—¿Y ahora qué?
—Estos sistemas no siempre son precisos, sobre todo en zonas despobladas —dice Antonia—. Si en una ciudad tiene una precisión de cincuenta metros, aquí en el campo el radio puede ser de doscientos, o más.
—¿Y si el tal Ezequiel tiró el teléfono por la ventana del coche? Eso quiere decir que tenemos que buscar un cacharro de diez centímetros en un área de ¿cuánto? Soy malísimo en matemáticas.
—Alrededor de 125.664 metros cuadrados —dice Antonia, tras un parpadeo—. Redondeando.
—Redondeando… Tendremos que venir de día. Y con mucha gente.
—No desesperes tan rápido. Mira, allí hay algo.
No es un edificio, más bien parece un conjunto de ellos, rodeados por un muro. A la entrada hay una luz encendida. Es un portón de entrada de color verde botella, con una garita de seguridad.
Jon para junto a ella, se baja del coche y da dos golpes en la ventanilla.
—No parece haber nadie —dice Antonia.
—Menos mal que la puerta está abierta —se alegra Jon, agachándose junto a la entrada de la garita y sacando algo del bolsillo.
Hace siete u ocho años, una tarde
Jon perseguía a la carrera a un ladrón que ya le tenía hasta las narices. Era la cuarta vez que Luis Miguel Heredia escapaba por piernas. Las suyas, ligeras, de adolescente. Las de Jon, más débiles y más lentas —no es que esté gordo—. El chaval cada vez se crecía más, y ya se tomaba a choteo lo de escapar del, entonces, subinspector Gutiérrez. Tan felices se las veía que se dio la vuelta, en plena carrera, para hacer una doble peineta en dirección a Jon. Con tan mala suerte —o buena, según a quién preguntes— que al volverse se comió una señal de ceda el paso con los morros. El clon sonó hasta la otra orilla.
Jon le alcanzó unos, bastantes, segundos después. Luismi el Rata, que así se llamaba en la calle, estaba empezando a volver en sí. Tenía los labios empapados en sangre.
—Ya no corres tanto, ¿eh, Luismi? —dijo Jon, apoyando las manos en las rodillas. Aún no había recuperado del todo el aliento. Se sintió tentado de darle un par de patadas en los huevos para asegurarse de que no se levantaba y seguía corriendo. Muy tentado, notaba el hormigueo de anticipación en la punta del pie derecho.
En lugar de eso, se agachó y le ayudó a apoyarse en la señal que había interrumpido su carrera.
Al incorporarle Jon, la sangre tiñó de rojo la pechera de la camiseta blanca de publicidad, casi tapando el teléfono de Andamios Atxukarro, S.L.
—Joder, es la única que tengo limpia —dijo, espurreando más hemoglobina sobre sus propios pantalones y los del policía.
—Ya no —dijo Jon, sacándose un pañuelo del bolsillo y comprimiéndole la nariz para restañar la hemorragia—. No se te ocurra correr otra vez, que te rompo el alma.
—Para correr estoy yo —quiso decir, aunque debajo del pañuelo y con la nariz apretada, sonó más bien bacorreftoio.
—Si es que eres gilipollas. ¿Y cómo te pones a reventar puertas en Otxarkoaga? ¿No sabes que aquí sólo hay pobres?
Claro, que el chaval vive en San Francisco, que es todavía peor.
—¿Y dónde quieres que robe?
—Vete a Abandoibarra, y así me libro de ti. Además allí igual no te revientan la cabeza si te pillan. Como mucho te detienen.
Luismi negó con la cabeza todo lo que le permitió la manaza de Jon.
—Sale muy cara la Barik. —La tarjeta de transporte público—. Y las puertas son más duras.
—Pues aquí poco hay que rascar. —Jon retira el pañuelo, la hemorragia ha remitido—. Anda, tira para la comisaría.
El Luismi se pone tenso y está a punto de echar a correr, pero cada brazo de Jon pesa aproximadamente lo mismo que él, y tiene ambos encima.
—No puedo ir a la comisaría. Mañana tengo examen y no he estudiao.
—¿Examen? ¿De qué vas a tener tú examen?
—Me estoy sacando la FP.
—Anda ya.
—Te lo juro.
Se sacó de la mochila una libreta de apuntes. Estaba debajo de media docena de móviles que no tenía pinta de haber comprado.
—Déjame ir, anda. Si total el juez me iba a soltar mañana, que soy menor.
Jon se rascó la cabeza durante un rato, y acabó soltando al Luismi. Éste le prometió que a cambio le enseñaría a reventar puertas.
—Es muy fácil, hasta un txakurra viejo como tú puede aprender.
Jon no esperaba nada, ni siquiera que lo del examen del chaval fuera en serio —igual hasta había robado la libreta, vete a saber—. Pero Luismi se presentó dos meses después en la comisaría de Gordóniz, preguntando por él. Traía un título de FP de Grado Medio bajo el brazo, y un neceser pequeño para él.
—Ya no robo —le dijo—. Anda, vamos para tu casa.
—A mi casa no vienes tú, que está mi madre.
Se lo llevó a un edificio abandonado en Artxanda, y allí Luismi le enseñó a usar las herramientas del minúsculo neceser en todas las cerraduras que encontraron.
—Todo está en el tacto, en la punta de los dedos. Tienes que sentir las pequeñas vibraciones, y luego, zas.
—Ay, ladrón, algún día harás muy feliz a una mujer —dijo Jon, sin dejar de hurgar con la ganzúa.
—Toma, claro. ¿Tú sabes lo que gana un cerrajero?
7
Un centro hípico
—Ya está —dice Jon, cuando logra alinear las piezas del bombillo y éste gira con un chasquido. No puede evitar una punzada de amargura al recordar la edad que tenía Luismi cuando se estampó contra la señal. No debía de ser mucho mayor que el chaval al que habían hallado desangrado en La Finca. Vidas muy distintas.
Se pone en pie y le abre paso a Antonia para que entre.
Desde la garita al interior de la propiedad hay una puerta que no tiene más que un pestillo interior. Al otro lado, un enorme patio, y mucho silencio. Frente a ellos, un edificio de una sola planta. A la derecha, pegado al muro, otro. Por delante, oscuridad.
—Aquí guardan caballos —dice Jon.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Es que no lo hueles?
—No.
—Ah. Cierto. Perdona —se disculpa Jon, recordando el problema de Antonia.
De pronto, una linterna les alumbra a la cara. Jon se pone delante de su compañera de forma instintiva.
—¡Quietos! ¡Manos arriba!
—Venga, no te flipes —dice Jon, levantando las manos de todas formas—. Somos la policía.
El guardia de seguridad baja la linterna y la apunta al suelo. No debe tener ni veinte años. Ni tampoco una pistola. Les ha mandado levantar las manos armado sólo con una potente luz y mucha fuerza de voluntad.
—¿Cómo han entrado?
—La puerta de la garita estaba abierta. ¿A quién se le ocurre?
—Es mi primera semana. No deberían haber entrado.
—Hemos llamado y no había nadie.
—Había ido al baño.
—Tienes paja en el hombro —interviene Antonia, señalando la camisa del guardia.
—Bueno, está bien, me he echado un sueño en la parte de atrás de la cuadra, en las balas de heno. Esta hora es muy mala, al final del turno. Cuesta aguantar.
—Pues así no vas a conservar el trabajo otra semana. ¿Y como sabes que somos de la policía, si no nos has pedido ni la identificación?
El joven lo piensa un momento.
—¿Por qué iban a decirme que son la policía si no lo son?
Un argumento inatacable.
—Supuse que se habrían olvidado algo —continúa el guardia—. Sus compañeros han estado aquí toda la tarde. Se fueron cuando yo llegué. Venían buscando a una yegua robada, o algo así. Mi jefe les enseñó todo el recinto, pero no encontraron nada.
Antonia y Jon se miran.
—¿Y de quién era la yegua? —dice ella.
—Yo qué sé, a nosotros nunca nos cuentan nada. Yo sólo soy el vigilante de noche. Sólo sé que una yegua tenía que haber llegado anoche y no llegó.
—Perdónanos un momento —dice Jon, llevándose a Antonia a un aparte.
—Este debe de ser el lugar donde Carla traía a su yegua para la competición de mañana —dice ella—. Es un sitio nuevo, ni siquiera sale en Google Maps.
Jon enciende la linterna de su móvil y alumbra a un cartel que hay en la pared. Anuncia la GRAN INAUGURACIÓN DEL CENTRO HÍPICO MORALEJA SPORT CLUB AND SPA. Justo al día siguiente. En la lista de participantes, está Carla Ortiz, junto con su yegua Maggie.
—Ahí la tienes. A la vista de todo el mundo.
—Vamos a dar una vuelta —pide Antonia.
—Los de la USE lo habrán registrado a fondo.
—Lo sé. Pero el móvil de ella está en un radio de doscientos metros. Y dónde iba a estar si no es en el sitio al que se supone que…
Antonia se detiene en mitad de la frase. Se da la vuelta y corre hacia el vigilante de seguridad.
—Necesito una escalera.
—¿Una escalera? Quizás en el cuarto de mantenimiento…
—Da igual.
Cerca de la entrada hay dos contenedores de basura de color verde botella, casi negros en la oscuridad. Antonia se acerca a uno de ellos, y se sube a la tapa. Después intenta auparse al muro, pero está demasiado alto para ella.
—¿Es que no vas a ayudarme?
Jon, que ha estado contemplando la operación con perplejidad, se acerca al contenedor. No sabe qué es lo que contiene, pero desde luego nada que quiera averiguar. Claro que Antonia no tiene que preocuparse de ese problema.
—Si crees que voy a subirme a ese cubo de basura, es que estás loca. Este traje es de Tom Ford.
—Ese traje no es de Tom Ford. Con tu sueldo no puedes pagarlo.
—Bueno, pero es una imitación casi perfecta. ¿Y tú sabes cuánto gano?
—Calla y súbete aquí. Yo te compraré un Tom Ford, uno de verdad.
—Pero si no tienes un chavo. Si te alimentan los vecinos.
—Sube y te diré el sueldo que te va pagar Mentor mientras estés ayudándome.
Jon intenta seguir el mismo camino que ella, pero no logra subirse a la tapa. No es que esté gordo.
—Ven aquí y échame una mano —dice, llamando al guardia de seguridad.
Éste se aproxima y cruza las manos a la altura de las rodillas para darle impulso a Jon.
—Ojalá supiera qué demonios pretenden ustedes.
—Ojalá lo supiera yo, niño.
Puede que no sea la bombilla más brillante de la caja, pero el joven es fuerte y logra sostener el peso del inspector Gutiérrez para que éste se aúpe al contenedor grasiento. Con escaso garbo y menos dignidad, torpe como un suicida sin vocación. Pero sube.
—¿Cuánto has dicho que va a ser mi sueldo?
—Luego te lo digo. Ayúdame.
Jon repite la operación que ha hecho el vigilante con él, y Antonia consigue auparse al muro. Primero se sienta sobre él a horcajadas, luego se pone de pie sobre la parte superior, que por suerte no tiene cristales pegados. Jon supone que hasta allí no llegan los gatos. No concede más hueco a ese pensamiento. Bastante tiene con procurar que su compañera no se caiga sin llegar a tocarla y sin perder pie en la tapa sobre el contenedor, que se comba peligrosamente bajo sus ciento y pico kilos de peso.
Por Dior, muchacha, no tardes.
8
Un muro
De pie sobre el muro, Antonia observa la oscuridad, que ha empezado a desleírse en la luz índigo que precede al día. Hace frío, aún queda media hora larga para el amanecer, pero las copas de los pinos ya se recortan, borrosas, contra el cielo que muda de negro a gris. El viento arranca murmullos del pinar, y el rasgueo de las cigarras parte el tiempo en intervalos desagradables. Al fondo del paisaje se intuye, más que se ve, la carretera principal. A sus pies termina la secundaria, poco más que un camino, aún sin asfaltar.
Antonia no saca el iPad para ubicarse. Su pantalla la deslumbraría, y necesita que sus ojos se acostumbren a la penumbra.
Tiene un método mejor.
Evoca en su memoria el mapa de la zona, que ha estado estudiando mientras llegaban. Lo superpone mentalmente sobre el paisaje que se extiende ante ella. El Centro Hípico está en lo alto de una colina, un desnivel de veinte metros, rodeado por dos pinares que se convierten en uno a la espalda del complejo.
Alguien le ha robado a la naturaleza muchas hectáreas para que los ricos puedan montar a caballo, piensa, y enseguida intenta arrojar fuera las distracciones, todo lo que no sea la tarea.
Aquí. Ahora.
En su mapa mental comienza a configurarse la posición del lugar, a la que le añade el punto en el que el servicio de localización había arrojado la última conexión con el teléfono de Carla. Traza un círculo a su alrededor, y calcula la posición relativa al lugar donde está.
Se encuentra casi en la intersección contraria.
Busquemos lo que busquemos, no está en el Centro Hípico, piensa.
Ahora visualiza sobre ese mapa mental el coche de Carla Ortiz, y le hace recorrer el trayecto desde la carretera principal hasta el Hípico. La línea se interrumpe en el punto en el que ha trazado la intersección mental.
Hacia su izquierda, el desnivel del terreno se pronuncia, el pinar, escalonado, se convierte en monte. No es lugar al que pudiera acceder un coche. En la otra dirección, a su derecha, la inclinación es más suave.