—¡Vamos! —repitió la chica—. ¿De qué tienes miedo?
Rincewind respiró hondo.
—De los asesinos, ladrones, atracadores, violadores, revientapisos, rateros, chantajistas y homicidas —respondió—. ¡Nos estamos metiendo en Las Sombras![8]
—Sí, pero aquí no vendrán a buscarnos.
—Puede que sí vengan, lo que pasa es que no saldrán —señaló Rincewind—. Y nosotros tampoco. Es decir, una joven tan bonita como tú… No soporto la idea de que… Por aquí vive una gente que…
—Por suerte tú me protegerás.
Rincewind oyó el sonido de múltiples pies a paso de marcha, demasiado cerca de ellos.
—¿Sabes? —suspiró—. Estaba seguro de que dirías eso.
Un hombre puede caminar por estas calles, se dijo. Pero será mucho mejor que corra.
* * *
En aquella neblinosa noche primaveral, las calles de las Sombras estaban tan oscuras que nos resultaría difícil seguir el avance de Rincewind por ellas, de manera que describiremos mejor los ornamentados tejados, el bosque de chimeneas retorcidas, y admiraremos las pocas estrellas parpadeantes que se las arreglan para taladrar la niebla. Será mejor que pasemos por alto los sonidos de abajo… el ruido de pies, las carreras apresuradas, los gritos, los gemidos ahogados. Puede que haya algún animal salvaje recorriendo las Sombras, y también puede que lleve dos semanas a dieta de hambre.
En algún lugar del centro de las Sombras (nadie ha hecho nunca un mapa decente del barrio), hay un pequeño patio. Allí por lo menos brillan algunas antorchas en los muros, pero la luz que proyectan es una luz propia de las Sombras: desagradable, enrojecida, oscura en el centro.
Rincewind entró en el patio tambaleándose, y se apoyó en una pared para sostenerse en pie. La chica se situó tras él, bajo una de las luces, canturreando para sus adentros.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.
—Nrrrg —dijo Rincewind.
—¿Cómo?
—Esos hombres —tartamudeó—. Quiero decir, les diste unas patadas en…, cuando los agarraste por…, cuando apuñalaste a aquél justo en…, ¿quién eres?
—Me llamo Conina.
Rincewind la miró un momento, inexpresivo.
—Lo siento, no me suena.
—Es que no llevo mucho tiempo por aquí.
—Sí, no me parecía que fueras de la ciudad —asintió—. Me habría enterado.
—He alquilado unas habitaciones aquí. ¿Entramos?
Rincewind contempló el destartalado poste, apenas visible a la tenue luz de las antorchas chisporroteantes. Indicaba que la posada tras la pequeña puerta oscura ostentaba el nombre de Cabeza de Troll.
Quizá alguien haya llegado a la conclusión de que el Tambor Parcheado, escenario de las reyertas de hace apenas una hora, era una taberna de mala reputación. No es cierto. Es una taberna con reputación de mala reputación. Sus clientes tienen una cierta respetabilidad de canallas: se pueden asesinar unos a otros de una manera familiar, de igual a igual, pero no lo hacen con mala intención. Allí podría entrar un niño a pedir una limonada con la seguridad de que no le sucedería nada malo, como máximo recibiría un pescozón de su madre cuando ésta se enterase de su nuevo vocabulario ampliado. En las veladas más tranquilas, cuando estaba seguro de que el bibliotecario no se iba a presentar, el propietario hasta ponía platitos con cacahuetes en la barra.
Cabeza de Troll era harina de otro costal, y de un costal bastante más sucio. Si sus clientes se reformaban, se lavaban de arriba abajo y renovaban su imagen hasta el punto de resultar irreconocibles, quizá, y sólo quizá, podrían aspirar a que los considerasen desperdicios de la sociedad. Y en las Sombras, desperdicio quiere decir desperdicio.
Por cierto, lo que hay en el poste no es un cartel. Cuando decidieron llamar al local Cabeza de Troll, no se anduvieron con rodeos.
Algo mareado, aferrando la gruñona caja del sombrero contra su pecho, Rincewind entró.
Silencio. Un silencio que los rodeó casi con tanta fuerza como el humo de una docena de sustancias destinadas a convertir en queso cualquier cerebro normal. Los ojos de sospecha los miraron entre la neblina.
Un par de dados tintinearon sobre una mesa. Fue un sonido muy fuerte, y probablemente no mostraban el número de la suerte de Rincewind.
Fue consciente de que las miradas de los clientes seguían a la figura blanca y sorprendentemente menuda de Conina cuando cruzó la sala. Miró de reojo los rostros atentos de los hombres que lo matarían sin pensar (y de hecho les resultaría mucho más sencillo lo primero que lo segundo).
En el lugar que hubiera ocupado la barra en una taberna decente, no había más que una hilera de botellas negras y un par de barriles mohosos.
El silencio se cerró sobre ellos como un torniquete. Será en cualquier momento, pensó Rincewind.
Un hombretón corpulento, vestido sólo con un chaleco de piel y un taparrabos de cuero, echó hacia atrás su taburete, se puso trabajosamente en pie y guiñó un ojo a sus camaradas. Abrió una boca como un agujero inmenso.
—¿Buscas a un hombre, nena? —preguntó.
—Te ruego que me dejes pasar.
Una oleada de carcajadas recorrió la sala. La boca de Conina se cerró como un sobre.
—Ah —gorgoteó el hombretón—, muy bien, muy bien, me gustan las chicas temperamentales…
La mano de Conina se movió. Era como un rayo blanco que se detenía aquí y allá: tras unos segundos de incredulidad, el hombre dejó escapar un pequeño gemido y se dobló sobre sí mismo, muy despacio.
Rincewind retrocedió y se encogió al tiempo que los demás hombres presentes se inclinaban hacia adelante. Su primer instinto fue huir, y supo que ese instinto le causaría una muerte inmediata. Al otro lado de la puerta estaban las Sombras. No sabía qué le iba a suceder, pero le sucedería allí donde estaba. No era una idea nada tranquilizadora.
Una mano se cerró sobre su boca. Dos más le arrancaron la caja del sombrero de entre los brazos.
Conina giró junto a él, al tiempo que se levantaba la falda para estampar un piececito contra un lugar concreto cerca de la cintura de Rincewind. Alguien gimió junto a su oído antes de derrumbarse. Mientras la chica describía graciosas piruetas, se las arregló para coger dos botellas, romperlas contra una mesa y caer de pie, con los extremos cortantes ante ella. En la jerga callejera las llamaban «dagas de Morpork».
Al verlas, los clientes de la Cabeza de Troll perdieron todo el interés.
—Alguien se ha llevado el sombrero —consiguió murmurar Rincewind entre los labios secos—. Han salido por la puerta trasera.
La chica le miró y se dirigió hacia la puerta. La multitud de clientes se apartó automáticamente de su paso, como tiburones que reconocieran a otro tiburón, y Rincewind se apresuró a correr tras Conina antes de que les diera tiempo a llegar a alguna conclusión sobre él.
Salieron a otro callejón y lo recorrieron hasta llegar a la calle.
Rincewind trató de seguir a su altura. La gente que la seguía solía acabar con objetos afilados incrustados, y no estaba seguro de que Conina recordara que él estaba de su lado, fuera cual fuera ese lado.
Caía una llovizna fina, desganada. Y al final del callejón se divisaba un tenue brillo azulado.
—¡Espera!
El terror que asomaba en la voz de Rincewind bastó para que ella se detuviera.
—¿Qué pasa?
—¿Por qué se ha parado?
—Se lo preguntaré —respondió Conina con firmeza.
—¿Por qué está cubierto de nieve?
La chica se dio media vuelta con las manos en las caderas, dando golpecitos impacientes con el pie sobre el suelo húmedo.
—¡Rincewind, hace una hora que te conozco, y me sorprende que hayas sobrevivido siquiera ese tiempo!
—Pero lo cierto es que he sobrevivido, ¿no? Se me da muy bien, te lo puede decir cualquiera. Soy un adicto.
—¿Adicto a qué?
—A la vida. Me enganché a edad muy temprana y no pienso dejarlo. ¡Así que créeme, aquí falla algo!
Conina volvió la vista hacia la figura rodeada por la brillante aura azul. Parecía sostener algo entre las manos.
La nieve se le posaba sobre los hombros como un caso grave de caspa. Un caso terminal de caspa. Rincewind tenía instinto para estas cosas, y sospechaba que el hombre estaba ahora en un lugar donde el champú ya no servía de nada.
Se deslizaron junto a un muro brillante.
—Desde luego, esto es muy extraño —tuvo que reconocer la chica.
—¿Te refieres al hecho de que ese tipo tiene un temporal de nieve privado?
—Pues no parece que le moleste. Está sonriendo.
—Yo diría que es una sonrisa gélida.
Las manos como carámbanos del hombre habían empezado a levantar la tapa de la caja, y el brillo de los octarinos del sombrero se reflejaba en un par de ojos avarientos que ya estaban bordeados de escarcha.
—¿Lo conoces? —inquirió Conina.
Rincewind se encogió de hombros.
—Lo llaman Larry el Zorro, o Fezzy el Armiño, o algo así. No sé qué roedor. No hace más que robar cosas, es inofensivo.
—Parece un tipo frío —se estremeció Conina.
—Espero que se encuentre en un lugar más cálido. ¿No crees que deberíamos cerrar la caja?
Ya no pasa nada—dijo la voz del sombrero desde el corazón del brillo—. ¡Perezcan así todos los enemigos de la magia!
Rincewind no estaba dispuesto a confiar en la palabra de un sombrero.
—Necesitamos algo para cerrar la tapa —murmuró—. Un cuchillo, o algo así. ¿Llevas alguno por casualidad?
—Date la vuelta —avisó Conina.
Se oyó un crujir de tejido, y le llegó otra vaharada de perfume.
—Ya puedes mirar.
Rincewind recibió un cuchillo arrojadizo de treinta centímetros. Lo aceptó con presteza. En su filo brillaban diminutas partículas de metal.
—Gracias. —Se dio la vuelta—. Espero no haberte dejado sin ninguno.
—Tengo otros.
—Estaba seguro.
Rincewind extendió la mano en la que sostenía el cuchillo. Cuando lo acercó a la caja de cuero, la hoja se tornó blanca y empezó a humear. Dejó escapar un gemido cuando el frío le rodeó la mano: era un frío ardiente, como un puñal, un frío que reptaba por su brazo y atacaba con decisión a su mente. Se obligó a mover los dedos entumecidos y, con gran esfuerzo, bajó la tapa con la punta del puñal.
El brillo desapareció. La nieve dejó de caer y se transformó en una llovizna.
Conina apartó a Rincewind de un codazo y arrancó la caja de los brazos helados.
—Me gustaría poder hacer algo por él. No me parece bien dejarlo aquí.
—No le importará —replicó Rincewind sin convicción.
—Quizá, pero podríamos apoyarlo contra la pared. O algo por el estilo.
Rincewind asintió y agarró al ladrón congelado por su brazo de hielo. El hombre se le resbaló y fue a estrellarse contra las losas del callejón.
Donde se hizo pedazos.
Conina contempló los pedazos.
—Ugh —dijo.
Oyeron un ruido procedente de la puerta trasera de la Cabeza de Troll. Rincewind sintió que le arrancaban el cuchillo de las manos y que luego pasaba volando junto a su oreja, en una trayectoria segura que terminó en el poste, a veinte metros. Una cabeza que se había asomado se retiró apresuradamente.
—Lo mejor será que nos vayamos —dijo Conina, al tiempo que echaba a andar por el callejón—. ¿Hay algún lugar donde podamos escondernos? ¿En tu casa?
—Por lo general, duermo en la Universidad —explicó Rincewind, que trotaba junto a ella.
No debes volver a la Universidad —gruñó el sombrero desde las profundidades de su caja.
Rincewind asintió distraídamente. La idea no le parecía nada atractiva, desde luego.
—Además, no se permiten las visitas femeninas de noche —explicó.
—¿Y de día?
—No, tampoco.
Conina suspiró.
—Vaya tontería. ¿Qué tenéis los magos contra las mujeres?
Rincewind frunció el ceño.
—No podemos poner nada contra las mujeres —replicó—. Ahí está el problema.
* * *
Una siniestra niebla gris serpenteaba por los muelles de Morpork, goteaba en los aparejos, se enroscaba a los tejados semiderrumbados, rondaba por los callejones. Algunos pensaban que, de noche, los muelles eran aún más peligrosos que las Sombras. Dos atracadores, un ratero y alguien que se había limitado a tocar a Conina en el hombro para preguntarle la hora, lo habían descubierto ya.
—¿Te importa si te hago una pregunta? —dijo Rincewind, saltando sobre el desdichado viandante que yacía enroscado en su universo privado de dolor.
—¿Cuál?
—Bueno, es que no me gustaría ofenderte…
—¿Cuál?
—No he podido evitar darme cuenta de que…
—¿Mmm?
—Tienes una cierta manera de comportarte con los desconocidos.
Rincewind se agachó, pero no sucedió nada.
—¿Qué pasa, te has caído? —preguntó Conina.
—Lo siento.
—Ya sé lo que estás pensando. No lo puedo evitar, he salido a mi padre.