Jon, que ya estaba boquiabierto, tiene ahora la sensación de que tendrá que recoger su mandíbula del suelo con una grúa. Y así se habría quedado, de no ser porque Antonia le dice:
—La tenía pegada con un postit en el reverso del cajón de su escritorio. La encontré antes, cuando me excusé para ir al baño. Ven, vamos a ver si localizamos su móvil.
Carla
El caso es que no viene nadie.
Para Carla pasan horas, minutos, meses. Es imposible saberlo, porque el tiempo ha desaparecido.
Todo es ahora, y ahora es la oscuridad.
Y nadie viene.
No va a venir nadie.
—Sólo es cuestión de tiempo. Me quedaré aquí quieta, sin moverme, cinco minutos más —susurra.
Carla deja pasar un siglo entero. O un minuto. Es imposible saberlo. Después se echa a llorar. La tristeza llega de pronto, tan poderosa, tan intensa, como la rabia y la negación. Carla siente una enorme pena por Carla, una pena inconsolable. Sea cual sea el error que ha cometido, la culpa que haya merecido este castigo, todo ha terminado. El cielo arde sin llamas, la luz se ha desplomado y roto. La música, las caricias, la justicia, la risa, todo ha sido devorado, y en su lugar quedan cenizas. No hay nada al otro lado de esa plancha de metal. El mundo ha desaparecido. No hay personas en otras ciudades, en otros países, trabajando, jugando, comiendo, riendo y haciendo el amor. Si los hubiera, Carla tendría que odiar a esas personas. Es preferible creer que todo se lo ha llevado la marea y dejarte ir con ella.
Ya basta, inútil, estúpida.
Déjame.
Levántate.
No puedo.
¿No puedes como no pudiste conseguir que Borja mantuviera la polla en los pantalones?
¿No puedes como no puedes estar a tiempo en casa para acostar a tu hijo?
¿No puedes como no puedes conseguir que tu padre te quiera más que a tu hermanastra?
¡Ya basta, mamá!
Carla llora. Pero ya no son lágrimas de pena, ni de rabia, ni de negación. No sabe de qué son esas lágrimas, que ni siquiera llegan a formarse en sus ojos secos y en su cuerpo deshidratado y sudoroso.
Levántate.
Carla obedece. Por primera vez desde que Ezequiel se marchó, intenta incorporarse. Los músculos de las piernas y de los brazos no responden, están agarrotados. Siente unos calambres muy fuertes, y el dolor de la nariz regresa como si no se hubiese marchado unas horas —o meses, o minutos—. Con el dolor llega de nuevo a Carla un rastro de conciencia y de voluntad. El suficiente para tratar de ponerse en pie. No llega a conseguirlo, sus hombros chocan contra el techo.
Es de piedra. Frío al tacto. Rugoso. Amenazador.
Carla vuelve a dejarse caer al suelo. Encontrar el techo tan sumamente cerca le ha generado otro ataque de pánico que le cuesta varios minutos superar. Cuando recobra el dominio de sí misma nota una humedad y un frío en las bragas y entre los muslos. Se ha orinado encima. Es el menor de sus problemas. El mayor:
No puede ver nada.
Si un amigo adulto de Carla le hubiese preguntado la semana pasada a qué tenía miedo, Carla hubiera hecho una lista adulta: a la vejez, al desamor, a la incompetencia de los gobiernos. Pero Carla nunca hubiera admitido delante de ellos lo que admitió —por puro terror— a Ezequiel hace días, horas o meses.
Carla tiene un miedo cerval a la oscuridad.
Desde que era una niña de tres años, si apagaba la lámpara de su habitación, chillaba y chillaba hasta que su madre volvía a encenderla. Tuvo que dormir con una luz de bebé hasta los trece años. Si se la quitaban, era completamente incapaz de dormir.
A los trece años, su hermanastra entró una noche en su habitación y arrancó la luz azul de la pared.
—Ya no eres un bebé —le dijo.
Rosa no es mala, nunca lo ha sido. Pero tampoco ha sentido un gran amor por Carla. La madre de Rosa murió cuando ella tenía ocho años. Su padre se volvió a casar, y enseguida tuvieron a Carla. Rosa vivió ambos eventos como una traición a la memoria de su madre. Quizás por eso haya habido siempre una sombra de crueldad en su trato con Carla. Quizás sea sólo la mutua antipatía, física, que han sentido siempre la una por la otra. Rosa, con su ojo bizco y su cuerpo grueso, con su pelo basto y pueblerino, con su amor por los libros y su andar extraño, pesado, que a Carla siempre le ha parecido el de un animal herido. Rosa, que miraba siempre como a una mosca en la sopa a esa niña de piernas ligeras y rizos rubios que a todos gustaba, a la que todos se esforzaban por complacer.
Desde luego, había frialdad en sus ojos cuando le quitó la luz.
Odio, quizás.
De nada sirvieron las protestas de Carla, sus súplicas. Su madre se mostró comprensiva. Su padre no. Estaba criando a Carla para ser su heredera, la que Rosa no quería ser. Ella estudiaba para médico. Del textil, nada. Así que todo lo que endureciera a Carla le parecía bien a Ramón.
Carla no se endureció, al menos por ese lado. Tiraba cosas por el suelo de su cuarto para justificarse si su padre entraba y encontraba las luces encendidas. Así, si me levanto, no me tropiezo, decía. Aunque pronto aprendió a poner una toalla bajo la puerta para que el resplandor no se colara por debajo.
En la oscuridad acechaban monstruos. Formas escurridizas, hambrientas de tu carne, de la sustancia gelatinosa del interior de tus huesos, que se morían por triturar entre sus dientes afilados. Puede que no puedas ver a los monstruos, pero ellos desde luego sí pueden verte.
Carla siempre lo había sabido.
Y resulta que tenía razón.
Ahora tiene que afrontar la oscuridad que tanto teme. Tiene que encontrar un modo de navegarla, de hacerse con su entorno. Pero su mente no parece querer colaborar. Las formas escurridizas han vuelto, salvo que esta vez tienen un nuevo aspecto. El hombre del chaleco reflectante, el hombre del cuchillo. Lo imagina de este lado de la puerta metálica, acechando en las tinieblas, con el filo dispuesto, esperando a que ella extienda el brazo para clavárselo en la palma de la mano.
Empieza por algo sencillo.
Ponte de rodillas.
Carla intenta hacer caso a la voz, porque ¿qué otra cosa puede hacer?
Está temblando, pero consigue girar el cuerpo desde la posición fetal en la que se encuentra, hasta colocar las dos rodillas en el suelo. Luego las palmas. Finalmente se incorpora.
Primero, arriba.
Levanta el brazo, tan despacio que apenas lo siente moverse. Cuando las puntas de sus dedos alcanzan el techo —apenas un leve roce con las uñas— retira la mano a toda prisa, como si se hubiera quemado con una sartén. Vuelve a intentarlo, y esta vez llega a tocar el techo con las yemas de los dedos. Una tercera vez. Lo palpa. Más o menos a un palmo por encima de su cabeza estando de rodillas. ¿Un metro veinte, quizás?
Ahora viene lo más difícil.
Ahora tiene que moverse.
No espera a que la voz se lo diga. Ya lo sabe. Necesita saber dónde está, saber si hay alguna herramienta a su disposición. Tarda un buen rato en decidir cómo hacerlo. Finalmente opta por gatear. Primero localiza la plancha de metal que sirve de puerta de su prisión. Pega a ella las caderas y la pierna, posa una mano en el suelo —intentando no pensar qué puede corretear, arrastrarse por el suelo, con sus patas queratinosas— y la otra la mueve delante de ella. Los dedos extendidos. Buscando. Palpando.
Así logra encontrar los bordes de la puerta. En la parte superior hay una especie de respiradero, un millar de pequeños agujeros. Intenta pegar el ojo a alguno, pero no logra ver nada. Sin embargo, una corriente de aire fresco, pequeña pero perceptible, se filtra a través de ellos.
Carla calcula que la puerta debe medir unos dos metros de longitud.
Hay que explorar el resto. Carla es consciente, pero apartarse de la puerta de metal no es fácil. Apartarse de la dirección que, de alguna manera, ha identificado como la de escape. Tarda mucho en decidirse.
Tienes que seguir. Tienes que
saber dónde estás.
Cuando lo hace, sigue el mismo método. Se pega a la pared contraria con el hombro, y comienza a gatear con el brazo extendido. No le lleva mucho. La pared contraria a la plancha de metal está a sólo metro y medio de distancia. Todo su mundo se reduce ahora a un área de tres metros cuadrados.
En una esquina, Carla localiza en el suelo una especie de sumidero.
Creo que acabo de encontrar el cuarto de baño.
Hace un millón de años, en su luna de miel con Borja, gritó la misma frase desde un extremo de un bungalow de mil quinientos metros cuadrados en las islas Fiji, mientras en el extremo contrario su flamante marido le daba una propina excesiva al botones para que se largara cuanto antes.
La discordancia entre el recuerdo y su realidad es tan grande que Carla suelta una carcajada. Histérica, irreprimible. Estruendosa. Ríe hasta las lágrimas.
Y es entonces cuando escucha a alguien llamándola desde el otro lado de la pared.
6
Una localización
El inspector Gutiérrez nunca ha sido de trasnochar.
Es más bien de quedarse dormido en pijama en el sofá delante de una serie a eso de medianoche. Tres ronquidos y luego al dormitorio arrastrando los pies cuando salta el siguiente episodio y el logo de Netflix da sus dos sonoros aldabonazos. Por desgracia, la gente mala elige la noche para hacer cosas malas. Así que trasnochar es una obligación en la profesión que ha escogido.
Que tampoco la elegí yo. Que me eligió ella a mí.
Cuando se acabó el instituto, cuando tenía que comenzar la vida, Jon tenía miedo. Esa parte que le contó a Mentor es verdad. Pero también había algo dentro de él, un fuego del que quedan más que brasas. Ponerle nombres a ese fuego sería empequeñecerlo. Y así se dejó 874 pesetas en una solicitud para la oposición. Se presentó, pasó las pruebas físicas —no es que esté gordo, pero esa parte le costó— y se encontró en la academia de Ávila, y luego con un arma en la mano, y con un uniforme, y después ayudando a gente en la calle. En Pamplona, un año, y también en La Rioja, otro par. Incluso se libró de hacer DNI, aunque le decía a amatxo que eso era lo que hacía, y ella fingía que se lo creía. Y acabó volviendo a Bilbao, y allí se hizo inspector, y ya tenía metida la profesión, tan dentro que no se la podría sacar nunca. Y el fuego, pese a toda la mierda que había visto, sigue ardiendo de manera razonable, a sus cuarenta y pocos tacos, y ya ves tú.
De ese fuego tira el inspector Gutiérrez, agotado tras tres días larguísimos, cuando vuelve al coche con Antonia y ponen el coche en marcha. La aplicación Buscar Mi iPhone de la cuenta de Carla Ortiz ha arrojado un punto en el mapa, y hacia ella se dirigen.
—El móvil está apagado —dice Antonia—. Y hay algo que me extraña. Alguien como Carla Ortiz debería tener un portátil.
—¿Qué ordenador tenía en su casa?
—Un iMac Pro. El más caro de Apple.
—Es una ejecutiva que se mueve mucho. Lo lógico sería que tuviese un portátil de la misma marca.
—Y que éste estuviese con el mismo servicio de localización en la nube que el resto de sus dispositivos.
Jon, que nunca ha sido de Apple, no acaba de entender muy bien cómo funciona el asunto.
—No acabo de entender muy bien cómo funciona el asunto —dice.
—Tú te compras el dispositivo, y lo asocias a tu cuenta. Si te lo roban o lo pierdes, te conectas a tu cuenta desde cualquier otro usando tu contraseña y puedes ver dónde está. O, como en este caso, cuál es la última localización. Si el dispositivo se vuelve a encender y se conecta a internet, actualiza esa información en la nube.
—¿Y el portátil no está?
—No. Así que, o no tiene, que no creo, o alguien lo ha borrado de la nube. Y para eso es necesaria la contraseña.
—Así que, o lo ha hecho Carla, o alguien le ha obligado a decírsela.
—Eso es. Así que es probable que siga viva.
Una buena noticia. Un poco de combustible para el fuego.
—Ya estamos llegando —dice Jon.
Les ha llevado menos de veinte minutos llegar. Aún no son las seis de la mañana y la M-30 está casi desierta, así que Jon le ha pisado un poco. No mucho, no le gusta correr. Pero el tiempo corre para Carla Ortiz y ésta es la primera pista sólida que tienen.
—No te asustes si lo pongo a ciento cuarenta —le ha dicho a Antonia. Y Antonia no se ha inmutado, y han llegado enseguida.
Lo que no saben muy bien es a dónde han llegado. Jon detiene el coche cuando el GPS le indica que «ha llegado a su destino». Están en una carretera solitaria.