Peltre se debilitó antes.
—Todos los magos son hermanos —dijo—. Deberíamos confiar el uno en el otro. Tengo información.
—Lo sé —asintió Cardante—. Sabes quién es el chico.
Peltre movió los labios sin emitir sonido alguno, tratando de prever la próxima estocada de intercambio.
—No puedes estar seguro de eso —dijo tras un rato.
—Mi querido Peltre, siempre te sonrojas cuando dices la verdad sin querer.
—¡No me he sonrojado!
—Exacto —sonrió Cardante—. A eso me refería.
—De acuerdo —concedió Peltre—. Pero tú crees saber algo más.
El obeso mago se encogió de hombros.
—Una simple suposición, un presentimiento —replicó—. Y, ¿por qué voy a aliarme… —saboreó la palabra, tan poco habitual—… contigo, un simple mago de quinto nivel? Podría obtener la información diseccionando tu cerebro vivo. Sin ánimo de ofender, claro, tienes que comprender que sólo busco conocimiento.
Los acontecimientos de los siguientes segundos se desarrollaron a demasiada velocidad como para que un no mago los comprendiera, pero la cosa fue aproximadamente así:
Peltre había estado trazando los símbolos del Acelerador de Megrim bajo la mesa, en el aire. En el último momento, murmuró una sílaba entre dientes y disparó el hechizo por encima de la mesa, donde dejó una larga marca humeante en el barniz antes de encontrarse, aproximadamente a medio camino, con las serpientes plateadas del Potente Aspidspray del Hermano Corredeprisa, que habían surgido de los dedos de Cardante.
Los dos hechizos chocaron el uno contra el otro, se convirtieron en una bola de fuego verde y estallaron, llenando la habitación de cristalitos amarillos.
Los magos intercambiaron ese tipo de miradas largas, pausadas, con las que se podrían asar castañas.
Por decirlo en pocas palabras, Cardante estaba sorprendido. No debería haberlo estado. Los magos de octavo nivel ni se acuerdan ya de lo que es un desafío de habilidad. En teoría, sólo hay otros siete magos con un poder equivalente, y todos los hechiceros inferiores son, por definición… bueno, eso, inferiores. De manera que se suelen comportar con servilismo. Pero claro, Peltre estaba en el quinto nivel.
Las cosas son muy duras en la cima, y probablemente son aún más duras en la base, pero en el camino hacia arriba son tan duras que con ellas se podrían hacer herraduras. Para entonces, todos los inútiles, los vagos, los idiotas, o los desgraciados sin suerte, han quedado fuera de la carrera, el terreno está mucho más despejado. Cada mago se encuentra solo y rodeado de enemigos mortales por todas partes. Los de cuarto empujan desde abajo y esperan que caiga. A los de sexto les encantaría que se tragara su ambición. Y por supuesto, a su alrededor están los camaradas de quinto, que aprovechan cualquier oportunidad para hacer que la competencia disminuya un poco. No se puede descansar un instante. Los magos de quinto nivel son crueles, duros, tienen reflejos de acero y los ojos rasgados de tanto recorrer con la vista el metafórico y largo tramo al final del cual descansa el premio de premios, el sombrero de archicanciller.
La novedad de la cooperación empezó a interesar a Cardante. Allí había un poder digno de tenerlo en cuenta, un poder que él podía aprovechar mientras lo considerase necesario. Por supuesto, después había que… desalentarlo…
Padrinazgo, pensó Peltre. Había oído usar aquella palabra, pero nunca dentro de la Universidad. Sabía que significaba conseguir que alguien que está por encima te eche una mano. Por supuesto, ningún mago en su sano juicio soñaría con tenderle la mano a otro, a menos que fuera para arrancarle la suya. La simple idea de alentar a un competidor… Pero, por otra parte, aquel viejo idiota podría ayudarlo un tiempo, y luego, bueno…
Se miraron con mutua admiración desganada y desconfianza ilimitada, pero al menos se sentían cómodos en esa desconfianza. Más adelante…
—Se llama Coin. Dice que su padre era Superudito.
—Me gustaría saber cuántos hermanos tiene.
—¿Cómo dices?
—Hacía siglos que esta Universidad no veía magia como la suya —dijo Cardante—. Quizá milenios. Sólo la recuerdo de las leyendas.
—Echamos a Superudito hace treinta años —señaló Peltre—. Según mis informes, se casó. Supongo que, si tuvo hijos, serán magos, pero no comprendo por qué…
—Lo que vimos no fue magia. Fue rechicería —afirmó Cardante al tiempo que se acomodaba en la silla.
Peltre le miró desde el otro lado del barniz burbujeante.
—¿Rechicería?
—El octavo hijo de un mago es un rechicero.
—¡No lo sabía!
—Es un tema al que no se le da mucha publicidad.
—Sí, pero… los rechiceros vivieron hace mucho tiempo, o sea, entonces la magia era mucho más fuerte, los hombres… ejem… también eran diferentes… No sabía que era cuestión de crianza.
Peltre estaba pensando, ocho hijos, eso significa que lo hizo ocho veces. Como mínimo. Uff.
—Los rechiceros podían hacerlo todo —siguió—. Eran casi tan poderosos como dioses. Mmm… problemas, muchos problemas. Puedes estar seguro de que los dioses no volverán a consentir ese tipo de cosas.
—Hombre, el problema de verdad fue que los rechiceros lucharon entre ellos —señaló Cardante—. Pero un solo rechicero no causará ningún lío. Un rechicero bien aconsejado, claro, por mentes más maduras y sabias.
—¡Pero quiere el sombrero de archicanciller!
—¿Y por qué no?
A Peltre se le cayó la mandíbula. Aquello era demasiado, hasta para él.
Cardante le sonrió con gesto amistoso.
—Pero el sombrero…
—No es más que un símbolo —señaló el mago de octavo—. No tiene nada de especial. Si lo quiere, todo suyo, no importa.
—¡Pero si son los dioses los que eligen al archicanciller!
Cardante arqueó una ceja.
—¿De verdad?
Carraspeó.
—Bueno, sí, supongo que sí. En cierto modo.
—¿En cierto modo?
Cardante se levantó para arreglarse los faldones de la túnica.
—Creo que te faltan muchas cosas por aprender —señaló—. Por cierto, ¿dónde anda ese sombrero?
—Ni idea —replicó Peltre, todavía un poco conmocionado—. En las habitaciones de Virrid, supongo.
—Será mejor que vayamos a buscarlo —sugirió Cardante.
Se detuvo un momento en la puerta y se acarició la barba, meditabundo.
—Recuerdo a Superudito —dijo—. Estudiamos juntos. Un tipo raro, de costumbres extravagantes. Fenomenal como mago antes de que las cosas se le torcieran. Recuerdo que, cuando se excitaba por algo, tenía un tic muy raro en una ceja.
Cardante volvió la vista hacia atrás, a lo largo de cuarenta años de memoria, y se estremeció.
—El sombrero —hubo de recordarse a sí mismo—. Busquémoslo. Sería una lástima que le pasara algo.
* * *
En realidad, el sombrero no tenía la menor intención de sufrir ningún accidente, y en aquel momento corría hacia el Tambor Parcheado bajo el brazo de un asombrado ladrón vestido de negro.
Como pronto veremos, el ladrón era muy especial. Era un artista del robo. Otros ladrones se limitan a llevarse cualquier cosa que no esté clavada al suelo, pero este ladrón, encima, se llevaba los clavos. Este ladrón había escandalizado a Ankh con su costumbre de robar, y encima con un éxito sorprendente, cosas que no sólo estaban clavadas, sino también vigiladas por guardianes perspicaces en cajas fuertes inaccesibles. Hay artistas capaces de pintar el techo de toda una capilla; este ladrón era de los que podían robarlo.
Este ladrón en concreto contaba en su historial con la hazaña de haber robado el enjoyado cuchillo de desuellos del Templo de Offler, el Dios Cocodrilo, en medio de un sacrificio; y las herraduras de plata del mejor caballo del Patricio en medio de una carrera. Cuando Gritoller Mimpsey, vicepresidente del Gremio de Ladrones, recibió un empujón en el mercado y al volver a casa descubrió que un puñado de diamantes recién robados habían desaparecido de su escondrijo, supo sin lugar a dudas a quién culpar[7]. Era el tipo de ladrón capaz de robarte la iniciativa en el último momento y las palabras de la boca.
De todos modos, era la primera vez que robaba algo que no sólo le pedía que lo robara, en un tono de voz bajo pero autoritario, sino que además le daba instrucciones precisas (e indiscutibles) sobre cómo debía hacerlo.
Era ese momento de la noche que marca el punto de inflexión en el agitado día de Ankh-Morpork, cuando aquellos que se ganan la vida bajo el sol descansan tras una dura jornada de trabajo, y los que buscan su honrado sustento a la fría luz de la luna comienzan a reunir las energías necesarias para ponerse en marcha. En efecto, el día había llegado a ese momento en que es demasiado tarde para un atraco a mano armada, y demasiado pronto para un asalto con nocturnidad.
Rincewind seguía sentado solo en la atestada habitación llena de humo, y no se fijó en la sombra que cruzó la mesa ni en la siniestra figura que se sentó frente a él. En aquel lugar, las figuras siniestras eran cosa habitual. El Tambor estaba muy orgulloso de su reputación como la taberna menos recomendable de Ankh-Morpork, y el gigantesco troll que vigilaba la puerta se aseguraba de que todos los clientes reunieran las condiciones imprescindibles: capas negras, ojos brillantes, espadas mágicas y esas cosas. Rincewind nunca había llegado a saber qué hacía con los que no pasaban el examen. Quizá se los comía.
Cuando la figura habló, su voz susurrante pareció surgir de las profundidades de la capucha de terciopelo negro ribeteada en piel.
—Psst —dijo.
—Ahora no —dijo Rincewind, cuya mente había conocido momentos de más claridad—. Pero estoy en ello.
—Busco a un mago —dijo la voz.
Era una voz ronca por el esfuerzo, su propietario la disfrazaba, pero eso también era cosa corriente en el Tambor.
—¿A un mago en particular? —preguntó Rincewind con toda cautela.
Era el tipo de frases que no auguraban nada bueno.
—Uno que ame la tradición, a quien no le importe correr riesgos para conseguir una gran recompensa —dijo otra voz.
Ésta parecía surgir de un estuche redondo de cuero negro que el encapuchado llevaba bajo el brazo.
—Ah —asintió Rincewind—, eso reduce las posibilidades, claro. Supongo que hay de por medio un azaroso viaje hacia tierras desconocidas y probablemente peligrosas.
—La verdad, sí.
—¿Y enfrentamientos con criaturas exóticas?
—Podría ser.
—¿Y una muerte casi segura?
—Casi segura.
Rincewind asintió y recogió su sombrero.
—Bien, te deseo toda la suerte del mundo en tu búsqueda —dijo—. Me encantaría ayudarte, pero no tengo la menor intención de hacerlo.
—¿Qué?
—Lo siento mucho. No sé por qué, pero la perspectiva de una muerte casi segura en tierras desconocidas bajo las garras de monstruos exóticos no me atrae. Ya lo he probado, y no le cogí el gusto. A cada uno lo suyo, es lo que siempre digo yo, y estoy especialmente dotado para el aburrimiento.
Llegaba al pie de la escalera que daba a la calle cuando oyó una voz tras él:
—Un mago de verdad habría aceptado.
Podría haber seguido andando. Podría haber subido la escalera, salido a la calle, tomado una pizza en el autoservicio klatchiano del Callejón Romántico, para después acostarse. La historia habría cambiado completamente, y de hecho habría sido considerablemente más corta, pero él habría dormido bien. Aunque en el suelo, claro.
El futuro contuvo el aliento, a la espera de la decisión de Rincewind.
No hizo todo lo anterior por tres motivos. Uno era el alcohol. Otro, la llamita de orgullo que arde hasta en el corazón del cobarde más cauteloso. Pero el tercero fue la voz.
Era hermosa. Sonaba a seda.
El tema de la relación magos-sexo es complicado. Pero, como ya se ha señalado, en esencia se reduce a lo siguiente: cuando se trata de vino, mujeres, y canciones, a los magos se les permite emborracharse y desafinar tanto como quieran.
A los jóvenes magos se les dice que es porque la práctica de la magia es dura, exigente e incompatible con actividades furtivas y sudorosas. Se les explica que la opción sensata es olvidarse de esas tonterías e hincar los codos ante los grimorios, por ejemplo. No es de extrañar que a los jóvenes no les satisficiera la explicación, y pensaran que era porque las reglas las habían dictado siempre los magos viejos. Viejos y con mala memoria. Estaban en un error, claro, porque el auténtico motivo se había olvidado hacía mucho tiempo: si los magos fueran por ahí practicando determinadas actividades, volvería la amenaza de la rechicería.
Por supuesto, Rincewind tenía ya tablas, había visto mundo, y su entrenamiento le permitía pasar algunas horas en compañía de una mujer sin tener que salir corriendo en busca de una ducha fría y una siesta. Pero aquella voz habría hecho que hasta una estatua se apeara del pedestal para correr unos kilómetros y hacer cincuenta flexiones. Era una voz capaz de hacer que un «buenos días» pareciera una invitación a la cama.