguien mejor a quien recurrir.

Jon no tiene a nadie mejor a quien recurrir. Ni mejor, ni peor. Lleva cinco horas dándose cuenta de ello.

Se rinde.

—¿Qué es lo que quiere?

—Lo que quiero, inspector Gutiérrez, es que conozca a una vieja amiga. Y que la saque a bailar.

Jon suelta una carcajada en la que no hay ni pizca de alegría.

—Me temo que le han informado mal sobre mis aficiones, oiga. No creo que a su amiga le guste bailar conmigo.

Mentor sonríe de nuevo. Una sonrisa de oreja a oreja, aún más preocupante que la primera.

—Por supuesto que no, inspector. De hecho, cuento con ello.

3
Un baile

Así que Jon Gutiérrez afronta el último tramo de escalera del número 7 de la calle Melancolía (barrio de Lavapiés, Madrid) de un humor bastante agrio. El comisario tampoco quiso explicarle nada cuando Jon le preguntó por Mentor:

—¿De dónde coño ha salido? ¿Del CNI? ¿De Interior? ¿De los Vengadores?

—Haz lo que te diga y no preguntes.

Jon sigue suspendido de empleo y sueldo, aunque los cargos contra él se han paralizado. Y el vídeo en el que se le ve plantando el caballo en el coche del chulo ha desaparecido —¡magia!— de las televisiones y de los periódicos.

Tal y como le había prometido Mentor que ocurriría si aceptaba su extraña propuesta.

La gente sigue hablando del tema en las redes sociales, pero a Jon le importa poco. Es cuestión de tiempo que las hienas de Twitter encuentren otro cadáver que roer hasta dejar los huesos mondos y blancos.

Sin embargo, la respiración del inspector Gutiérrez está agitada y su corazón encogido. Y no es sólo por la escalera. Porque a Mentor no le basta conque Jon conozca a su amiga Antonia Scott. También le ha exigido otra cosa a cambio de su ayuda. Y por lo poco que Mentor le ha explicado, esa segunda parte será la más difícil.

Al llegar al último piso, se encuentra la puerta del ático.

Verde. Antigua de narices. Descascarillada.

Abierta. De par en par.

—¿Hola?

Extrañado, entra en el piso. El recibidor está desnudo. Ni un solo mueble, ni perchero, ni un triste cenicero con la tarjeta de descuento del Carrefour. Nada salvo una pila de túpers vacíos, resecos. Huelen a curry, a cuscús y a otros seis o siete países. Los mismos olores que emanaban de los pisos que Jon se ha ido encontrando en su ascensión.

Al otro lado del recibidor hay un pasillo, también despejado. Sin cuadros, sin estanterías. Dos puertas a un lado, una al otro, una más al fondo. Todas abiertas.

La primera da a un baño. Jon se asoma, y ve sólo un cepillo de dientes, Colgate sabor fresa, una pastilla de jabón. Una botella de gel en la ducha. Media docena de botes de crema anticelulitis.

Vaya, así que cree en la magia, piensa Jon.

A la derecha sólo hay un dormitorio. Vacío. En el armario empotrado, abierto, atisba unas cuantas perchas. Pocas están ocupadas.

Jon se pregunta qué clase de persona vive así, con tan sólo un puñado de objetos. Piensa si se habrá marchado. Teme haber llegado tarde.

Más adelante, a la izquierda, una cocina minúscula. Hay platos en la pila. La encimera es un océano de silestone blanco. Una cuchara de postre, sucia, naufraga a mitad de camino del fregadero.

Al fondo del pasillo, el salón. Abuhardillado. Las paredes de ladrillo visto, las vigas de madera oscura. La luz, tenue, se cuela por dos claraboyas practicadas entre ellas. Y por una ventana.

Fuera, el sol se pone.

Dentro, Antonia Scott está sentada en el suelo, en mitad de la habitación, en la posición del loto. Treinta y tantos. Vestida con unos pantalones negros y una camiseta blanca. Tiene los pies descalzos. Frente a ella hay un iPad, conectado a la corriente por un cable muy largo.

—Me has interrumpido —dice Antonia. Le da la vuelta al iPad, y coloca la pantalla hacia el ajado suelo de parquet—. Es de muy mala educación.

Jon es de esos que cuando se mosquean pasan al contraataque. Preventivo. Por deporte. Por sus huevos morenos.

—¿Siempre dejas la puerta abierta? ¿No sabes en qué barrio vives? ¿Y si fuera un psicópata violador?

Antonia parpadea, desconcertada. No maneja el sarcasmo muy bien.

—No eres un psicópata violador. Eres policía. Vasco.

En lo de vasco, Jon no se engaña, el acento no deja lugar a dudas. Pero que le haya calado como madero, le sorprende. Normalmente los polis apestan a polis. Jon, que no tiene que pagar alquiler, y se deja todo el sueldo en ropa, parece más bien un director de marketing, con su traje de tres piezas de lana fría cortado a medida y sus zapatos italianos.

—¿Cómo sabes que soy policía? —dice Jon, apoyándose en el quicio de la puerta.

Antonia señala el lado izquierdo de la chaqueta de Jon. Pese al cuidado que ha puesto el sastre para compensar el bulto del arma, no lo ha conseguido del todo. Tampoco él ha ayudado con su dieta.

—Soy el inspector Gutiérrez —admite Jon. Duda si ofrecerle la mano, pero se contiene a tiempo. Le han advertido que a esta mujer no le gusta el contacto físico.

—Te envía Mentor —dice Antonia.

No es una pregunta.

—¿Te ha avisado de mi llegada?

—No hace falta. Aquí nunca viene nadie.

—Vienen tus vecinos, a traerte comida. Deben de apreciarte mucho.

Antonia se encoge de hombros.

—Soy la dueña del edificio. Bueno, mi marido lo es. Esa comida es el alquiler que les cobro.

Jon hace un cálculo rápido. Cinco plantas, a tres pisos por planta, a mil euros por piso.

—Vaya. El cuscús te sale por un pico. Ya puede estar bueno.

—No me gusta cocinar —dice Antonia, con una sonrisa.

Es entonces cuando Jon se da cuenta de que es hermosa. No una belleza, tampoco nos volvamos locos. A primera vista, el rostro de Antonia pasa desapercibido, como una hoja en blanco. El pelo, negro y lacio, cortado en media melena, no ayuda mucho. Pero cuando sonríe, su cara se ilumina como un árbol de Navidad. Y descubres que los ojos que parecían marrones son en realidad de un verde aceituna, que un hoyuelo se forma a cada lado de la boca, dibujando un triángulo perfecto con el que le parte la barbilla.

Después se pone seria, y el efecto desaparece.

—Ahora vete —dice Antonia, abanicando el aire con la mano en dirección a Jon.

—No hasta que escuches lo que he venido a decirte —responde el inspector.

—¿Crees que eres el primero que envía Mentor? Ha habido otros tres antes que tú. El último hace sólo seis meses. Y a todos os digo lo mismo: No me interesa.

Jon se rasca el pelo —ondulado tirando a pelirrojo, habíamos dicho— y respira hondo. Llenar ese torso enorme lleva unos cuantos segundos y bastantes litros de oxígeno. Sólo está ganando tiempo, porque en realidad no sabe qué demonios decirle a esa mujer extraña y solitaria a la que ha conocido hace tres minutos. Y todo lo que le había pedido Mentor era: consigue que se suba al coche. Promete lo que quieras, miente, amenaza, engatúsala. Pero consigue que se suba al coche.

Que se suba al coche. No le ha dicho lo que pasará después. Y eso es lo que le obsesiona.

¿Quién es esta tía, y por qué es tan importante?

—Si lo llego a saber, hubiera traído cuscús. ¿Qué pasa, eras policía?

Antonia chasquea la lengua con disgusto.

—No te lo ha dicho, ¿verdad? No te ha contado nada. Te habrá pedido que me subas a un coche, sin saber a dónde vamos. Para uno de sus ridículos encargos. No, gracias. Me va mucho mejor sin él.

Jon hace un gesto hacia la habitación vacía y las paredes desnudas.

—Ya se ve. El sueño de cualquiera: dormir en el suelo.

Antonia se retrae un poco, entorna los ojos.

—No duermo en el suelo. Duermo en el hospital —escupe.

Eso le ha dolido, piensa Jon. Y cuando le duele, habla.

—¿Qué te pasa? No, a ti no. Es a tu marido, ¿verdad?

—No es de tu incumbencia.

De pronto las piezas encajan, y Jon no puede dejar de hablar.

—Le ocurre algo, está enfermo, y tú quieres estar con él. Es comprensible. Pero ponte en mi lugar. Me han pedido que te convenza de que subas al coche, Antonia. Si no lo consigo, habrá consecuencias para mí.

—Eso no es mi problema. —La voz de Antonia se vuelve glacial—. No es mi problema lo que le ocurra a un poli gordo e incompetente, que la ha cagado tanto como para que le manden a buscarme. Y ahora márchate. Y dile a Mentor que deje de intentarlo.

El inspector Gutiérrez, con el rostro de cemento, da un paso atrás. No sabe qué más decirle a aquella chalada. Se maldice por haberse dejado embarcar en este asunto, que ha sido una enorme pérdida de tiempo. No le queda otra que volverse a Bilbao, enfrentarse al comisario y apencar con las consecuencias de su estupidez.

—Está bien —dice Jon, antes de darse la vuelta y enfilar el pasillo, con el rabo entre las piernas—. Pero me pidió que te dijera que esta vez es distinto. Que esta vez te necesita.

4
Una videollamada

Antonia Scott ve desaparecer la enorme espalda del inspector Gutiérrez por el pasillo. Cuenta los pasos, lentos y pesados, que se alejan. Cuando llega a trece, le da la vuelta al iPad.

—Ya podemos seguir, abuela.

La pantalla muestra a una anciana de ojos amables y pelo cardado. En su rostro arrugado hay más surcos que en un viñedo riojano. Lo cual viene al caso porque la anciana está apurando una copa de vino.

—¿Por qué me has llamado? Aún falta para las diez.

—He llamado cuando le he oído subir. Quería que estuvieras ahí por si la cosa se ponía fea.

Ambas hablan en inglés. Georgina Scott vive en Chedworth, a las afueras de Gloucester, en un pueblo pequeñísimo de la campiña inglesa donde el calendario se detuvo hace siglos. Un pueblecito de postal. Con su villa romana. Sus muros cubiertos de musgo. Su conexión a internet de alta velocidad a través de la cual la abuela Scott y Antonia hablan dos veces al día.

—Ese hombre parecía guapo. Tenía voz de guapo —dice la anciana, que está deseando que su nieta se saque las telarañas.

—Es gay, abuela.

—Tonterías, niña. Ninguno es gay cuando le acercas la mano al grifo. En su día yo curé a unos cuantos.

Antonia pone los ojos en blanco. La abuela Scott está convencida de que «políticamente correcto» significa Winston Churchill.

—Eso está muy feo, abuela.

—Tengo noventa y tres años, niña —dice la anciana, por toda justificación, y comienza a servirse más vino.