El haz de una linterna escudriña entre los árboles como un tentáculo ansioso, en su búsqueda.
Carla se agacha, palpa, a ciegas. Mantillo. Ramas secas que le desgarran las uñas. Algo pastoso que prefiere no identificar. Una piña, no, esto no sirve. Por fin su mano se cierra alrededor de una piedra, pequeña, rugosa.
Los pasos del hombre del cuchillo están casi encima de ella. Puede escuchar su respiración, rota y ronca.
Carla arroja la piedra en dirección contraria, lo más lejos que puede. No es mucho. El sonido suena lastimosamente próximo.
Ésa es toda la ventaja que tienes, aprovéchala.
El hombre del cuchillo se ha girado, el haz de luz explora, hambriento, más cerca del remolque. Carla decide quitarse los zapatos, sabe que dolerá, que dolerá mucho, pero también que hará menos ruido y ahora mismo evitar el ruido es su única forma de escapar. Echa a andar, encorvada, en dirección al Centro Hípico. Cada paso es una tortura para el alma, cada pisada parece resonar por todo el bosque, gritando ¡estoy aquí, cógeme!
A la tortura mental se une el dolor físico cuando las agujas de pino que alfombran el suelo comienzan a clavarse en la planta de los pies, en el espacio, suave y vulnerable, entre los dedos. El dolor acumulado y reiterado es, paradójicamente, más soportable que el individual que produce un solo pinchazo, y Carla deja que la adrenalina tome el control. La lucidez absurda que nos invade, a veces, en los momentos de mayor pánico, le hace remedar una frase que aprendió en la universidad.
Un pinchazo es una tragedia, mil pinchazos son estadística.
Veinte metros más adelante se acaban los árboles y allí están los muros del Centro Hípico, a tiro de piedra, al final de una cuesta llena de arbustos secos y restos de materiales de obra.
No hay camino. No hay puertas.
Tendrás que rodear el muro.
Pero estaré expuesta. Podrá verme.
Cerca de la esquina visible hay unas cuantas vigas de acero y sacos de arena. Si corre hasta allí, podría usarlos como escondrijo antes de doblar la esquina.
Serán ochenta metros. Quizás menos. En la universidad
hubieras logrado hacerlo en doce segundos. Un esprint
glorioso, con los brazos doblados en ángulo recto, los dedos
extendidos y cara de velocidad.
Carla palpa sus pies descalzos y maltrechos, llenos de heridas. Arranca como puede algunas de las agujas, aunque otras se han metido entre la piel y el músculo y se han partido, harán falta unas pinzas, un baño de agua caliente con desinfectante y un millón de tiritas.
Cuando llegue a casa. Cuando llegue a casa. Voy a llegar a casa esta noche. Voy a besar a mi hijo esta noche.
Se incorpora un poco y mira hacia atrás, pero no ve ni oye rastro del hombre del cuchillo. Quizás lo haya perdido. Quizás se haya cansado y marchado a su casa. Quizás los percebes aprendan a cantar esta primavera.
Sale al camino, despacio, intentando pisar con cuidado, y comprende ahora, en carne propia, que la traicionera cama de agujas de pino era un paraíso en comparación con el terreno pedregoso, que le dobla los tobillos y envía espasmos de dolor a su cerebro cuando las piedras, rugosas y afiladas, entran en contacto con su piel. Cada paso es un sufrimiento en tres tiempos. Primero, la anticipación del dolor que va a sentir, con el pie aún en el aire. Segundo, el dolor que causan las heridas que ya tiene al entrar en tímido contacto con el suelo. Tercero. El dolor auténtico, real, cuando todo el peso del cuerpo cae sobre el pie, y tiene que apretar los dientes fuerte para no romper a gritar.
Cincuenta pasos.
Veinte.
Voy a conseguirlo.
Entonces los faros de Porsche, que apuntan al muro en ángulo recto a la posición donde ella se encuentra, se mueven. Carla se apresura, saca fuerzas del único lugar que le queda: el deseo inquebrantable, casi físico, de estar de nuevo en casa con su hijo.
El coche se desplaza e ilumina a Carla justo cuando logra alcanzar los sacos de arena. Se acuclilla detrás, se encoge.
No me ha visto. No ha podido verme.
El coche se acerca, se detiene.
Carla escucha cómo se abre la puerta.
—Ven aquí —dice el hombre del cuchillo. No debe de estar ni a seis metros—. Ven aquí, o bajaré y degollaré a tu caballo.
Es una yegua. Es una yegua, y se llama Maggie.
Carla intenta hacerse diminuta, aprieta la cabeza contra los sacos de arena, como si quisiera fundirse con ellos y desaparecer. Pero eso no va a ocurrir.
—Ven aquí —repite el hombre del cuchillo—. Ven aquí, ahora. O degollaré a tu caballo.
Y Carla aprieta los puños, y grita de miedo y de frustración.
No lo hagas. Sólo es una yegua,
dice la voz de su madre.
No puedo permitir que le hagan daño. Es de la familia.
Y entonces se pone en pie, y el hombre del cuchillo está ya a su lado, echándose sobre ella, con su respiración ronca y sus brazos fuertes, y Carla nota el metal en el cuello, y el mundo desaparece.
14
Una furgoneta
—Está bien —interviene Jon—. Empecemos por lo que sí sabemos.
Jon y Antonia están sentados en el MobLab, comparando sus notas, mientras la doctora Aguado —despojada ya de su mono, vestida con vaqueros y jersey— teclea en su MacBook, con los cascos puestos. La música está muy alta, alguna clase de rock extranjero que Jon no consigue identificar.
El interior de la furgoneta tiene espacio para que cuatro personas trabajen con comodidad. A través de la puerta abierta, Jon puede ver a Mentor, organizando a un equipo de tres hombres vestidos con monos azul oscuro que ha venido en otra furgoneta negra sin ventanas. Sacan cajas de metal y bolsas de plástico que apilan sobre el terrazo blanco que cubre el acceso al garaje de la mansión. Aunque Jon no escucha lo que Mentor les dice, tiene claro cuál será el cometido de los recién llegados: borrar toda huella de lo sucedido en la casa.
—El chico desapareció en el colegio, antes de que acabaran las clases. Los padres pidieron ayuda casi inmediatamente, de forma discreta.
—El asesino habló con ellos —afirma Antonia—. Después, nada hasta ayer por la mañana, en el que el cadáver del muchacho aparece, como por arte de magia, en el salón de casa de sus padres. ¿Por dónde empezarías tú si esto fuera un caso de los tuyos?
Jon sonríe con amargura. Los casos en los que él trabaja son apuñalamientos por cuestiones de drogas, putas que se esfuman (con suerte, a otros pastos; sin suerte, debajo de ellos), coches que desaparecen de aquí y aparecen, quemados, allá. Vidas de mierda que culminan en actos de mierda.
—Éste no es un caso de los míos.
—Inténtalo, al menos.
El inspector Gutiérrez enuncia una lista rápida. Informes financieros de los padres; registros bancarios y de tarjetas de crédito, los familiares, amigos y gente del entorno; teléfono, ordenador del muchacho; entrevistas con testigos potenciales. Eso sería lo primero que pediría.
—Nada de todo eso sirve —admite Antonia—. Los padres no son gente normal. Sus informes financieros nos tendrían atrapados durante meses. No hay testigos, más allá del profesor que dice que el chico se levantó para ir al baño.
—Quizás haya alguien que viera algo y no lo haya contado. O no lo sepa. Podríamos ir al colegio.
Antonia señala fuera, adonde Mentor da órdenes y gesticula.
—No te dejaría. No es así como hacemos las cosas. Además, a los seis minutos de que estuviésemos en el colegio uno de los chavales subiría nuestra foto a Instagram. Al cuarto de hora aparecerían los periodistas.
Jon se pega una palmada en el muslo, exasperado.
—El secretismo no va a ayudar a encontrar al asesino de ese chico. Las cosas no se hacen de esta forma.
—La policía no hace las cosas de esta forma. Nosotros no somos la policía. La policía es lenta, segura, predecible. Es un elefante que agacha la cabeza, se fija una meta y arrasa todo a su paso. Nosotros somos otra cosa.
Yo sí soy la policía, piensa Jon. Lento, confiable. Pero no un elefante, no estoy gordo.
Luego sigue la dirección de la vista de Antonia, que vuelve a indicarle la puerta del MobLab, y a Mentor, que aguarda fuera, ahora ocupado en hablar por teléfono.
Jon, frustrado, se niega a darle la razón. Se siente como si le hubieran arrojado al Nervión con la ropa puesta y dos pesas atadas a los pies.
—No sé si quiero jugar a vuestro juego.
—Yo no te lo he pedido —dice Antonia—. Por mí, puedes irte cuando quieras.
—Ojalá eso fuese verdad.
—Si estás aquí es porque cometiste un error.
Quizás un ratón, atrapado por una trampa que acaba de cerrarse con un sonoro chasquido, con la espalda partida y el queso fuera de su alcance podría explicar mejor que Jon la broma macabra que el destino parecía querer jugarle.
—Está bien. Nosotros no somos un elefante. ¿Qué somos?
—Nosotros cogemos lo que hay, y nos apañamos.
—¿Y qué hay que podamos usar?
Antonia vuelve a repasar mentalmente todos los elementos del caso, uno por uno. El cadáver, manipulado pero sin pistas. Una escena preparada. Elementos de la casa empleados como parte del perturbado propósito del asesino.
Puede verlo colocando el cuerpo, una sombra negra que se mueve, con total precisión. Que entra y que sale de una urbanización impenetrable.
—Cuando un ser humano mata a otro siempre es un caos enorme —dice Antonia—. Hay sangre por todas partes. Sillas volcadas, muebles rotos.
Y dientes, y cristales y botellas desparramadas, piensa Jon, que ha visto lo que pasa cuando el hombre es lobo para el hombre.
—Pero eso es algo que tenemos en contra. Dijiste que el asesino mató al chico en otro sitio, y por eso no hay pistas.
—No hay huellas, ni pelos, ni fibras. Tampoco se dejó el DNI encima de la mesa de la cocina.
—Hubiera sido un detalle por su parte.
—Pero te equivocas, sí es algo que podemos usar. Sabemos que dejó un mensaje, o hay razones suficientes para pensarlo. El aceite en el pelo del chico.
—El salmo veintitrés. ¿Un motivo religioso?
—No lo sé. Pero sabemos que se esforzó mucho por dejar ese mensaje y que lo hizo sin cometer errores. Y eso nos habla más acerca de él que lo contrario. Mira esto.
Antonia busca en su iPad y le muestra una foto. No es bonita.
—¿Un caso antiguo? —pregunta Jon, intentando no apartar la mirada.
—De los primeros.
En la imagen se ve a una mujer muerta en un dormitorio. La ropa de cama está deshecha y llena de manchas oscuras. La cara de la víctima está cubierta por una funda de almohada.
—Un asesino en serie. Sevilla, hace años. Tres víctimas antes de que lo cogiéramos. Ésta es la tercera, aunque fueron todas similares. El asesino era el dueño de un bar de carretera en Écija.
—El asesino de las Tijeras. Lo recuerdo. ¿Fuiste tú la que le cogió? —dice Jon, con repentino respeto.
Antonia le dedica una sonrisa indescifrable que parece pintada por Da Vinci.
—Historial de abusos sexuales y malos tratos desde el instituto. Asuntos feos, pero se iba librando.
—Hasta que un día el angelito decidió subir el listón.
—Era un tipo astuto. Intentó cubrir sus huellas lo mejor que pudo, por eso logró pasar del primer crimen. Si no hay más asesinos en serie en España es casi siempre porque cometen errores y les cogen antes de que lleguen a la víctima número dos. Éste era listo. Aun así, observa la escena.
—Es un desastre.
—Caos. Un estallido de violencia mientras él obtiene lo que quiere, el objeto de su placer y de su deseo. Los cortes en el cuerpo de ella no son limpios, vacila antes de clavar las tijeras. Y cuando acaba… la culpa, el remordimiento.
—Por eso le tapa la cara —dice Jon, señalando la foto.
Antonia toca en el brazo a la doctora Aguado, que se quita los cascos y la mira con cara de interrogación.
—Puede poner en las pantallas las fotos de la escena, ¿por favor?
La forense asiente y echa mano del ratón. Un instante después los siete monitores de treinta pulgadas que cubren una de las paredes del MobLab comienzan a mostrar en bucle las fotos que ha tomado Aguado. Muestran el salón, las habitaciones, y, por supuesto, el sofá y la víctima.
—¿Qué es lo que no ves? —pregunta Antonia.
—No hay culpa, ni remordimiento.
Antonia no continúa. Tiene la mirada clavada en el carrusel de fotografías, sus pupilas van de una a otra. Jon espera, paciente, pero intuye que algo no va bien. A los ojos de Antonia ha asomado de nuevo el mismo brillo tembloroso que tenía antes cuando estudiaba el cadáver, acuclillada en el salón.
—¿Estás bien?
Una eternidad después, Antonia parece registrar la pregunta. Pero elige contestar otra, una que se está haciendo a sí misma.