Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—¿Quién era? ¿Cohen el Bárbaro?

Rincewind sonrió para demostrar que era una broma. Al menos, las comisuras de sus labios se curvaron desesperadamente hacia arriba.

—No tienes por qué reírte de ello, mago.

—¿De qué?

—No es culpa mía.

Rincewind movió los labios sin emitir el menor sonido.

—Lo siento —consiguió decir al final—. ¿Te he entendido bien? ¿De verdad tu padre es Cohen el Bárbaro?

—Sí —bufó la chica—. Todo el mundo tiene que tener un padre. Supongo que hasta tú —añadió.

Examinó el terreno antes de doblar una esquina.

—Tenemos campo libre, vamos —dijo. Cuando ya estuvieron caminando sobre los guijarros húmedos, siguió hablando—: Supongo que tu padre era mago, ¿no?

—Pues no lo creo. La hechicería no es lo que se dice una profesión hereditaria.

Hizo una pausa. Conocía a Cohen, incluso había estado invitado en una de sus bodas, cuando se casó con una chica de la edad de Conina. Si algo se podía decir de Cohen, era que se las arreglaba para llenar de minutos cada hora.

—A mucha gente le gustaría salir a Cohen. Es decir, fue el mejor luchador, el mejor ladrón, el…

—Les gustaría a muchos hombres —le espetó Conina.

Se apoyó contra una pared y le miró.

—Escucha —dijo—, hay una palabra larga, no me acuerdo, me la dijo una vieja bruja…, los magos entendéis mucho de palabras largas.

Rincewind pensó en palabras largas.

—¿Mermelada? —sugirió.

La chica sacudió la cabeza, irritada.

—Significa que sales a tus padres.

Rincewind frunció el ceño. El tema de los padres no se le daba bien.

—¿Cleptomanía? ¿Receptividad? —aventuró.

—Empieza por H.

—¿Hedonismo? —señaló Rincewind a la desesperada.

—Hierrodietario —recordó Conina—. Aquella bruja me lo explicó. Mi madre era bailarina en el templo de no sé qué dios loco, mi padre la rescató, y… bueno, y se quedaron juntos una temporada. Dicen que tengo la cara y el tipo de mi madre.

—Y no están nada mal —apuntó Rincewind con desesperada galantería.

Ella se sonrojó.

—Sí, pero de él he sacado unos tendones con los que se podría amarrar un barco, unos reflejos como los de una serpiente en una lata caliente, una espantosa tendencia a robar cosas y esta horrible sensación de que, cada vez que conozco a alguien, debería lanzarle un cuchillo contra los ojos desde veinticinco metros de distancia. Además, puedo hacerlo —añadió al final con cierto orgullo.

—Cielos.

—A los hombres les molesta mucho.

—No me extraña —replicó débilmente.

—Quiero decir, cuando mis novios se enteran, es difícil retenerlos.

—Excepto por la garganta, supongo.

—No es lo que se dice una buena base para una relación.

—No, claro —asintió Rincewind—. De todas maneras, resulta muy útil si quieres ser una famosa ladrona bárbara.

—Pero no —suspiró Conina—, si lo que quieres ser es peluquera…

—Ah.

Los dos contemplaron la niebla.

—¿De verdad quieres ser peluquera? —preguntó Rincewind.

Conina asintió con tristeza.

—Pero imagino que no hay mucha demanda de peluqueras bárbaras —dijo él—. Es decir, nadie quiere un lavado y corte de cabeza.

—Lo que pasa es que, cada vez que veo un estuche de manicura, siento la tentación de usar el cortacutículas como puñal.

Rincewind suspiró.

—Te entiendo. Yo quería ser mago.

—¡Pero tú eres mago!

—Ah. Bueno, claro, pero…

—¡Silencio!

Rincewind se vio lanzado contra la pared, donde un reguero de niebla condensada empezó a gotearle inexplicablemente por el cuello. En la mano de Conina había aparecido de manera misteriosa un ancho cuchillo arrojadizo, y la chica estaba acuclillada como un animal salvaje, o peor aún, como un ser humano salvaje.

—¿Qué…? —empezó Rincewind.

—¡Silencio! —siseó ella—. ¡Se acerca algo!

Se levantó con un movimiento ágil, adelantó una pierna y lanzó el cuchillo.

Se oyó un sólo impacto, hueco, como de madera.

Conina se puso de pie y escudriñó la oscuridad. Por una vez, la sangre heroica que corría por sus venas, aniquilando todas las posibilidades de una vida vestida con batista rosa, se vio desconcertada.

—Acabo de asesinar a una caja de madera —dijo.

Rincewind asomó la cabeza por la esquina.

El Equipaje se alzaba en la calle húmeda, el cuchillo aún vibraba en su tapa, y miraba a Conina. Luego cambió ligeramente de posición, moviendo sus patitas en un complicado paso de tango, y contempló a Rincewind. El Equipaje no tenía facciones, sólo una cerradura y un par de bisagras, pero en cuestión de miradas superaba con creces a una roca cubierta de iguanas. Miraba mejor que una estatua de ojos de cristal. Si se trataba de expresar dolor y sentimientos traicionados, el Equipaje dejaba chiquito a un spaniel apaleado. De su superficie brotaban varias flechas y espadas rotas.

—¿Qué es eso? —siseó Conina.

—No es más que el Equipaje —explicó débilmente Rincewind.

—¿Es tuyo?

—No exactamente. Bueno, más o menos.

—¿Es peligroso?

El Equipaje se volvió para mirarla de nuevo.

—Hay dos escuelas de pensamiento a ese respecto —respondió Rincewind—. Algunos dicen que es muy peligroso, y otros que es muy peligroso. ¿Qué opinas tú?

El Equipaje alzó su tapa un poquito.

Estaba hecho de madera de peral sabio, una planta tan mágica que casi se había extinguido del disco y sobrevivía sólo en uno o dos lugares. Era una especie de rododendro camenerio, sólo que no crecía en lugares donde habían caído bombas, sino en aquellos que habían visto grandes derroches de magia. Por tradición, los cayados de los magos se hacían de madera de peral sabio. Igual que el Equipaje.

Entre las capacidades mágicas del Equipaje había una bastante sencilla y directa: seguía a su propietario adoptado a cualquier lugar. No a cualquier lugar en un juego de dimensiones concreto, en un país, o en un universo, o en una vida. A cualquier lugar. Librarse de él resultaba tan sencillo como quitarse un resfriado de verano, y era considerablemente más desagradable.

El Equipaje era además el protector acérrimo de su dueño. En cambio, su relación con el resto de la creación era muy difícil de escribir, aunque se podría empezar con las palabras «maldad sanguinaria» y seguir de ahí para arriba.

Conina contempló la tapa. Se parecía mucho a una boca.

—Yo votaría por «Letalmente peligroso» —dijo.

—Le gustan las patatas fritas —sugirió Rincewind. Lo pensó mejor y aclaró—: Bueno, quizá eso sea un poco exagerado. ¿Digamos que come patatas fritas?

—¿Y qué hay de la gente?

—Eso también. Creo que, hasta ahora, unas quince personas.

—¿Eran buenas o malas?

—Cadáveres, dejémoslo ahí. Además, hace la colada: guardas la ropa dentro y sale lavada y planchada.

—¿Y cubierta de sangre?

—Eso es lo gracioso del asunto.

—¿Gracioso? —repitió Conina, cuyos ojos no se apartaban del Equipaje.

—Sí, porque… verás, el interior no es siempre igual, es multidimensional, y…

—¿Cómo se porta con las mujeres?

—Oh, no es selectivo. El año pasado se comió un libro de hechizos. Estuvo de mal humor tres días, y luego lo escupió.

—Es horrible —dijo Conina, y retrocedió.

—Oh, sí —asintió Rincewind—. No te quepa duda.

—¡Me refiero a su mirada!

—Se le da bien, ¿verdad?

Tenemos que partir hacia Klatch—dijo una voz desde el interior de la caja—. Necesitaremos uno de los barcos. Apodérate de él.

Rincewind miró hacia las sombras envueltas en niebla que poblaban las brumas, bajo el bosque de aparejos. Aquí y allá, un diminuto farol proyectaba una bolita de luz en la penumbra.

—Es difícil desobedecerle, ¿eh? —señaló Conina.

—Lo estoy intentando —replicó Rincewind.

El sudor le goteaba por la frente.

Subid a bordo ya —dijo el sombrero.

Los pies de Rincewind echaron a andar por voluntad propia.

—¿Por qué me haces esto? —gimió.

Porque no me queda más remedio. Créeme, habría preferido a un mago de octavo nivel. ¡Nadie debe usarme!

—¿Por qué no? Eres el sombrero de archicanciller.

Y a través de mí hablan todos los archicancilleres que en el mundo han sido. Soy la Universidad. Soy la Sabiduría. Soy el símbolo de la magia bajo el control del hombre… ¡y no seré usado por un rechicero! ¡No debe haber más rechiceros! ¡El mundo no soportaría la rechicería!

Conina carraspeó.

—¿Has comprendido algo de lo que ha dicho? —preguntó con cautela.

—Comprendo parte, pero no puedo creerlo —replicó él.

Sus pies permanecieron firmemente arraigados en los guijarros.

¡Dijeron que yo no era más que un símbolo sin importancia!—La voz estaba llena de sarcasmo—. ¡Unos magos gordos que traicionan todo lo que siempre defendió la Universidad dicen que no soy más que un símbolo sin importancia! Te lo ordeno, Rincewind. Y a ti, chica. Servidme bien y os concederé lo que más deseéis.

—¿Cómo puedes concederme lo que más deseo si el mundo se acaba?

El sombrero pareció meditar.

Bueno, ¿no tienes algún deseo que se pueda cumplir en un par de minutos?

—Escucha, ¿cómo es posible que hagas magia? No eres más que un…

Rincewind se interrumpió.

Soy magia. Auténtica magia. Además, los magos más grandes del mundo me han llevado en la cabeza durante dos mil años, de eso se aprenden muchas cosas. Venga. Tenemos que marcharnos. Pero con dignidad, claro.

Rincewind lanzó una patética mirada a Conina, quien se encogió de hombros.

—A mí no me mires —dijo la chica—. Esto tiene pinta de aventura. Y me temo que mi destino es correr aventuras. Cosas de la genética[9].

—¡Pero a mí no se me dan bien! ¡Créeme, he corrido docenas de aventuras, y no son lo mío! —aulló Rincewind.

Ah. Experiencia —dijo el sombrero, aprobador.

—No, la verdad es que no. Soy un cobarde redomado, siempre huyo. —Rincewind jadeaba—. ¡El peligro me ha visto la nuca en cientos de ocasiones!

No quiero que te metas de cabeza en el peligro.

—¡Perfecto!

Quiero que te mantengas bien lejos del peligro.

Rincewind gimió.

—¿Por qué yo?

Por el bien de la Universidad. Por el honor de los magos. Por la seguridad del mundo. Por lo que más deseas. Y porque, si no lo haces, te congelaré vivo.

Rincewind lanzó un suspiro que era casi de alivio. No le gustaban los sobornos, ni las súplicas, ni las apelaciones a su bondad. En cambio, las amenazas le resultaban muy familiares. En cuestión de amenazas, se encontraba como en casa.

* * *

El sol salió el Día de los Dioses Menores como un huevo escalfado. Las nieblas se habían cerrado sobre Ankh-Morpork como jirones de plata y oro: húmedas, cálidas y silenciosas. Se oía el rugido lejano del trueno primaveral, allá en las llanuras. Parecía más cálido de lo habitual.

Por lo general, los magos se levantan tarde. Pero, en aquella mañana, muchos de ellos habían madrugado y recorrían los pasillos sin rumbo fijo. Advertían el cambio en el aire.

La Universidad se estaba llenando de magia.

Cierto que, habitualmente, ya estaba llena de magia, pero era una magia vieja, cómoda, tan emocionante y peligrosa como una zapatilla de lona. En cambio, ahora brotaba una magia nueva, vibrante y de bordes afilados, brillante y fría como el fuego de un cometa. Reptaba por las piedras, se palpaba en los objetos como si fuera electricidad estática en la alfombra de nylon de la creación. Zumbaba y crepitaba. Rizaba las barbas de los magos, brotaba en jirones de humo octarino de dedos que, en tres décadas, no habían visto nada más místico que alguna que otra ilusión luminosa. ¿Cómo se podría describir el efecto con delicadeza y buen gusto? Para muchos de los magos, era como ser un anciano que ve de pronto a una joven hermosa y descubre para su horror, deleite y asombro que, de pronto, la carne se muestra tan impulsiva como el espíritu.

Y en los muros y pasillos de la Universidad se susurraba una palabra: ¡Rechicería!

Unos cuantos magos, a escondidas, probaron hechizos que no habían conseguido dominar en años, y contemplaban sorprendidos cómo se desarrollaban perfectamente. Cautelosamente al principio, luego con confianza, al final con gritos y hurras, se lanzaban bolas de fuego unos a otros, o sacaban palomas de sus sombreros, o hacían que del aire cayeran lentejuelas multicolores.

¡Rechicería! Uno o dos de los magos, que hasta entonces no habían cometido ninguna acción peor que comerse una ostra viva, se hicieron invisibles y se dedicaron a perseguir a las criadas por los pasillos.

¡Rechicería! Algunos, más osados, habían probado antiguos conjuros de vuelo, y ahora iban por ahí chocando contra las vigas. ¡Rechicería!

El único que no tomó parte en la locura generalizada fue el bibliotecario. Contempló un buen rato las travesuras, frunciendo sus elásticos labios, y luego se dirigió dignamente hacia la biblioteca arrastrando los nudillos. Si alguien se hubiera tomado la molestia de fijarse, habría oído cómo cerraba la puerta con llave.

Autore(a)s: