—Muy bien —dijo—. Cuando grite, corre hacia la luz, ¿entiendes? Ni se te ocurra mirar hacia atrás, pase lo que pase.
—¿Pase lo que pase? —preguntó Coin, inseguro.
—Pase lo que pase. —Rincewind le dirigió una sonrisa valiente—. Sobre todo, oigas lo que oigas.
Se animó un poco al ver que la boca de Coin se transformaba en una «O» de terror.
—Y luego —continuó—, cuando vuelvas al otro lado…
—¿Qué quieres que haga?
Rincewind titubeó.
—No sé —dijo—. Lo que quieras. Tanta magia como te apetezca. Lo que sea con tal de que los detengas. Y… eh…
—¿Sí?
El mago lanzó una mirada a la Cosa, que aún contemplaba la luz.
—Si… ya sabes… si el mundo sale de ésta… bueno, si todo vuelve a la normalidad, más o menos, me gustaría que le dijeras a la gente que me quedé, más o menos. Quizá lo escriban en alguna parte, más o menos. O sea, tampoco quiero una estatua, ni nada de eso —añadió con modestia.
Pasaron unos momentos.
—Creo que deberías sonarte la nariz —añadió.
Coin lo hizo con el borde de su túnica, y luego estrechó solemnemente la mano de Rincewind.
—Si alguna vez… —empezó—. O sea, eres el primer…, ha sido un gran…, verás, yo nunca… —Su voz se apagó—. Sólo quería que lo supieras —consiguió añadir.
—Había otra cosa que quería decirte —empezó Rincewind, soltándole la mano. Se quedó con la mente en blanco un momento, luego añadió—: Oh, sí. Es muy importante que recuerdes quién eres de verdad. Es vital. No debes dejar que otros lo hagan por ti, ¿sabes? Porque siempre meten la pata.
—Trataré de recordarlo —le aseguró Coin.
—Es muy importante —repitió Rincewind, casi para sus adentros—. Ahora, lo mejor será que eches a correr.
Rincewind se acercó más a la Cosa. Aquella en concreto tenía patas de pollo, pero por suerte la mayor parte del resto quedaba oculto bajo una cosa que parecían alas plegadas.
Le pareció que era el momento adecuado para unas cuantas últimas palabras. Lo que dijera en aquel momento sería muy importante. Quizá se le recordara por esas palabras, quizá los niños las memorizaran, incluso era posible que las tallaran en granito.
En ese caso, más valía que no fueran palabras con letras muy complicadas de grabar, las eses por ejemplo siempre salían mal.
—Ojalá no estuviera aquí —murmuró.
Sopesó el calcetín, lo hizo girar un par de veces y golpeó a la Cosa en un lugar que esperaba fuera la rodilla.
La Cosa lanzó un chirrido agudo, se giró salvajemente batiendo las alas, lanzó un desviado picotazo a Rincewind con su cabeza de buitre, y recibió otro calcetinazo en un costado.
Rincewind se volvió a la desesperada mientras la Cosa se tambaleaba, y vio que Coin seguía de pie donde lo había dejado. Horrorizado, advirtió que el niño empezaba a caminar hacia él, con las manos alzadas instintivamente para lanzar el fuego mágico que, en aquel lugar, los condenaría a los dos.
—¡Corre ya, idiota! —gritó mientras la cosa se recuperaba y se preparaba para el contraataque.
Sin saber cómo, dio con las palabras adecuadas.
—¡Ya sabes lo que les pasa a los niños malos!
Coin palideció, se dio media vuelta y echó a correr hacia la luz. Se movía despacio, luchando contra la ladera de entropía. La imagen distorsionada del mundo se volvió del revés, se elevó unos metros, luego se alejó unos centímetros…
Un tentáculo se enroscó a su pierna y lo derribó hacia adelante.
Al caer, una de sus manos tocó la nieve. Inmediatamente, se la agarró algo que parecía un cálido guante de piel, pero bajo el tacto suave había una garra de acero templado que tiró de él hacia adelante, arrastrando también a lo que fuera que lo había asido por la pierna.
La luz tenue se hizo a su alrededor, y de pronto se encontró sobre guijarros resbaladizos por el hielo.
El bibliotecario le soltó la mano y se irguió junto a Coin, esgrimiendo un trozo de viga de madera. El simio retrocedió en la oscuridad. El hombro, codo y muñeca de su mano derecha se desplegaron en una perfecta aplicación de la ley de palancas. Y, con un movimiento tan imparable con el amanecer de la inteligencia, descargó el golpe. Hubo un sonido pegajoso, un grito de dignidad ultrajada, y la ardiente presión en la pierna de Coin desapareció.
La oscura columna onduló. De ella salían graznidos y golpes, distorsionados por la distancia.
Coin se puso en pie como pudo y echó a correr de vuelta a la oscuridad, pero esta vez el brazo del bibliotecario le bloqueó el paso.
—¡No podemos dejarlo ahí!
El simio se encogió de hombros.
De la oscuridad les llegó otro siniestro crujido, y luego un momento de silencio casi absoluto.
Pero sólo casi absoluto. A los dos les pareció oír, a lo lejos, pero claramente, el sonido de unos pies corriendo que se perdía a lo lejos.
Encontró su eco en el mundo exterior. El simio miró a su alrededor, y luego empujó a Coin apresuradamente a un lado, cuando algo cuadrado, destartalado y con cientos de patitas trotó por el patio y, sin pausa alguna, saltó a la oscuridad que desaparecía por momentos. Ésta parpadeó un último instante y se desvaneció.
Coin se liberó de la garra del bibliotecario y corrió al círculo, que ya se estaba volviendo blanco. Sus pies levantaron la arena fina.
—¡No ha salido!
—Oook —respondió el bibliotecario filosóficamente.
—Creí que saldría. Ya sabes, en el último momento.
—¿Oook?
Coin examinó los guijarros de cerca, como si con un esfuerzo de concentración pudiera cambiar lo que había visto.
—¿Está muerto?
—Oook —señaló el bibliotecario, dando a entender que Rincewind se encontraba en una zona donde las cosas como el tiempo y el espacio eran algo nebulosas, y que probablemente no servía de gran cosa especular sobre su estado actual en aquel momento, si es que se encontraba en un sitio donde la palabra «momento» tenía sentido, y por tanto quizá apareciera mañana, o vistas las circunstancias ayer, pero sobre todo que si había alguna posibilidad de sobrevivir, Rincewind sobreviviría.
—Oh —respondió Coin.
Vio como el bibliotecario se volvía a la Torre del Arte, y se sintió invadido por una desesperada soledad.
—¡Oye! —gritó.
—¿Oook?
—¿Qué hago ahora?
—¿Oook?
Coin señaló el desolado patio.
—Pues no sé, quizá pudiera hacer algo con todo esto —dijo con una voz en la que asomaba el terror—. ¿Crees que será buena idea? Es que yo puedo ayudar a la gente. Estoy seguro de que te gustaría volver a ser humano, ¿no?
La eterna sonrisa del bibliotecario se transformó en una mueca que dejaba al descubierto sus dientes.
—O quizá no —se apresuró a añadir Coin—, pero seguro que puedo hacer otras cosas, ¿no?
El bibliotecario le miró un instante, luego clavó los ojos en la mano del chico. Coin se sobresaltó, sintiéndose algo culpable, y abrió los dedos.
El simio atrapó la brillante bolita plateada antes de que chocara contra el suelo, y se la acercó a un ojo. La olfateó, la sacudió suavemente y se la arrimó al oído.
Luego, alzó el brazo y la lanzó tan lejos como le fue posible.
—¿Qué…? —empezó Coin.
El bibliotecario lo empujó. El niño cayó de bruces al suelo, con el peso del simio sobre él, protegiéndolo.
La bolita alcanzó la cúspide de su arco y empezó a descender. Su perfecta trayectoria se vio interrumpida por el suelo. Hubo un sonido como el de una cuerda de arpa al romperse, se oyó el balbuceo de voces incomprensibles, una ráfaga de viento, y los dioses del Disco quedaron libres.
Estaban muy, muy furiosos.
* * *
—No podemos hacer nada, ¿verdad? —suspiró Creosoto.
—No —asintió Conina.
—El hielo va a ganar, ¿no?
—Sí —respondió Conina.
—No —respondió Nijel.
El chico temblaba de rabia, o quizá de frío, y estaba casi tan pálido como los glaciares que rugían bajo ellos. Conina suspiró.
—Bueno, ¿y cómo piensas…?
—Déjame en el suelo, a unos minutos por delante de ellos.
—No veo que vaya a servir de nada.
—No te he preguntado tu opinión —replicó Nijel con tranquilidad—. Limítate a hacerlo. Ponme un poco por delante para que tenga tiempo de prepararme.
—¿Qué vas a preparar?
Nijel no respondió.
—Te he preguntado… —insistió Conina.
—¡Cállate!
—No entiendo por qué…
—Mira —la interrumpió Nijel, con la paciencia que yace a pocos instantes del homicidio—. El hielo va a cubrir todo el mundo, ¿verdad? Todo el mundo morirá, ¿no? Excepto nosotros durante un rato más, hasta que los caballos quieran comer, o ir al lavabo o algo así. Y ese rato no nos sirve de nada, sólo a Creosoto, que a lo mejor puede componer un soneto o una cosa por el estilo sobre el frío que hace de repente. La historia de la humanidad se aproxima a su fin, y dadas las circunstancias preferiría dejar perfectamente claro que no quiero que nadie discuta mis decisiones, ¿comprendido?
Hizo una pausa para respirar. Temblaba como una goma tensa.
Conina titubeó. Abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera considerando la posibilidad de argumentar en contra, pero al final se lo pensó mejor.
Encontraron un pequeño claro en un bosque de pinos, a unos dos kilómetros del frente de glaciares, aunque su rugido resultaba perfectamente audible y se divisaba una línea de vapor por encima de los árboles, por no mencionar que el suelo temblaba como un parche de tambor.
Nijel avanzó a zancadas hasta el centro del claro, y lanzó unos mandobles de práctica con la espada. Los demás le miraron, pensativos.
—Si no os importa, me voy —susurró Creosoto a Conina—. En momentos como éste, la sobriedad pierde todos sus atractivos, y estoy seguro de que el fin del mundo tendrá mucho mejor aspecto visto a través del fondo de un vaso. Si os da igual, claro. ¿Crees en el paraíso, oh trasero de naranjo?
—No mucho, no.
—Oh —suspiró Creosoto—. En ese caso, me temo que no volveremos a vernos. Qué pena. Y todo esto por culpa de una gesta. Mmm… oye, si por alguna circunstancia improbable…
—Adiós —le interrumpió Conina.
Creosoto asintió, deprimido. Espoleó a su caballo y desapareció sobre las copas de los árboles.
La nieve temblaba en las ramas en torno al claro. El retumbar de los glaciares que se aproximaban inundó el aire.
Nijel se sobresaltó cuando Conina le dio un toquecito en el hombro, y dejó caer la espada.
—¿Qué haces aquí? —le espetó, buscando desesperadamente la espada entre la nieve.
—Oye, no quiero ser cotilla, ni nada por el estilo —dijo Conina con suavidad—, pero… ¿qué pretendes, concretamente?
Ya divisaba un frente de nieve avanzando por el bosque, y el ensordecedor sonido de los primeros glaciares le llenaba los oídos. Avanzando implacable sobre los árboles llegaban los primeros bloque de hielo, tan altos que se confundían con el azul del cielo.
—Nada —respondió Nijel—. Nada en absoluto. Tenemos que resistir, nada más. Para eso estamos aquí.
—¡Pero no servirá de nada!
—A mí sí que me servirá. Y si vamos a morir de todos modos, yo prefiero morir así. Heroicamente.
—¿Es heroico morir así? —preguntó Conina.
—Para mí, sí. Y cuando se trata de morir, sólo cuenta una opinión.
—Oh.
Un par de ciervos galoparon por el claro, hicieron caso omiso de los humanos en su pánico ciego, y se alejaron a toda velocidad.
—No tienes que quedarte —dijo Nijel—. Es por esto de mi gesta, ya sabes.
Conina se examinó los dorsos de las manos.
—Creo que debo quedarme —dijo al final—. ¿Sabes? Pensaba que, si llegábamos a conocernos mejor…
—¿En qué estabas pensando, en el señor y la señora Liebrecoja?
La chica abrió los ojos de par en par.
—Bueno… —empezó.
—¿Y cuál de los dos pensabas ser?
El primer glaciar irrumpió en el claro, con la cúspide inmersa en una nube de su propia creación.
Exactamente al mismo tiempo, los árboles del otro lado se inclinaron ante un viento cálido que soplaba desde la Periferia. Venía cargado de voces, voces petulantes, engreídas… y desgarró las nubes como una barra de acero al rojo desgarra el agua.
Conina y Nijel se lanzaron de bruces al suelo, y la nieve se transformó bajo ellos en un lodo cálido. Algo semejante a una tormenta estalló sobre ellos, llena de gritos y de lo que al principio les parecieron aullidos, aunque al considerarlos más tarde recordaban más a discusiones furiosas. Duraron largo rato, y luego se alejaron hacia el Eje.
El agua cálida chorreó por el chaleco de Nijel. Se levantó con cautela, y luego dio un codazo a Conina.
Juntos, salieron de entre el fango y ascendieron a la cima de la ladera, treparon sobre los troncos caídos y contemplaron el paisaje.
Los glaciares se retiraban bajo una nube de relámpagos. Tras ellos, todo estaba lleno de lagos y charcas entrelazados.