Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Todo es artificial —dice—. Esto no es por…

Se para en mitad de la frase, muy despacio.

Como si le hubiesen quitado las pilas, piensa Jon.

La doctora Aguado se interpone entre Antonia y él, le ofrece algo. Antonia le aparta la mano.

—No. Debo pensar.

—Será más fácil así.

—He dicho que no. Márchese.

—Señora Scott…

—He dicho que se marche —dice Antonia, la voz dura y chillona. Un diamante rayando vidrio.

Aguado se incorpora, incómoda, se alisa los vaqueros, se tira de las mangas del jersey.

—Voy a salir a ver si Mentor necesita ayuda —dice, como si se le acabara de ocurrir.

Jon espera hasta que la forense haya saltado de la furgoneta, y sólo entonces se incorpora en la silla y se inclina hacia Antonia.

—Has dicho que es artificial.

Antonia le mira, el esfuerzo para comunicar sus pensamientos es visible en sus ojos.

—No es por el chico. Esto es por algo más. Es por poder.

—¿Poder? ¿Qué clase de poder?

—El asesino cree que lo ha pensado todo. Pero se equivoca. Nos ha dejado dos… dos…

—¿Dos qué?

Antonia agacha la cabeza. Cuando la vuelve a incorporar, gruesas lágrimas le corren por las mejillas.

—Lo siento. Creía que podría. Pero no puedo.

Y, poniéndose en pie, sale de la furgoneta.

15
Un avión

Es sólo un punto en el cielo de la mañana.

El Bombardier Global Express 7000 había despegado del aeropuerto de La Coruña cuando aún era de noche, y tenía previsto iniciar la aproximación de descenso en Madrid justo después del amanecer. Aunque el dueño y único pasajero a bordo del avión verá aparecer el sol junto a su ventana antes que los habitantes de la capital de España.

—Señor, quedan dos minutos —avisa el piloto por el intercomunicador de la aeronave.

Ramón Ortiz no levanta aún los ojos de los papeles que uno de sus ayudantes le entregó en mano en la escalerilla del avión. Incluyen el informe de ventas del día anterior, problemas en la apertura de una nueva tienda en Singapur y otros asuntos menores. No puede estar pendiente de todo como le gustaría, pero ha hecho correr el rumor —que él mismo ha llegado a creerse— de que no hay detalle, grande o pequeño, que escape a su control. Le gusta presentarse de improviso o llamar a alguna de las tiendas, preguntar por la encargada (cuyo nombre le pasan convenientemente antes) y charlar de trivialidades. Sabe que luego se lo contará a todo aquel con el que se cruce. Así se crean las leyendas, con muy poco.

A sus ochenta y tres años, Ortiz ha recorrido un largo camino desde que era un mocoso que regresaba a casa caminando durante cinco kilómetros por una carretera nevada con los zapatos en la mano para no destrozarlos. Porque no había otros.

Entre el cuero duro de aquellos zapatos y la suave piel de anca de potro que recubre los asientos de su avión privado ha habido muchos amaneceres. Pasa la mano por el reposabrazos, con apreciación no exenta de cierta desazón. La piel es excelente, sin duda. Aunque el lujo desorbitado sigue resultándole, aun después de tantos años, ajeno. Como si fuera de prestado. Fue su hija Carla quien insistió en que personalizaran los asientos con esa piel en concreto, a juego con el sofá Chesterfield que aún conserva en su casa y que le acompaña desde la apertura de su primera tienda, hace cuatro décadas.

Ramón había enarcado la ceja ante el gasto, que subiría la factura del avión —35 millones de euros— en otros cien mil. Pero con Carla no hay forma de discutir. Todo lo salda con un:

—Calla, calla, que vas a ser el hombre más rico del cementerio.

Y, por supuesto, será verdad. Le entierren donde le entierren.

—Un minuto, señor —dice el piloto.

Ramón le ha instruido para que le avise siempre del instante en que el sol va a hacer su aparición. No quiere perdérselo, enfrascado en su trabajo. Sabe que el piloto hace un poco de trampa, pues el avión asciende ligeramente para que la predicción se cumpla en el momento preciso. Uno de los privilegios de ser el hombre más rico —aún sobre la tierra, y no bajo ella— es que puede elegir la hora a la que amanece.

Se quita las gafas de leer, que caen sobre su pechera, sujetas por la cadena que lleva al cuello, y se recuesta para ver el espectáculo. Pero una vibración sobre la mesa de caoba maciza le distrae. Está sonando su móvil particular, que dispone de cobertura wifi gracias a la conexión vía satélite del Bombardier. Otros cincuenta mil euros de sobrecoste, además de cincuenta euros el minuto de conexión. Otro gasto que no protestó.

—No querrás perderte una llamada importante mientras estás volando —había dicho Carla.

Teniendo en cuenta que sólo un puñado de personas tienen ese número, Ramón sabe siempre que, si suena, es importante. Por eso aparta, a su pesar, la vista de la ventanilla.

Es una llamada de FaceTime de audio. La foto de Carla le saluda desde la pantalla. Raro en ella, que no suele despertarse temprano, y menos aún llamar a esas horas.

Descuelga.

—¿Qué haces con el ojo abierto?

La voz que le contesta no es la de Carla.

—Buenos días, señor Ortiz.

—¿Quién es? ¿Cómo tiene este número?

Una voz, grave, seca, le explica con todo lujo de detalles por qué tiene ese número de teléfono y por qué llama desde el FaceTime de su hija.

—Oiga, como le haga usted daño…

—Ya le he hecho daño, señor Ortiz. Y le haré más. Y usted no podrá impedirlo. Y ahora cállese —le interrumpe.

Y Ramón Ortiz escucha. Y cuando el sol sale y le da de lleno en la cara, no presta atención, porque en su interior está creciendo la oscuridad. Y cuando el hombre que tiene a su hija interrumpe la comunicación, Ramón Ortiz se queda, por primera vez en su vida, sin saber qué hacer.

—Cinco días —es lo último que le ha dicho.

Cinco días.

Durante unos largos minutos, Ramón Ortiz se devana los sesos. Ni siquiera es consciente, tal es su estado de nervios, de que han aterrizado y de que el piloto le indica que ya puede bajar del avión.

Ramón toma una decisión. Busca en su agenda de contactos un número de teléfono. Uno que, como el suyo, está al alcance de muy poca gente.

Un número de teléfono que nunca creyó que tendría que usar.

16
Una cama de hospital

La abuela Scott está decepcionada.

A Antonia le da igual.

—Estoy decepcionada, niña —dice la abuela Scott.

—Me da igual —responde Antonia, sin dejar de rascar con la lima.

Está en la habitación 134 del Hospital de la Moncloa. El iPad está sobre la mesa, y Antonia intenta arreglarse las uñas como buenamente puede. Las elecciones de iluminación en la 134 son dos: penumbra decimonónica o pupilas abrasadas. Por suerte, Antonia cuenta con sus propios medios. Se ha traído un flexo de casa. De hecho, se ha traído muchas más cosas. Casi toda su ropa, para empezar. Una cómoda, una plancha, una cafetera Nespresso y una cantidad indeterminada de productos de belleza e higiene que ocupan casi todo el suelo del cuarto de baño. Entrar en él es una versión del juego del Buscaminas, salvo que con cremas para la celulitis y mascarillas para el pelo.

Tampoco es que Marcos vaya a usar el baño en un futuro próximo.

—Necesitas salir de ahí.

—Dijimos una noche.

—No llevo la cuenta de lo que dijimos —miente la abuela Scott—. Pero sabes que seguir encerrándote en ti misma no te hace ningún bien.

La parte buena de comunicarte con alguien a través de una videollamada mientras te haces las uñas es que puedes esconder los ojos sin que la otra persona pueda hacer nada al respecto.

—Estoy bien.

Su mantra desde que era una niña. Para alguien como ella, que percibía todo a su alrededor (la frialdad de su padre, la enfermedad que su madre le ocultó hasta que sólo pudo llorarla, la incomodidad de todos los que se encontraban ante aquella niña rara y menuda), es irónico lo poco que se ha esforzado siempre en transmitir nada.

Claro que estaba hablando con la abuela Scott. Y a la abuela pocas cosas se le escapan. Es tan perceptiva que es capaz de deducir que el hecho de que su nieta viva prácticamente en la habitación de hospital de su marido comatoso; que no tenga medios de ganarse la vida; que apenas hable con nadie que no sea ella es lo contrario de estar bien. Se ha dado cuenta ella sola, sin ayuda de nadie.

La sabiduría de los ancianos.

—Mírame a la cara cuando te hablo, niña.

—Tengo las uñas hechas un desastre —dice Antonia, que está a dos pasadas de empezar a limar el hueso.

Durante un momento dulce y efímero Antonia cree que la abuela va a dejar el tema. Error. La pausa se debe a que está dándole un sorbo a su té Darjeeling (con tres terrones) y engullendo una pasta de mantequilla. Es diabética, pero vive según sus propias normas.

—Ya ha pasado suficiente tiempo. He estado aguantando tus excusas, tu autocompasión, tus lágrimas. Ya no más. Tienes un trabajo en el que eres muy buena, un trabajo en el que puedes cambiar las cosas. Un trabajo en el que no te aburres.

Si las cosas fueran tan fáciles.

La abuela tiene razón en algo. Lo que Antonia hace —lo que hacía— es algo que nunca creyó posible. Para ella los desafíos se quedaban siempre cortos, como descubrió de adolescente. Cualquier disciplina del conocimiento que abordaba se le volvía de un gris plomizo a las pocas semanas. A diferencia de otros superdotados, que casi siempre optaban por el campo de la física o de las matemáticas, donde el raciocinio puro les ofrecía recompensas intelectuales, a Antonia no le gustaban los números. No era que no se le dieran bien. Podía calcular una raíz cuadrada de nueve dígitos sin usar lápiz ni papel, en pocos segundos. Pero a disgusto.

Hay muchas personas que, a esa edad complicada en la que el cuerpo cambia y el mundo se hace inmensamente grande, piensan que jamás podrán ser amadas. Antonia también entraba en esa categoría, por supuesto. Además de eso, ella creía que jamás podría encontrar nada que le interesara realmente, que le obligara a poner todo su cerebro y sus sentidos al servicio de una tarea.

Lo primero quedó invalidado cuando conoció a Marcos.

Lo segundo, cuando conoció a Mentor.

Con ambos había conocido el amor, un amor distinto. El primero le había dado amor, el segundo le había dado algo que amar. Por supuesto, donde hay amor hay ingentes, interminables, cantidades de sufrimiento.

El que causas, el que te causan.

—Abuela —dice Antonia, dejando a un lado por fin la lima y el quitaesmalte—. Lo he intentado, te lo prometo. Pero es muy duro. Te quema por dentro.

—Antes podías.

—Antes era antes y ahora es ahora.

—Cuando ocurrió lo de Marcos…

—No ocurrió sin más, abuela.

—Ocurrió —dice la abuela Scott, incorporándose y meneando el dedo frente a la pantalla. El dedo acusador, inflexible de la abuela. Claro que no sabe bien dónde mirar y el dedo acaba apuntando en otra dirección, así que el efecto se pierde un poco—. No fuiste tú quien disparó.

—Sigo siendo la responsable.

—No, no lo eres. Entiendo que cuando pasó lo de Marcos, te quedaste tocada. Pero tienes que seguir adelante. ¿No quieres volver? Me parece bien. Búscate otro trabajo.

Antonia no se ve poniendo cafés en un bar ni ejerciendo su brillante título de Filología —que obtuvo únicamente para quitarse de encima a su padre— como profesora de Lengua en un instituto.

Lo cual nos deja con un bonito dilema.

Disyuntiva, conflicto, alternativa, duda, argumento cornuto, callejón sin salida. Para algo sí que sirve la licenciatura en Filología. Acabas conociendo un montón de sinónimos para definir una situación de mierda.

—Abuela… —empieza a decir Antonia.

Y luego se calla, porque, en realidad, no tiene gran cosa que decir. Porque por inane que se le antoje la vida, tiene que vivirla. Ojalá supiera cómo.

—Ya ha pasado suficiente tiempo. Deja de esconderte —termina la abuela.

Corta la comunicación, y de la pantalla del iPad desaparece su rostro, dejando sólo el de Antonia, confuso y desorientado. Justo lo último que Antonia desea ver ahora.

Apaga la tablet. En los últimos tres años no ha tenido muy buena relación con su rostro. Nunca se mira en un espejo después de anochecer, si puede evitarlo.

Ya ha pasado suficiente tiempo.

Antonia contempla al hombre tendido en la cama. La cara, antes de rasgos tan afilados que te podías cortar sólo mirándolos, es ahora una máscara de cera, pálida y sin vida. El pelo, negro, grueso y largo en otro tiempo, está ahora lacio, tan fino que podría partirse con un soplo de aire. Los labios, los labios que con sólo rozarla le hacían kilig (una palabra en tagalo que significa «cuando sientes mariposas en el estómago por la felicidad») están secos y agrietados. Sus músculos, duros y fibrosos, ya no son sino un mero testimonio, un recordatorio doloroso de lo que ya no es.