La desconocida se quitó la capucha y sacudió la larga melena. Era de un blanco casi puro. Dado que su piel lucía un bronceado dorado, el efecto general estaba calculado para poner una bomba de relojería en la libido masculina.
Rincewind titubeó, y perdió una espléndida oportunidad de callarse. Desde la cima de la escalera les llegó la ronca voz del troll:
—Eh, oz digo que no ze puede…
La chica se adelantó y puso el estuche redondo en manos de Rincewind.
—Deprisa, ven conmigo —dijo—. ¡Tu vida corre peligro!
—¿Por qué?
—Porque si no vienes, te mataré.
—Sí, pero espera un momento, en ese caso… —protestó débilmente Rincewind.
Tres miembros de la guardia personal del patricio aparecieron en la cima de la escalera. Su jefe sonrió. Tenía una de esas sonrisas que sugieren que su propietario va a ser el único en disfrutar de la broma.
—Que nadie se mueva —sugirió.
Rincewind oyó ruido a sus espaldas, y junto a la puerta trasera aparecieron más guardias.
Los otros clientes del Tambor se detuvieron con las manos apoyadas en toda una variedad de empuñaduras. Aquéllos no eran los vigilantes habituales de la ciudad, cautelosos y corruptos como ellos solos. Aquéllos eran sacos de músculos con patas, y absolutamente insobornables, aunque sólo fuera porque el patricio podía mejorar cualquier oferta. Además, no parecían buscar a nadie más que a la mujer. El resto de la clientela se relajó y se dispuso a disfrutar del espectáculo. Quizá en algún momento valdría la pena participar, una vez estuviera bien claro quién llevaba las de ganar.
Rincewind sintió que la presión en su muñeca se acentuaba.
—¿Estás loca? —siseó—. ¡Yo no me meto con la gente del patricio ni en broma!
Se oyó un silbido, y de pronto al sargento le creció en el hombro una empuñadura de cuchillo. Después, la chica se volvió y, con precisión quirúrgica, plantó un piececito en la entrepierna del primer guardia que cruzó la puerta. Veinte pares de ojos se humedecieron por simpatía.
Rincewind se agarró el sombrero y trató de esconderse bajo la mesa más cercana, pero aquella garra era de acero. El siguiente mago que se acercó recibió otro cuchillo en el muslo. Luego, la chica desenfundó una espada que era como una larga aguja, y la blandió amenazadora.
—¿Alguien más? —preguntó.
Uno de los guardias alzó una ballesta. El bibliotecario, todavía acuclillado junto a su copa, extendió un brazo perezoso semejante a dos mangos de escoba unidos por una goma, y lo hizo caer de espaldas. El dardo rebotó en la estrella del sombrero de Rincewind, y se estrelló contra la pared junto a un respetable alcahuete que se encontraba sentado a dos mesas de distancia. Sus guardaespaldas lanzaron otro cuchillo que por poco no acabó con un ladrón al otro lado de la sala, y éste cogió un banco y golpeó a dos guardias, los cuales cayeron sobre los borrachos más cercanos. Cuando empezaron las reacciones en cadena, todo el mundo se encontró peleando para conseguir algo: salir, sobrevivir o vengarse.
Rincewind no pudo evitar que lo empujaran tras la barra. Allí estaba el propietario, bajo el mostrador, sentado sobre sus sacas de dinero, con dos machetes cruzados sobre las rodillas y tomándose una copa con toda tranquilidad. De cuando en cuando, el sonido de una mesa al romperse le hacía parpadear.
Lo último que Rincewind vio antes de que lo sacaran de allí a rastras fue al bibliotecario. Pese a parecer un saco de goma forrado de piel y lleno de agua, el orangután tenía el mismo peso que cualquier otro hombre en la habitación: en aquellos momentos, estaba sentado en los hombros de un guardia, e intentaba desenroscarle la cabeza con bastante éxito.
Una de las cosas que preocupaban a Rincewind era el hecho de que lo arrastraban hacia el piso superior.
—Mi estimada amiga —dijo, a la desesperada—, ¿cuál es tu plan, concretamente?
—¿Hay alguna manera de salir al tejado?
—Sí. ¿Qué llevas en esta caja?
—¡Shhh!
La chica se detuvo en un recoveco del sombrío pasillo, metió la mano en la bolsita que llevaba colgada a la cintura y esparció un puñado de pequeños objetos metálicos por el suelo, tras ellos. Cada uno era un compuesto de cuatro clavos, soldados de manera que, cayeran como cayeran, siempre había uno apuntando hacia arriba.
Contempló con gesto crítico la puerta más cercana.
—No llevarás encima cosa de metro y medio de alambre, ¿verdad? —preguntó, pensativa.
Desenfundó otro cuchillo y se dedicó a jugar con él, lanzándolo al aire y recogiéndolo.
—Me parece que no —replicó débilmente Rincewind.
—Lástima, se me ha acabado. Venga, vamos.
—¿Por qué? ¡Yo no he hecho nada!
La chica se dirigió hacia la ventana más cercana, la abrió y se detuvo un instante, ya con una pierna en la repisa exterior.
—Muy bien —le dijo por encima del hombro—. Quédate y explícaselo a los guardias.
—¿Por qué te persiguen?
—No lo sé.
—¡Vamos! ¡Tiene que haber alguna razón!
—Oh, hay muchas razones. Sencillamente, no sé por cuál en concreto. ¿Vienes o no?
Rincewind titubeó. La guardia personal del Patricio no era famosa por su trato sensible con la gente, en realidad preferían cortarla en pedacitos. Había muchas cosas que les disgustaban, y una de ellas era… bueno, básicamente que hubiera gente en su mismo universo.
—Bien, iré contigo —replicó galantemente—. Una chica no debe ir sola por esta ciudad.
* * *
Una niebla gélida invadía las calles de Ankh-Morpork. Las llamas de los farolillos de los vendedores callejeros eran pequeños halos amarillos en medio de la nube generalizada.
La chica atisbó por una esquina.
—Los hemos despistado —dijo—. Para ya de temblar, estás a salvo.
—¿Cómo, quieres decir que estoy a solas con una maníaca homicida? —suspiró Rincewind—. Perfecto.
La chica se relajó y se rió.
—Te estuve observando —dijo—. Hace una hora, tenías miedo de que tu futuro fuera aburrido y carente de interés.
—Quería que fuera aburrido y carente de interés —replicó Rincewind con amargura—. De lo que tengo miedo es de que sea breve.
—Date la vuelta —le ordenó ella, entrando en un callejón.
—Ni lo sueñes.
—Me voy a desnudar.
Rincewind se dio media vuelta, con el rostro enrojecido. Oyó el crujir suave del tejido a su espalda, le llegó una nube de perfume.
—Ya puedes mirar —dijo la chica tras un rato.
No lo hizo.
—No te preocupes, me he puesto otra ropa.
Abrió los ojos. La chica llevaba un encantador vestido blanco de encaje, con grandes mangas bordadas. Abrió la boca. Comprendió con absoluta certeza que, hasta aquel momento, sólo se había visto en apuros sencillos, modestos, nada de lo que no pudiera salir con un poco de lógica o, en el peor de los casos, cruzando los dedos. Su cerebro empezó a enviar mensajes urgentes a sus músculos tensos, pero antes de que pudieran entenderlo la chica volvió a agarrarle por el brazo.
—No tienes por qué estar tan nervioso —dijo ella dulcemente—. Bien, echemos un vistazo a esto.
Levantó la tapa del estuche redondo que Rincewind tenía entre las manos, y sacó el sombrero de archicanciller.
Los octarinos de su cúspide brillaban con los ocho colores del espectro, creando en el callejón neblinoso el tipo de colores que suelen requerir un buen director de efectos especiales y toda una gama de filtros, cuando no se dispone de magia. Cuando la chica lo alzó en el aire, generó un torbellino de colores que poca gente llega a ver en circunstancias legales.
Poco a poco, Rincewind se dejó caer de rodillas. Ella lo miró, asombrada.
—¿Te fallan las piernas?
—Es… es el sombrero. El sombrero de archicanciller —señaló Rincewind con la voz ronca. Sus ojos se entrecerraron—. ¡Lo has robado! —gritó, poniéndose en pie y agarrando el ala centelleante.
—No es más que un sombrero.
—¡Dámelo ahora mismo! ¡Las mujeres no deben tocarlo! ¡Pertenece a los magos!
—¿Qué mosca te ha picado?
Rincewind abrió la boca. Rincewind cerró la boca.
Quería decir: Es el sombrero de archicanciller, ¿no lo entiendes? Lo lleva el cabeza de todos los magos, bueno, todos los magos lo llevan en la cabeza, en cabeza de su cabeza, bueno, es una metáfora, potencialmente al menos, es la máxima aspiración de cualquier mago, es el símbolo de la magia organizada, es la cumbre de la profesión, es un símbolo, eso es lo que significa para todos los magos…
Y muchas más cosas. A Rincewind le habían hablado del sombrero ya el primer día que pasó en la Universidad, y se había hundido en su mente impresionable como una pesa de plomo en la gelatina. No estaba seguro de demasiadas cosas, pero tenía la certeza de que el sombrero de archicanciller era importante. Quizá hasta los magos necesitaban poner un poco de magia en sus vidas.
Rincewind —dijo el sombrero.
El mago miró a la chica.
—¡Me ha hablado!
—¿Era como una voz dentro de tu cabeza?
—¡Sí!
—A mí me hizo lo mismo.
—¡Pero es que sabía mi nombre!
Pues claro que lo sabemos, idiota. Al fin y al cabo somos mágicos, ¿no?
La voz del sombrero no sólo era aterciopelada, cosa natural dadas las circunstancias; además, tenía un extraño efecto coral, como si muchas voces desagradables hablaran al mismo tiempo, casi al unísono.
Rincewind se rehízo como pudo.
—Oh, gran sombrero —declamó en tono pomposo—. Haz caer tu ira sobre esta mujer imprudente que ha tenido la audacia, no, la…
Corta el rollo. Me robó porque yo se lo ordené. Y lo hizo muy bien, por cierto.
—¡Pero si es una…! —Rincewind titubeó—. Pertenece al sexo femenino —murmuró al final.
Igual que tu madre.
—Sí, bueno, pero ella se fugó antes de que yo naciera.
De todas las tabernas de mala reputación que hay en la ciudad, tenías que elegir la suya —se quejó el sombrero.
—Es el único mago que he encontrado —explicó la chica—, me pareció que serviría. Tenía un sombrero que ponía «Echicero», y todo eso.
No te creas todo lo que lees. Bueno, ahora ya es demasiado tarde. No nos queda mucho tiempo.
—Alto ahí, alto ahí —interrumpió Rincewind, apremiante—. ¿Qué está pasando? ¿Querías que ella te robara? ¿Por qué no nos queda mucho tiempo? —Señaló el sombrero con gesto acusador—. Además, no deberías ir por ahí dejando que te robaran, se supone que debes estar en… ¡en la cabeza del archicanciller! La ceremonia era esta noche, se me olvidó por completo…
En la Universidad está ocurriendo algo terrible. Es vital que no nos hagan ir allí, ¿comprendes? Tienes que llevarnos a Klatch, donde hay alguien digno de usarme.
—¿Por qué?
Rincewind se dio cuenta de que en aquella voz había algo muy, muy extraño. Parecía imposible desobedecerla, como si estuviera hecha de destino sólido. Si le ordenaba que saltara por un barranco, estaría a medio camino antes de que se le ocurriera negarse.
Se aproxima la muerte de toda la magia.
Rincewind miró a su alrededor, sintiéndose culpable.
—¿Por qué?
El mundo va a terminar.
—¿Por qué?
Hablo en serio—refunfuñó el sombrero—. El triunfo de los Gigantes de Hielo, El Apocrilipsis, el Despido de los Dioses, el acabóse.
—¿Podemos impedirlo?
En ese aspecto, el futuro es incierto.
La expresión de decidido horror de Rincewind se desvaneció poco a poco.
—¿Se trata de un acertijo?
Creo que todo sería más sencillo si haces lo que te dicen sin intentar comprender las cosas—replicó el sombrero—. Jovencita, vuelve a meternos en la caja. Pronto habrá mucha gente buscándonos.
—Eh, alto ahí —dijo Rincewind—. Hace años que te conozco, y nunca habías hablado.
No tenía nada que decir.
Rincewind asintió. Parecía una respuesta sensata.
—Mira, mételo en la caja y vamos allá —dijo la chica.
—Un poco más de respeto, jovencita —dijo Rincewind con gesto altivo—. Estás hablando del más alto símbolo de la magia.
—Entonces, llévalo tú.
—Oye, espera —dijo Rincewind, apresurándose tras ella mientras atravesaban callejones, cruzaban una estrecha avenida y entraban en otro callejón, entre un par de casas que se inclinaban tan ebriamente que los pisos superiores llegaban a tocarse.
Ella se detuvo.
—¿Qué pasa? —le espetó.
—Eres el ladrón… bueno, la ladrona misteriosa, ¿no? —preguntó—. Todo el mundo habla de ti, dicen que has robado cosas hasta de habitaciones cerradas, y todo eso. Eres diferente de como te imaginaba.
—¿Sí? —replicó la chica con frialdad—. ¿Y cómo me imaginabas?
—Pues, mmm… más baja.
—¡Anda ya! ¡Vamos!
Las farolas de la calle, que en aquella zona de la ciudad no abundaban demasiado, desaparecieron por completo en un momento dado. Ante ellos sólo quedaba una oscuridad tensa.