Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

La mente sondeó los recuerdos más recientes, de la misma manera en que uno se rasca la costra de una herida.

Recordaba algo sobre un cayado, y un dolor tan intenso que parecía que le habían insertado un cincel entre cada célula del cuerpo y luego se los habían martilleado repetidamente.

Recordó que el cayado había huido, arrastrándolo tras él. Y luego, el momento aterrador en que la Muerte apareció, extendió la mano a través de él, y el cayado se retorció y cobró vida de repente.

SUPERUDITO EL ROJO, YA TE TENGO —había dicho la Muerte.

Y así estaban las cosas.

Por el tacto, Rincewind dedujo que estaba tendido en la arena. En una arena muy fría.

Se arriesgó a ver algo espantoso, y abrió los ojos.

Lo primero que vio fue su brazo izquierdo y, sorprendentemente, su mano. Era la mano mugrienta de siempre. Había esperado encontrarse con un muñón.

Parecía de noche. La playa, o lo que fuera, se extendía hacia una cadena de montañas lejanas bajo el cielo de la noche, glaseado con un millón de estrellas blancas.

Un poco más cerca de él había una tosca línea en la arena plateada. Alzó la cabeza un poco y vio las gotitas de metal fundido. Eran de octihierro, un metal tan intrínsecamente mágico que no había forja en el Disco capaz de calentarlo siquiera.

—Oh —dijo—. Así que hemos ganado.

Se desplomó de nuevo.

Tras un buen rato, alzó la mano derecha en un gesto automático y se tocó la parte superior de la cabeza. Luego se tocó los lados de la cabeza. Después, cada vez más ansioso, empezó a palpar la arena a su alrededor.

Consiguió comunicar su preocupación al resto de Rincewind, porque el mago se levantó.

—Oh, mierda —dijo.

Su sombrero no estaba por ninguna parte. Pero alcanzó a ver una pequeña forma blanca tendida inmóvil en la arena a cierta distancia, y más allá…

Una columna de luz diurna.

Zumbaba y se mecía en el aire, era un agujero tridimensional que daba a alguna parte. De cuando en cuando brotaban de ella ráfagas de nieve. La luz le permitió distinguir algunas siluetas que quizá fueran edificios, o paisajes retorcidos por alguna extraña curvatura. Pero no lo pudo ver con claridad, porque estaban rodeados de sombras altas.

La mente humana es asombrosa. Puede operar a varios niveles a la vez. Y, de hecho, mientras Rincewind desperdiciaba su intelecto gimiendo y buscando su sombrero, una parte interior de su cerebro observaba, valoraba, analizaba y comparaba.

Ahora esa zona reptó hacia su cerebelo, le dio un toquecito en el hombro, envió un mensaje a su mano y huyó a toda velocidad. El mensaje decía más o menos: Espero que, al recibo de la presente, me encuentre bien. La última ráfaga de magia fue demasiado para el atormentado tejido de la realidad. Se ha abierto un agujero. Estoy en las Dimensiones Mazmorra. Y las cosas que tengo delante son… las Cosas. Ha sido un placer conocerme.

La cosa más cercana a Rincewind medía por lo menos tres metros de altura. Parecía un caballo muerto al que hubieran reanimado al cabo de tres meses para presentarle a algunos amigos, al menos uno de los cuales tenía forma de pulpo.

No había advertido la presencia de Rincewind. Estaba demasiado ocupado concentrándose en la luz.

Rincewind se arrastró hacia el cuerpo inerte de Coin y lo sacudió con suavidad.

—¿Estás vivo? —preguntó—. Si no lo estás, preferiría que no respondieras.

Coin se dio la vuelta y lo miró con ojos asombrados.

—Recuerdo… —dijo tras un momento.

—Mala suerte.

El niño tanteó la arena a su alrededor.

—Ya no está —explicó Rincewind en voz baja.

La mano se detuvo en su búsqueda.

El mago ayudó a Coin a sentarse. Éste contempló inexpresivo la fría arena plateada, luego el cielo, después las Cosas lejanas, y por último a Rincewind.

—No sé qué hacer —dijo.

—No es para avergonzarse. Yo nunca he sabido qué hacer —replicó éste en un fallido intento de humor—. Me he pasado la vida desconcertado. —Titubeó—. Creo que a eso lo llaman ser «humano».

—¡Pero yo siempre he sabido qué hacer!

Rincewind abrió la boca para señalar que ya lo había notado, pero cambió de opinión.

—Ánimo —dijo en vez de eso—. Míralo por el lado bueno. Podría ser peor.

Coin echó otro vistazo a su alrededor.

—¿Cómo? —preguntó en un tono de voz algo más normal.

—Mmm…

—¿Dónde estamos?

—Pues es una especie de dimensión extraña. La magia se filtró hacia ella y nos arrastró.

—¿Y esas cosas?

Contemplaron las Cosas.

—Creo que son Cosas. Quieren pasar a través del agujero —dijo Rincewind—. No es fácil, por los niveles de energía y esas cosas. Recuerdo que nos dieron una charla sobre eso. Eh…

Coin asintió, y extendió una delgada mano blanca hacia la frente del mago.

—¿Te importa…? —empezó.

Rincewind se estremeció ante el toque.

—¿El qué?

¿Te importa si echo un vistazo dentro de tu cabeza?

—Aaaargh.

Esto es un caos, no me extraña que no encuentres nada.

—Eeergh.

Deberías aclararte un poco.

—Ooogh.

—Ah.

Rincewind sintió que la presencia se alejaba. Coin frunció el ceño.

—No podemos dejar que entren —anunció—. Tienen poderes horribles. Intentan agrandar el agujero, y pueden hacerlo. Esperan para entrar en nuestro mundo desde hace… —Frunció el ceño—. ¿Iones?

—Eones.

Coin abrió la otra mano, que había mantenido fuertemente apretada, y mostró a Rincewind la pequeña perla gris.

—¿Sabes qué es esto?

—Ni idea.

—Es… No me acuerdo. Pero debemos devolverla a su lugar.

—Muy bien. Usa la rechicería. Hazlos pedazos y luego nos vamos a casa.

—No. Se alimentan de magia, eso no haría más que empeorar las cosas. No puedo usar la magia.

—¿Estás seguro?

—Me temo que tu memoria era muy buena en ese tema.

—En ese caso, ¿qué hacemos?

—¡No lo sé!

Rincewind meditó un momento, y luego, con aire decidido, empezó a quitarse su otro calcetín.

—Aquí no hay medios ladrillos —dijo sin dirigirse a nadie en concreto—. Tendré que llenarlo de arena.

—¿Los vas a atacar con un calcetín lleno de arena?

—No. Voy a huir de ellos. El calcetín de arena es para cuando nos sigan.

* * *

La gente empezaba a volver a Al Khali, donde las ruinas de la torre no eran más que un montón de piedras humeantes. Unos cuantos valientes se dirigieron hacia ellas, argumentando que podría haber supervivientes a los que rescatar, o botín que saquear, o ambas cosas.

Y, entre los cascotes, se podría haber oído la siguiente conversación:

—¡Aquí abajo hay algo que se mueve!

—¿Bajo eso? ¡Por las dos barbas de Imtal, tú estás loco! ¡Debe de pesar una tonelada!

—¡Es ahí, hermanos! ¡Ayudadme!

Tras diversos jadeos y maldiciones, la discusión continuaría.

—¡Es una caja!

—¿Crees que contendrá un tesoro?

—¡Por las Siete Lunas de Nasreem, le están saliendo patas!

—Son cinco lunas…

—¿Adónde ha ido?

—No importa, no importa. Aclaremos esto. Según la leyenda, eran cinco lunas…

En Klatch se toman la mitología muy en serio. En lo que no creen es en la vida real.

* * *

Los tres jinetes advirtieron el cambio mientras descendían a través de las pesadas nubes en el extremo Eje de la Llanura Sto. Había un olor punzante en el aire.

—¿Lo notáis? —dijo Nijel arrugando la nariz—. Lo recuerdo de cuando era niño, me quedaba en la cama la primera mañana del invierno, se notaba en el aire…

Las nubes se abrieron bajo ellos, y allí, llenando las altas llanuras de extremo a extremo, estaban los rebaños de los Gigantes del Hielo.

Se extendían kilómetros y kilómetros en todas las direcciones, y el retumbar de su estampida llenaba el aire.

Los glaciares toros iban a la cabeza, levantando nubes del polvo en su enloquecida marcha. Tras ellos iba la gran masa de vacas y terneros, pisando por el lecho rocoso que sus líderes habían dejado al descubierto.

Se parecían tanto a los glaciares que el mundo creía conocer como un león sesteando a la sombra se parece a cien kilos de músculos bien coordinados saltando hacia ti con la boca abierta.

—… y… y… cuando ibas a la ventana…

La boca de Nijel, al faltarle información procedente del cerebro, se cerró.

—Venga —lo animó Conina—. Explícate. Será mejor que grites, claro.

Nijel miró hacia abajo.

—Me parece ver algunas figuras. Sobre las… las cosas que van a la cabeza —aportó Creosoto.

Nijel escudriñó a través de la nieve. Desde luego, había seres montados a lomos de los glaciares. Eran humanos, o humanoides, o al menos tenían brazos y piernas. Y no parecían muy grandes.

Al final resultó que era porque los glaciares sí que eran grandes, y las perspectivas no eran el fuerte de Nijel. Los caballos descendieron sobre el primer glaciar, y a medida que lo hacían resultó evidente que una de las razones de que a los Gigantes del Hielo se los llame Gigantes del Hielo es porque son… bueno, gigantes.

La otra es que son de hielo.

Una figura del tamaño de una casa grande cabalgaba en la cima de un toro, espoleándolo con una púa pegada a una larga pértiga. La figura tenía una superficie agrietada, de múltiples facetas, brillaba con todos los tonos del azul y el verde. Llevaba los rizos nevados sujetos por una fina cinta plateada, y sus ojos eran pequeños y negros, muy juntos, como trozos de carbón[24].

Resonó un crujido desgarrado cuando los primeros glaciares chocaron contra un bosque. Los pájaros huyeron aterrados. La nieve y las astillas sacudieron el aire en torno a Nijel cuando galopó por el aire para situarse junto al gigante.

Carraspeó.

—Eh… perdona…

Por delante del hirviente remolino de tierra, nieve y madera destrozada, una manada de ciervos huía ciegamente, sin que al parecer sus cascos rozaran lo que quedaba de suelo.

Nijel hizo otra intentona.

—¡Eh! —llamó.

El gigante volvió la cabeza hacia él.

—¿Qué quiees? —dijo—. Apata, pesona caliente.

—Lo siento, pero… ¿crees que esto es necesario?

El gigante se volvió hacia él con gélido asombro. Dio la vuelta lentamente y contempló el resto de la manada, que parecía extenderse hasta el Eje. Clavó de nuevo la vista en Nijel.

—Sí —respondió—. Supongo que sí. Si no, ¿po qué lo hacemos?

—Es que hay un montón de gente que preferiría que no lo hicierais —explicó Nijel a la desesperada.

Una espiral de roca se alzó un instante ante el glaciar, se tambaleó unos instantes y luego desapareció.

—Hay niños, y animalitos… —añadió.

—Padeceán po causa del pogueso. Es hoa de que eclamemos el mundo —replicó el gigante—. Todo un mundo de hielo. Según la inevitabilidad de la histoia y el tiunfo de la temodinámica.

—Sí, pero nada os obliga a hacerlo.

—El caso es que queemos hacelo —dijo el gigante—. Los dioses se han machado, acabaemos con las cadenas de la supestición modena.

—Pues a mí eso de congelar todo el mundo no me parece muy progresista.

—A nosotos nos gusta.

—Sí, sí —replicó Nijel, con la voz maníaca de quien intenta ver un asunto desde todos los puntos de vista posibles y está seguro de que se dará con una solución si la gente de buena voluntad se reúne en torno a una mesa y discute las cosas racionalmente, como personas sensatas—. Pero ¿crees que es el momento adecuado? ¿Crees que el mundo está preparado para el triunfo del hielo?

—Más le vale —replicó el gigante.

Alzó su vara contra Nijel. No acertó al caballo, pero al chico le dio en todo el pecho y lo derribó de la silla, lanzándolo contra el glaciar. Nijel cayó girando, se estrelló contra la nieve, rodó por una de las gélidas laderas entre restos de tierra y árboles.

Se puso en pie con gran esfuerzo, y escudriñó indefenso la gélida niebla. Otro glaciar se abalanzó hacia él.

Lo mismo hizo Conina. Se inclinó hacia adelante mientras su caballo cortaba la niebla, cogió a Nijel por los tirantes bárbaros de cuero y lo hizo montar ante ella.

Cuando se remontaron de nuevo, el chico lanzó un bufido.

—Menudo canalla —dijo—. Por un momento, pensé que íbamos a llegar a un acuerdo. Con algunas personas no se puede hablar.

La manada embistió contra otra colina, la dejó poco menos que plana, y la Llanura Sto, tachonada de ciudades, se extendió indefensa ante ella.

* * *

Rincewind se deslizó hacia la Cosa más cercana, agarrando a Coin con una mano y blandiendo el calcetín lleno de arena con la otra.

—¿Nada de magia, entonces? —dijo.

—Eso —asintió el chico.

—¿Pase lo que pase, no debes usar la magia?

—Exacto. Aquí, no. No tienen mucho poder mientras no usemos la magia. Pero una vez que salgan…

Dejó la frase inconclusa.

—Desagradable —asintió Rincewind.

—Terrible —le corrigió Coin.

Rincewind suspiró. Le gustaría haber tenido aún su sombrero. Tendría que arreglárselas sin él.

Autore(a)s: