Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Aunque no lo vea, Antonia sabe que entre aquellos árboles hay un camino.

—Tiene que estar por allí.

Carla

Al principio, Carla cree que lo que ha escuchado es la voz que ha estado resonando dentro de su cabeza. La voz que no existe. La voz que suena como la de su madre, pero que no puede ser su madre, porque su madre murió hace once meses. Entonces escucha:

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Suena muy apagado, al otro lado del muro.

Ya vienen. ¡Ya vienen a buscarme!

El corazón de Carla empieza a bombear sangre, su adrenalina se dispara. Por fin. Sabía que tenía que aguantar. Sabía que era cuestión de tiempo. Gatea hasta la pared, y empieza a golpear en ella.

—¡Sí! ¡Estoy aquí! ¡Ayúdame, ayúdame, por favor!

Al otro lado hay un silencio. Pesado.

—¿Hola? ¿Me oyes? —insiste Carla.

—A ti también te ha cogido —responde la otra persona. Es una voz de mujer, dulce y con un deje madrileño por debajo del desencanto.

La emoción de Carla se transforma en decepción. No está hablando con uno de sus rescatadores, está hablando con otra víctima. El llanto regresa, se le atasca en la garganta, lo manda de vuelta hacia el estómago con gran esfuerzo.

—¿Cómo te llamas? —pregunta.

—No… no sé si debería decírtelo.

—¿Por qué?

—Porque no sé quién eres.

La otra mujer suena, muy, muy asustada. De alguna forma este hecho, en lugar de contagiarle el miedo, le infunde valor a Carla.

—Yo me llamo Carla. —Va a decir su apellido, pero se interrumpe a tiempo.

—Yo soy Sandra —contesta ella, al cabo de un rato larguísimo.

—¿Sabes dónde estamos, Sandra?

—No. —Parece a punto de echarse a llorar.

—¿Sabes quién nos ha secuestrado?

—Un hombre alto. Se subió a mi coche. Tenía un cuchillo.

—¿Te ha dicho su nombre?

—Ezequiel. Me ha dicho que se llama Ezequiel.

—¿Te ha hecho daño, Sandra?

Es entonces cuando ella se derrumba. Durante largos minutos sólo se oye el sollozo, quedo y desesperado. El sonido queda amortiguado por la pared que hay entre ambas.

La angustia, no.

La angustia se filtra a través del muro de ladrillo como una niebla, tenue y ponzoñosa que se introduce en los pulmones de Carla. Porque sabe, presiente, que el destino de Sandra es también el suyo.

—Te ha hecho daño —dice Carla, cuando ella se calma un poco.

—No quiero hablar de ello.

Carla sí quiere hablar de ello, de hecho no cree que haya habido nunca jamás un tema que le haya interesado más en toda su vida que saber lo que le ha hecho a Sandra.

Traga saliva. Se fuerza a no obligarla. No quiere que se cierre. Viene a su mente —la mente, qué cosa tan extraña— su profesora de negociación en Brompton. Nunca muestres ansiedad por una información, nunca te dejes llevar por las emociones. Miss Rathe. Qué hija de puta, cómo la apretaba. Algún día estos conocimientos pueden salvarte la vida, decía. Claro, si pudiera recordarlos.

Desvía la atención. Cambia de tema. Da un rodeo para llegar al mismo punto.

—¿A qué te dedicas?

—Soy taxista. Así me cogió —dice Sandra—. ¿Y tú?

—Trabajo en una marca de ropa. En temas de gestión.

—¿En cuál?

Carla le dice el nombre.

—Yo tengo cosas vuestras —dice la taxista—. Sobre todo compro en rebajas. Aunque no siempre hay de mi talla.

Claro que no, porque la clave de su negocio es que todo lo que sacan se acabe muy rápido para obligar a que visites las tiendas cada diez días. Así lo diseñó su padre, la idea genial que hizo entrar el dinero a espuertas.

—Estuve la semana pasada —sigue Sandra—. Había un top azul que me gustaba. Con flores blancas. Pero era muy caro, incluso con rebajas.

Carla lo conoce. Es uno de los éxitos de la temporada. Y eso que a ella no le acaba de convencer.

—Sandra, cuando salgamos de aquí, yo personalmente iré contigo a una tienda y nos llevaremos todo lo que quieras.

—¿Harías eso por mí?

—Claro.

—Si salimos.

Guardan silencio las dos.

—¿Cómo…? ¿Cómo has acabado aquí?

—Salía del trabajo, de noche. Paró con una furgoneta a mi lado, y se me echó encima. Noté un pinchazo en el cuello. Creo que me drogó. Me desperté aquí. No me he encontrado bien desde entonces.

—¿Qué te pasa?

—Tengo mucho sueño todo el rato. Creo que pone algo en mi agua. Sabe rara, amarga. Me cuesta mucho mantenerme despierta —dice, y es verdad que su voz suena cada vez más apagada.

Repentinamente alarmada, Carla palpa su propia botella de agua, a la que apenas le queda un tercio. Desenrosca el tapón, da un corto sorbo. No tiene sabor ni olor.

Sea lo que sea lo que quiere Ezequiel, no las está tratando de la misma forma.

—No bebas nada.

—Hace mucho calor y tengo mucha sed. Y me dijo antes de irse que me acabase el agua, o que si no…

—¿Irse? ¿Cómo que irse?

¿Dónde se ha ido? ¿Les ha dejado allí solas? El pensamiento es pavoroso, ambivalente. Por un lado produce alivio, por el otro un terror informe. ¿Y si le pasara algo? ¿Y si tiene un accidente, y nadie es capaz de encontrarlas, nunca? A Carla se le ocurren muy pocos destinos más atroces que morir de hambre y sed en aquella oscuridad. Necesitan a Ezequiel para mantenerlas con vida. Y Carla tiene que saber cómo sabe Sandra que Ezequiel se ha ido.

Sandra no contesta.

—Sandra. Escúchame. Tienes que mantenerte despierta. Sandra.

—No puedo. —Su voz es casi inaudible.

—¿Cómo sabes que se ha ido? ¿Cómo lo sabes, Sandra?

El silencio dura una eternidad.

Se interrumpe un momento…

—Hay… un agujero.

Y después, la nada.

9
Un camino

—Tiene que estar por allí —dice Antonia, once segundos después de haber subido al muro.

—¿El qué?

—Un camino entre los árboles.

—¿Puedes verlo, con lo oscuro que está?

—Puedo verlo en mi cabeza. Ayúdame a bajar, me da miedo darme la vuelta.

—¿Cómo? ¿Quieres que te coja?

—Yo creo que podrás conmigo.

—Chica, puedo con cuatro como tú.

Quizás cinco, decide Jon cuando agarra a Antonia por la cintura y la baja del muro. Con su récord como harrijasotzaile en casi trescientos kilos de peso, aquella mujer tan delgada que tiene que echarse piedras en los bolsillos para que no se la lleve el viento le parece una pluma.

—Creía que no te gustaba que te tocaran.

—Y no me gusta. Pero si estoy prevenida, es más fácil.

Vuelven al coche tras despedirse del vigilante, que lo único que les pide al salir es que no le digan a nadie que se había dejado la puerta de la garita abierta.

—Descuida —le asegura Jon—, que nosotros estaremos callados como tumbas.

—Baja por el camino. Y ve despacio, todo lo despacio que puedas —le indica Antonia, cuando Jon se pone tras el volante—. Y enciende las largas.

Los faros de xeón del Audi A8 —tan potentes que apuntados al cielo podrían llamar a justicieros enmascarados— convierten el amanecer en pleno día a medida que Antonia va caminando por delante del coche, camino abajo. La vista fija en el lado derecho, la bandolera ceñida y el paso muy corto, tan corto que Jon tiene que ir todo el rato jugando con el freno. Por no atropellar, que queda feo. El Audi, que no está hecho para este caminar de anciana ociosa, protesta, se quiere ir hacia delante, hay que ir reteniéndolo.

—¿Se puede saber qué estamos buscando? —dice Jon, asomando la cabeza por la ventanilla.

Antonia le manda callar agitando la mano sin volverse.

Un par de minutos después, el GPS vuelve a avisarle de que:

—Hemos llegado al punto que habías marcado antes en el navegador —dice, asomando de nuevo la cabeza.

Diez metros más adelante, Antonia hace un alto y se agacha junto a los arbustos y la breña que enmarca el camino, desapareciendo de la vista por un segundo. Cuando vuelve a incorporarse, está arrastrando algo.

Jon se incorpora y puede ver que está tirando de los arbustos, que no están sujetos a la tierra por las raíces, como están los arbustos de bien, sino colocados con malas artes y peores intenciones

Antonia le hace gestos para que maniobre con el coche. Jon comprueba enseguida que los arbustos estaban tapando un camino de tierra entre los árboles, poco más que una trocha polvorienta. Un reflejo a su derecha le llama la atención y baja del coche para investigar.

—Creo que he visto algo —le dice a su compañera.

Oculto entre la maleza encuentran un objeto reflectante. Jon tira de él, está enganchado. Cuando finalmente cede y queda bajo el resplandor de los faros, Jon suelta un silbido.

—Creo que empiezo a entender qué es lo que ha pasado aquí.

Antonia pone de pie la señal y aparta un par de hojas secas que han quedado pegadas encima del letrero DESVÍO POR OBRAS.

—Está casi nueva.

—Seguramente la haya robado.

—No necesariamente. Se pueden comprar por internet. No valen ni veinte euros.

—¿Cómo sabes estas cosas? —se asombra Jon, mirándola de reojo.

—Igual que casi todo: por curiosidad.

—¿Me estás diciendo que cualquiera puede comprar señalización oficial y cortar una carretera por menos de lo que cuesta un chuletón con patatas?

—Incluso puedes personalizarla con el nombre de un ayuntamiento, si quieres —dice Antonia, señalando la esquina del letrero, donde se puede ver claramente AYUNTAMIEN-

TO DE LAS ROZAS.

—¿Y nadie te pide ninguna documentación?

—No. Hacen como nuestro amigo el vigilante del Centro Hípico. ¿Para qué vas a decir que eres de un ayuntamiento, si no lo eres?

Pues si eres un psicópata que quiere desviar a alguien de su ruta para poder secuestrarlo, por ejemplo, piensa Jon. Pero esto es lo que ha generado internet. No sólo pone nuestra dirección, nuestro teléfono, nuestros hábitos a disposición de cualquier puto loco. También facilita las herramientas para que nos haga daño.

—Sigamos, a ver adónde lleva esto.

Jon regresa al Audi y lo lleva por la trocha, mientras Antonia vuelve a caminar delante de él, atenta al recorrido. No faltan baches ni virajes, y esta vez Jon agradece ir al paso que le va marcando ella. Cuarenta o cincuenta metros más adelante, el camino se ensancha. Los árboles dejan paso a un claro de unos veinte metros de diámetro.

Antonia se detiene. Algo en el suelo ha llamado su atención.

Jon baja del coche y se acerca a ella. En el suelo pedregoso hay una mancha, grande y oscura, casi negra a la luz del alba que no acaba de romper. El inspector Gutiérrez no necesita que Antonia se agache, coja un puñado de tierra manchada y reseca y se lo acerque a la nariz. El olor metálico es distinguible incluso de pie.

Pero ella lo hace, de todas formas.

—Huele.

Jon aparta la cara.

—No hace falta. Es sangre, Antonia.

—Mucha sangre —dice ella—. Sea quien sea, no saldrá de esta.

—Probablemente una puñalada en el cuello —supone Jon, que ha visto antes manchas parecidas. Una vez dos yonquis se pelearon en el barrio de las Cortes por quién le debía cinco euros a quién. El que ganó se llevó un billete de ida a Basauri con todos los gastos pagados. El que perdió dejó un charco oscuro que no difería mucho de éste.

—Alumbra por aquí —pide Antonia, señalando un poco más adelante.

Jon enciende la linterna del móvil y ve que hay un rastro en el suelo. Es débil, apenas unas marcas allá donde las piedras del terreno abandonan su configuración irregular y forman una línea apenas visible.

Unos pasos más adelante, el rastro se pierde entre los arbustos, alejándose del claro y del camino.

El inspector Gutiérrez se desabrocha la chaqueta, y deja a la vista la pistolera.

—Ponte detrás de mí. Y será mejor que alumbres tú —dice, pasándole el móvil a Antonia.

—Eres un exagerado. Quien haya hecho esto hará muchas horas que se habrá marchado.

Jon siempre ha tenido el instinto de proteger a otros, desde que era un niño. Influyen el tamaño de su cuerpo y el de su corazón. Y porque sí, hostias. Porque hay cosas que son como son. Así que con una mano agita el móvil para que lo coja y con la otra la echa sutilmente hacia atrás.

—Tú hazme caso.

Antonia coge el móvil.

—Tendríamos que haberle pedido su linterna al vigilante.

O haber traído una Mag-lite en condiciones, piensa Jon, que siempre tiene una. En su propio coche, el que se ha quedado en Bilbao, aparcado a dos manzanas de la comisaría. Ahí puede estar.

Cuando se meten entre los árboles, siguiendo el rastro, las hojas de pino crujen bajo sus pies, denunciando su intromisión.

El resto es silencio.

Jon siente un extraño hormigueo en el cuero cabelludo. Un hormigueo que ha sentido antes, muy pocas veces. Ocasiones en las que las cosas nunca han salido bien. Nunca en su vida ha tenido que disparar su arma —muy pocos policías llegan a hacerlo en su vida—. Pero ha tenido que sacarla alguna vez. Y esa electricidad —un centenar de insectos correteando entre su cráneo y su pelo— ha estado presente, siempre.