Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—¿Eh?

—Que si eres potísimo. ¿Hasta dónde llega tu poder?

—¿Mi poder? —respondió Billias. Se irguió, se señaló su faja de octavo nivel y guiñó un ojo a Peltre—. No está mal. Tengo tanto poder como le es posible a un mago.

—Bien. Te desafío. Muéstrame tu magia más fuerte. Y cuando te derrote, claro, seré archicanciller.

—¡Mocoso insolente…! —empezó Peltre.

Pero su protesta se perdió bajo la ola de carcajadas del resto de los magos. Billias se palmeó las rodillas, o al menos tan cerca de ellas como pudo.

—Un duelo, ¿eh? —dijo—. No está mal, buena idea.

—Los duelos están prohibidos, como bien sabes —intervino Peltre—. ¡Además, esto es ridículo! No sé quién se cargó las puertas para que entrara, pero no pienso quedarme quieto mientras perdemos el tiempo…

—Vamos, vamos —atajó Billias—. ¿Cómo te llamas, chico?

—Coin.

—Coin, señor —rugió Peltre.

—Bueno, bueno, Coin —asintió Billias—. Quieres ver hasta dónde llega mi poder, ¿eh?

—Sí.

—¡Sí, señor!

Coin lanzó a Peltre una mirada sin pestañear, una mirada vieja como el tiempo, la clase de mirada que toma el sol sobre las rocas en islas volcánicas y nunca se cansa. Peltre sintió que se le secaba la boca.

Billias alzó las manos para pedir silencio. Luego, con un gesto teatral, se subió la manga izquierda y extendió los dedos.

Los magos reunidos observaron la escena con interés. Por lo general, los hechiceros de octavo nivel estaban por encima de la magia, se pasaban la mayor parte del tiempo meditando (la mayoría de las veces sobre el próximo menú) y, por supuesto, esquivando las atenciones de los ambiciosos magos del séptimo nivel. Aquello iba a ser todo un espectáculo.

Billias sonrió al chico, quien le correspondió con una mirada enfocada hacia un punto pocos centímetros por detrás de la cabeza del viejo mago.

Algo desconcertado, Billias flexionó los dedos. De pronto, aquello había dejado de ser un juego, sentía la imperiosa necesidad de impresionar. Pero rápidamente se impuso otra sensación, la de ser muy estúpido por haberse puesto nervioso.

—Ahora verás —dijo. Respiró profundamente—. El Jardín Mágico de Maligree.

Un susurro recorrió la sala. En toda la historia de la Universidad, sólo cuatro magos habían conseguido el Jardín completo. La mayoría de los hechiceros podían crear los árboles y las flores, algunos incluso llegaban a los pájaros. No era el hechizo más poderoso, no podía mover montañas, pero para captar las sutilezas y detalles de las complejas sílabas del Maligree hacía falta una habilidad muy controlada.

—Como observarás —añadió Billias—, nada en la manga…

Empezó a mover los labios. Sus dedos trazaron símbolos en el aire. Un charquito de chispas doradas apareció en la palma de su mano, se curvó, adoptó forma esférica, empezó a adquirir detalles.

Según las leyendas, Maligree, uno de los últimos rechiceros de verdad, creó el Jardín para tener un pequeño universo privado e intemporal, donde podía fumar a gusto y pensar con tranquilidad esquivando las preocupaciones del mundo. Cosa que resultaba un enigma ya de por sí, porque ningún mago comprendía cómo un ser tan poderoso como un rechicero podía tener preocupaciones. Fuera cual fuera la razón, Maligree se fue retirando más y más a su propio mundo, hasta que un día cerró la puerta y allí se quedó.

El jardín era una esfera deslumbrante en las manos de Billias. Los magos más cercanos se inclinaron para contemplarlo, maravillados, y vieron como en la bola de sesenta centímetros aparecía un delicado paisaje lleno de flores. Había un lago a lo lejos, un lago perfecto, con sus olitas y todo, y las montañas purpúreas se alzaban tras un bosque de aspecto interesante. Diminutos pájaros del tamaño de abejas volaban de árbol en árbol, y un par de ciervos no más grandes que ratones dejaron de pastar para mirar a Coin.

Quien dijo con tono crítico.

—No está nada mal. Dámelo.

Tomó el globo intangible de las manos del mago, y lo alzó.

—¿Por qué es tan pequeño? —preguntó.

Billias se secó la frente con un pañuelo de encaje.

—Bueno… —respondió débilmente, demasiado asombrado por el tono de Coin como para sentirse siquiera ofendido—. Desde los viejos tiempos, la eficacia del hechizo se ha…

Coin inclinó la cabeza hacia un lado por un instante, como si escuchara algo. Luego susurró unas pocas sílabas y acarició la superficie de la esfera.

Ésta se expandió. En un momento dado era un juguete en las manos del niño, y al siguiente…

… los magos estaban de pie sobre un prado de hierba fresca que descendía hacia el lago. Una brisa suave soplaba de las montañas: traía el aroma del tomillo y el heno. El cielo era de un color azul profundo, teñido de púrpura en el horizonte.

Los ciervos observaron a los recién llegados con gesto de sospecha desde su terreno de pasto, bajo los árboles.

Peltre bajó la vista, conmocionado. Un pavo real le estaba picoteando los cordones de las botas.

—¿…? —fue a decir, pero se interrumpió.

Coin aún tenía en las manos una esfera, una esfera de aire. Dentro de ella, distorsionada como si la estuvieran viendo a través de una lente de ojo de pez, o del fondo de una botella, se encontraba la Sala Principal de la Universidad Invisible.

El chico miró a su alrededor, contempló los árboles, observó pensativo las lejanas montañas coronadas de nieve, e hizo un gesto a los hombres atónitos.

—No está mal —dijo—. Me gustaría volver aquí de vez en cuando.

Hizo un complicado movimiento con las manos, que pareció, de alguna manera inexplicable, volverlos a todos del revés.

Ahora los magos estaban de vuelta en la sala, y el niño tenía entre las manos el jardín, cada vez más pequeño. En medio del pesado silencio, se lo devolvió a Billias.

—Ha sido interesante. Ahora, haré algo de magia.

Alzó las manos, miró a Billias y lo hizo desaparecer.

Se hizo el caos, como suele suceder en estas ocasiones. En el centro se alzaba Coin, absolutamente tranquilo, envuelto en una creciente nube de humo grasiento.

Haciendo caso omiso del tumulto, Peltre se inclinó lentamente y, con sumo cuidado, recogió del suelo una pluma de pavo real. Pensativo, se rozó los labios con ella mientras contemplaba al niño y el sillón vacío del archicanciller. Los labios finos se fruncieron y empezó a esbozar una sonrisa.

* * *

Una hora más tarde, cuando el trueno empezó a retumbar en el cielo claro sobre la ciudad, mientras Rincewind comenzaba a cantar suavemente y a olvidarse de las cucarachas, al tiempo que un colchón solitario vagaba por las calles, Peltre cerró la puerta del estudio del archicanciller y se volvió hacia sus camaradas magos.

Eran seis, y estaban muy preocupados.

Peltre advirtió que estaban tan preocupados como para escucharlo a él, a un simple mago de quinto nivel.

—Se ha acostado —dijo—. Tras tomar un vaso de leche caliente.

—¿Leche? —se horrorizó uno de los magos.

—Es demasiado joven para tomar alcohol —explicó el tesorero.

—Oh, claro, se me olvidaba.

—¿Visteis lo que hizo con la puerta?

—¡Vi lo que le hizo a Billias!

—Pero ¿qué hizo, exactamente?

—¡No quiero saberlo!

—Hermanos, hermanos —los tranquilizó Peltre.

Contempló pensativo los rostros preocupados. Demasiadas cenas, pensó. Demasiadas tardes esperando a que los criados traigan el té. Demasiado tiempo transcurrido en habitaciones polvorientas, leyendo libros viejos escritos por hombres muertos hacía tiempo. Demasiados brocados de oro, demasiadas ceremonias ridículas. Demasiada grasa. La Universidad entera estaba madura para la siega, bastaba un buen empujón…

Un buen empujón…

—Me pregunto si de verdad tenemos… mmm… un problema —dijo.

Gravie Derment, de los Sabios de la Sombra Desconocida, pegó un puñetazo en la mesa.

—¿¡Qué estás diciendo!? —le espetó—. Llega un crío, derrota a dos de los mejores magos de la Universidad, se sienta en el sillón del archicanciller, ¿y aún no te has dado cuenta de que tenemos un problema? ¡Ese chico es un genio! ¡Por lo que hemos visto esta noche, no hay en el Disco ni un sólo hechicero capaz de enfrentarse a él!

—¿Y por qué vamos a enfrentarnos a él? —preguntó Peltre con tono razonable.

—¡Porque es más poderoso que nosotros!

—¿Y qué?

La voz de Peltre habría hecho que una lámina de cristal pareciera un campo arado, que la miel pareciera arena.

—La verdad…

Gravie titubeó. Peltre le dedicó una sonrisa animadora.

—Ejem.

El ejemeador era Marmaric Cardante, jefe de los Encapuchados Tuertos. Entrelazó los dedos sucios de nicotina y miró atentamente a Peltre. Al tesorero no le gustaba aquel hombre. Tenía considerables dudas sobre su inteligencia. Sospechaba que era bastante elevada, y que tras aquellas mandíbulas surcadas de venas había una mente llena de ruedecitas brillantes y pulidas que giraban como locas.

—No parece demasiado ansioso de usar ese poder —señaló Cardante.

—¿Y qué pasa con Billias y con Virrid?

—Un pique infantil.

Los demás magos miraban alternativamente al anciano y al tesorero. Eran muy conscientes de que estaba pasando algo, aunque no acababan de entender qué era.

La razón de que los magos no gobernaran el Disco era bastante sencilla. Entrega a dos magos un trozo de cuerda y, por puro instinto, tirarán de ella en direcciones opuestas. Hay algo en sus genes, o quizá en su educación, que los hace enemigos de la cooperación, hasta el punto de que, comparado con ellos, un elefante viejo con dolor de muelas parece una hormiga obrera.

Peltre abrió las manos.

—Hermanos —repitió—, ¿no veis lo que ha sucedido? Es un joven con talento, quizá ha crecido aislado y sin guía en el… eh… en el mundo exterior. Y, al sentir en sus huesos la llamada de la magia, emprendió el largo viaje por caminos tortuosos, arriesgándose a incontables peligros, y por fin ha llegado al final de su viaje, solo y asustado, sin buscar nada más que la influencia estabilizadora que podemos proporcionarle nosotros, sus tutores, para proporcionar forma y guía a su talento. ¿Cómo podríamos darle la espalda, arrojarlo en brazos del viento invernal, sin…?

Tuvo que interrumpirse cuando Gravie se sonó la nariz.

—No es invierno —señaló simplemente otro de los magos—. Y esta noche hace bastante calor.

—¡Pues a los brazos del traicionero e inestable clima primaveral! —rugió Peltre—. ¡Y caigan las maldiciones sobre quien falle…!

—Es casi verano.

Cardante se frotó la nariz, pensativo.

—El chico tiene un cayado —señaló—. ¿Quién se lo dio? ¿Se lo has preguntado?

—No —replicó Peltre, aún mirando con odio a su almanaquístico interlocutor.

Cardante empezó a contemplarse las uñas en un gesto que a Peltre le pareció de lo más amenazador.

—Bueno, sea cual sea el problema, seguro que puede esperar a mañana —dijo en un tono que a Peltre le pareció ostentosamente aburrido.

—¡¿Qué dices?! ¡Si vaporizó a Billias! —gritó Gravie—. ¡Y me han dicho que en la habitación de Virrid no queda más que hollín!

—Quizá se comportaron como estúpidos —lo tranquilizó Cardante—. Estoy seguro, hermano mío, de que tú no te dejarías derrotar en el Arte por un simple cachorro, ¿verdad?

Gravie titubeó.

—Bueno, eh… —dijo—. No. Claro que no. —Observó la sonrisa inocente de Cardante y carraspeó con fuerza—. Por supuesto que no, es obvio. Billias se comportó como un idiota. De todos modos, la prudencia no estorba…

—De acuerdo, mañana por la mañana todos seremos muy prudentes —dijo Cardante con tono alegre—. Demos por concluida la reunión, hermanos. El chico está durmiendo, al menos en eso sí podríamos aprender de él. Lo veremos todo mejor a la luz del día.

—Sé de ocasiones en que ha pasado todo lo contrario —señaló Gravie, sombrío.

No confiaba en la juventud. Opinaba que de ella no podía salir nada bueno.

Los magos se alejaron en dirección a la Sala Principal, donde se estaba sirviendo el noveno plato de la cena. No basta con un poco de magia y la vaporización de un colega para quitarle el apetito a un hechicero.

Por razones que nadie se molestó en explicar, Peltre y Cardante fueron los últimos que quedaron. Se sentaron a los extremos opuestos de la larga mesa, vigilándose como gatos. Los gatos pueden sentarse en cualquier extremo de una cuerda floja y observarse unos a otros durante horas, realizando esa gimnasia mental que hace que un gran maestro parezca impulsivo en comparación, pero los gatos no tenían nada que ver con los magos. Ninguno de los dos estaba dispuesto a hacer su jugada hasta no haber repasado mentalmente toda la conversación, para asegurarse de que los cabos estaban bien atados.

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