—¿Hemos sido nosotros? —se asombró Conina.
—Sería bonito pensar que sí, ¿verdad?
—Sí, pero… ¿no…?
—No creo. ¿Quién sabe? Busquemos un caballo —suspiró Nijel.
* * *
—El Apogeo —dijo Guerra—. O algo muy parecido. Estoy seguro.
Habían salido tambaleándose de la taberna, y estaban sentados en un banco bajo el sol de la tarde. Hasta habían convencido a Guerra para que se quitara parte de su armadura.
—No sé —replicó Hambre—. No creo.
Peste cerró los ojos encostrados y se acomodó contra las piedras cálidas.
—Creo que era algo relativo al fin del mundo —dijo.
Guerra se incorporó y se rascó la barbilla, pensativo. Lanzó un hipido.
—¿Cómo, de todo el mundo?
—Me parece que sí.
Guerra meditó un momento.
—En ese caso, me parece que hemos llegado tarde…
La gente regresaba a Ankh-Morpork, que ya no era una ciudad de mármol desierto, sino que había recuperado su personalidad anterior, y se extendía tan colorida e irregular como un charco de vómito ante la puerta del cabaret de la historia.
Y la Universidad había sido reconstruida, o se había reconstruido, o quizá nunca se había deconstruido. Cada hoja de hiedra, cada viga podrida, volvían a estar en su lugar. El rechicero se había ofrecido a dejarlo todo como nuevo, con la madera sana y las piedras inmaculadas, pero el bibliotecario se mostró firme al respecto. Lo quería todo como viejo.
Los magos regresaron al amanecer, solos o de dos en dos, y se dirigieron a sus antiguas habitaciones tratando de no mirarse unos a otros, intentando recordar un pasado reciente que empezaba a ser tan irreal como un sueño.
Conina y Nijel llegaron a la hora del desayuno, y su buen corazón los impulsó a buscar un establo de alquiler para el caballo de Guerra[25]. Fue Conina la que insistió en que fueran a buscar a Rincewind a la Universidad, y por tanto la primera que vio los libros.
Salían volando de la Torre del Arte, giraban en espiral en torno a los edificios de la Universidad y entraban por el techo de la reconstruida Biblioteca. Algunos de los grimorios más imprudentes perseguían a los cuervos, o planeaban como aguiluchos.
El bibliotecario estaba apoyado contra el marco de la puerta, contemplando a sus pupilos con mirada benévola. Arqueó las cejas en dirección a Conina, lo más parecido a un saludo convencional.
—¿Está Rincewind? —preguntó la chica.
—Oook.
—¿Perdona?
El simio no respondió, sino que los cogió a ambos de las manos, caminó entre ellos como un saco entre dos pértigas, y los llevó junto a la torre.
Había unas pocas velas encendidas, y vieron a Coin sentado en un taburete. El bibliotecario los presentó con un gesto propio de un mayordomo a la antigua, y se retiró.
Coin los saludó.
—Sabe cuándo alguien no le entiende —dijo—. ¿No es increíble?
—¿Quién eres? —preguntó Conina.
—Coin.
—¿Estudias aquí?
—He aprendido muchas cosas, desde luego.
Nijel paseaba junto a las paredes, y de vez en cuando las palpaba. Tenía que haber alguna buena razón para que no se derrumbaran, pero desde luego no entraba dentro de los límites de la ingeniería civil.
—¿Buscáis a Rincewind?
Conina frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Me dijo que alguien vendría a buscarlo.
Conina se relajó.
—Perdona, hemos pasado un mal día. Creo que fue cosa de magia. Rincewind está bien, ¿no? O sea, ¿qué ha pasado? ¿Luchó contra el rechicero?
—Oh, sí. Y ganó. Fue muy… interesante. Yo lo vi todo. Pero tuvo que marcharse —respondió Coin, como si recitara una lección.
—¿Cómo, eso es todo? —intervino Nijel.
—Sí.
—No me lo creo —replicó Conina.
Empezaba a flexionar las piernas, sus nudillos estaban cada vez más blancos.
—Es verdad —dijo Coin—, todo lo que digo es verdad. Tiene que ser verdad.
—Quiero… —empezó Conina.
Coin se levantó y extendió una mano.
—Alto.
La chica se detuvo. Nijel se quedó inmóvil mientras empezaba a fruncir el ceño.
—Tenéis que marcharos —dijo Coin con voz agradable, tranquila—. Y no haréis más preguntas. Estaréis completamente satisfechos. Tenéis todas las respuestas que necesitáis. Viviréis felices y comeréis perdices. Olvidaréis que habéis oído estas palabras. Marchaos ya.
Se volvieron lentamente y con movimientos rígidos, como marionetas, chocaron contra la puerta. El bibliotecario se la abrió, les hizo una reverencia y la cerró tras ellos.
Luego miró a Coin, que había vuelto a sentarse en su taburete.
—Vale, vale —se disculpó el chico—, pero no era más que un poquito de magia. Tenía que hacerlo. Tú mismo dijiste que la gente debía olvidar.
—¿Oook?
—¡No puedo evitarlo! ¡Es demasiado fácil cambiar las cosas! —Se llevó las manos a la cabeza—. ¡Sólo tengo que pensar en algo! No puedo evitarlo, todo lo que toco se estropea, ¡es como intentar dormir sobre un montón de huevos! ¡Este mundo es demasiado delicado! ¡Por favor, dime qué debo hacer!
El bibliotecario dio varias vueltas sobre su trasero, señal inequívoca de que estaba meditando.
No ha quedado constancia de lo que dijo con exactitud, pero Coin sonrió, asintió y estrechó la mano del bibliotecario. Abrió los dedos, trazó un círculo en torno a sí mismo y entró en otro mundo. Había un lago, y montañas lejanas, y unos cuantos faisanes lo miraron cautelosos desde debajo de los árboles. Tarde o temprano, todos los rechiceros aprenden esta magia.
Los rechiceros nunca forman parte del mundo. Se limitan a usarlo una temporada.
Volvió la vista hacia atrás e hizo un gesto de despedida en dirección al bibliotecario. Este le dirigió una mueca de aliento.
Y luego la burbuja se cerró sobre sí misma. El rechicero desapareció en su propio mundo.
* * *
Había poca clientela en el Tambor Parcheado. El troll encadenado al poste junto a la puerta estaba sentado, y se hurgaba los dientes con gesto meditabundo.
Creosoto canturreaba suavemente para sus adentros. Había descubierto la cerveza, y ni siquiera tenía que pagarla, porque sus novedosos cumplidos (rara vez utilizados por los habitantes de Ankh) surtían un efecto asombroso sobre la hija del tabernero. Era una muchacha corpulenta, bonachona, que tenía el color y por desgracia también la silueta de un pan antes de hornearlo. Estaba muy intrigada: nadie le había dicho hasta entonces que sus pechos fueran como melones enjoyados.
—Desde luego —insistió el serifa, cayéndose tranquilamente de su asiento—, no cabe duda.
La metáfora se podía aplicar tanto a los grandes, amarillos, o a los pequeños verdes con piel rugosa, pensó honradamente para sus adentros.
—¿Y qué dijiste de mi pelo? —le animó la chica, ayudándolo a incorporarse al tiempo que volvía a llenarle la jarra.
—Oh. —El serifa frunció el ceño—. Como un rebaño de cabras que pasta en las laderas del Monte Nosequé, y es que se llama así, de verdad. En cuanto a tus orejas —añadió rápidamente—, no hay concha rosada en las arenas lamidas por el mar…
—¿En qué se parece a un rebaño de cabras? —preguntó la chica.
El serifa titubeó. Siempre había considerado que era una de sus mejores frases. Ahora se topaba con la legendaria literalidad de las mentes morporkianas. Y, por extraño que parezca, estaba impresionado.
—Quiero decir, ¿en tamaño, en forma, en olor…? —insistió ella.
—Creo —tartamudeó el serifa— que la frase exacta no es exactamente «un cabro de rebañas»…
—¿Eh?
La chica apartó la cerveza rápidamente.
—Y creo también que me gustaría beber más —dijo él con voz turbia—. Y luego… luego… —Miró de reojo a la chica y decidió arriesgarse—. ¿Eres buena narradora?
—¿Qué?
El serifa se lamió los labios, repentinamente secos.
—Quiero decir que si sabes muchos cuentos —consiguió decir.
—Oh, sí. Montones.
—¿Montones? —susurró Creosoto.
La mayor parte de sus concubinas sólo sabían uno o dos, y ya se los tenía muy oídos.
—Cientos. ¿Por qué, quieres que te cuente alguno?
—¿Cómo, ahora?
—Si te apetece… No tengo mucho trabajo ahora mismo.
Es posible que esté muerto, pensó Creosoto. Es posible que esto sea el Paraíso. La cogió por las manos.
—¿Sabes una cosa? Hace siglos que no me cuentan un buen cuento. Pero no quiero que hagas nada que no desees.
Ella le palmeó el brazo. Qué anciano tan encantador, pensó. Comparado con algunos de los que entran aquí…
—Éste es uno que me contaba mi abuela. Y me sé dos versiones.
Creosoto bebió un sorbo de cerveza y contempló la nebulosa pared. Cientos, pensó. Y de algunos sabe dos versiones.
La chica carraspeó y, con una voz cantarina que derritió el pulso de Creosoto, empezó a hablar.
—Hubo una vez un hombre que tuvo ocho hijos…
* * *
El patricio estaba sentado junto a la ventana, escribiendo. Sus recuerdos sobre la última semana eran un tanto borrosos, y eso no le gustaba nada.
Un criado había encendido una lámpara para disipar la penumbra del ocaso, y las polillas más madrugadoras orbitaban en torno a ella. El patricio las observó con cautela. Sin saber por qué, le daba cierta aprensión cualquier cilindro de cristal, pero todavía más le preocupaba lo que sentía al mirar a los insectos.
Lo que sentía era una imperiosa necesidad de atraparlos con la lengua.
Galletas, que yacía a los pies de su amo, ladró en sueños.
* * *
Las luces se encendían por toda la ciudad, pero las últimas hebras de ocaso iluminaron a las gárgolas mientras se ayudaban unas a otras a subir al tejado.
El bibliotecario las contempló a través de la puerta abierta al tiempo que se rascaba filosóficamente. Luego, entró y dio por concluido el día de trabajo.
En la biblioteca hacía calor. Siempre hacia calor, porque los escapes de magia caldeaban agradablemente el ambiente.
El bibliotecario miró con gesto aprobador a sus pupilos, hizo una última ronda entre las destartaladas estanterías, y luego se arropó con la manta bajo el escritorio, se comió un último plátano y se quedó dormido.
Poco a poco, el silencio se adueñó de la habitación. El silencio se deslizó por entre los restos del sombrero, desgarrado y quemado, que ocupaba ahora un lugar de honor en un nicho de la pared. No importa lo lejos que se vaya un mago, siempre volverá a por su sombrero.
El silencio llenó la Universidad Invisible de la misma manera que el aire llena un agujero. La noche se extendió por el disco como mermelada de ciruelas, o quizá como confitura de moras.
Pero llegaría la mañana. Siempre llegaba otra mañana.
Notas
[1] Como los diamantes, pero aún más llamativos. En cuestión de objetos brillantes, los magos son tan comedidos y tienen tan buen gusto como una urraca histérica.
[2] Hacía algún tiempo, un accidente mágico en la biblioteca, que como ya se ha dicho no es lugar para un oficinista ordenado y burocrático, había transformado al bibliotecario en un orangután. Desde entonces, se había resistido a todos los esfuerzos por devolverle su forma original. Los brazos largos le parecían muy útiles, así como los dedos de los pies prensiles y el derecho a rascarse en público, pero lo que más le gustaba era que, de repente, todos los grandes interrogantes de la existencia se habían resuelto, y sólo quedaba un vago interés por saber de dónde vendría el siguiente plátano. No era que no fuera consciente de las grandezas y bajezas del ser humano. Sencillamente, le importaban un rábano.
[3] El rastro que dejaron las gárgolas hizo que el jardinero jefe de la Universidad blandiera airado su rastrillo y pronunciara la famosa frase: «¿Y para eso se pasa uno quinientos años cuidando el césped, para que un montón de imbéciles lo pisoteen?».
[4] En la mayor parte de las bibliotecas antiguas, los libros están encadenados a los estantes para impedir que la gente los dañe. En la Biblioteca de la Universidad Invisible, la cosa viene a ser al revés, por supuesto.
[5] Inhabitables al menos para quien quisiera despertar con la misma forma, incluso la misma especie, con la que se acostó.
[6] La sabanadija es un diminuto roedor blanco y negro, pariente lejano de los lemmings, que vive en las frías regiones ejeñas. Su piel es muy escasa y se la tiene en mucha estima. Las sabanadijas están muy encariñadas con ella, y a las muy egoístas no les gusta que se la quiten. Pese a lo que pueda sugerir su nombre, nadie se hace sábanas con ellas.
[7] Sobre todo porque Gritoller se había tragado las piedras preciosas para tenerlas a buen recaudo.
[8] Según el folleto Vienbenido a Ankh-Morporke, la ciudad de las mil sorpresas, publicado por el Gremio de Comerciantes, la zona del viejo Morpork llamada «Las Sombras» es un «folclórico entramado de callejones antiguos y calles pintorescas, donde las emociones aguardan a la buelta de cada esquina y aún se pueden oír los tradicionales gritos mientras los habitantes de la zona se ocupan de sus asuntos pribados». En otras palabras, estáis avisados.