—¿No apareces tú cada vez que un mago está a punto de morir?
POR SUPUESTO. Y LA VERDAD ES QUE TUS AMIGOS ME ESTÁN DANDO UN DÍA…, VAYA DÍA.
—¿Cómo te las arreglas para estar en tantos lugares a la vez?
CON UNA BUENA ORGANIZACIÓN.
El tiempo regresó. El cayado, que había estado suspendido en el aire a pocos metros de Rincewind, reanudó su camino hacia él.
Y sonó un golpe metálico cuando Coin lo agarró en vuelo con una mano.
El cayado emitió un sonido como el de un millar de uñas rascando una superficie de cristal. Se agitó salvajemente de arriba abajo, sacudiendo el brazo que lo sostenía. Toda su longitud floreció con un maligno fuego verde.
Vaya. Así que en el último momento, me fallas.
Coin gimió, pero siguió agarrándolo hasta que el metal entre sus dedos pasó a ser rojo, luego blanco.
Extendió el brazo, y la energía humeante del cayado brotó con un rugido, arrancó chispas de sus cabellos, dio formas horripilantes a su túnica. El niño gritó, blandió el cayado y lo estrelló contra el parapeto, dejando una larga línea burbujeante en la piedra.
Luego, lo tiró. Se estrelló contra las piedras, rodó y se detuvo en el camino que le habían dejado precipitadamente los magos.
Coin cayó de rodillas, temblando.
—No me gusta matar a la gente —dijo—. Estoy seguro de que no está bien.
—No cambies nunca de opinión —recomendó Rincewind fervorosamente.
—¿Qué le pasa a la gente cuando se muere?
Rincewind alzó la vista hacia la Muerte.
—Ésa te toca responderla a ti.
NO PUEDE VERME NI OÍRME —señaló la Muerte—. NO PODRÁ HASTA QUE NO QUIERA.
Se oyó un leve tintineo. El cayado rodaba de nuevo hacia Coin, que lo miró horrorizado.
Recógeme.
—No tienes que hacerlo —dijo Rincewind.
No puedes resistirte a mí. No puedes derrotarte a ti mismo —le espetó el cayado.
Muy despacio, Coin extendió la mano y lo recogió.
Rincewind echó un vistazo a su calcetín. No era más que un jirón de lana quemada. Su breve carrera como arma de guerra lo había dejado más allá de la ayuda de cualquier aguja de zurcir.
Ahora, mátalo.
Rincewind contuvo el aliento. Los magos que miraban contuvieron el aliento. Hasta la Muerte, que no podía contener nada por mucho que lo intentase, agarró su guadaña con más fuerza.
—No —replicó Coin.
Ya sabes lo que les pasa a los niños malos.
Rincewind vio cómo el rostro del rechicero palidecía.
La voz del cayado cambió. Ahora, era sugerente.
Sin mí, ¿quién te dirá lo que debes hacer?
—Eso es cierto —dijo Coin lentamente.
Mira lo que has conseguido.
El niño contempló los rostros asustados que lo rodeaban.
—Ya lo veo.
Te he enseñado todo lo que sé.
—Empiezo a pensar que no sabes lo suficiente.
¡Ingrato! ¿Quién te dio tu destino?
—Tú. —El chico alzó la cabeza—. Me doy cuenta de que he cometido un error —añadió con tranquilidad.
Bien…
—¡No te lancé suficientemente lejos!
Coin se puso en pie ágilmente y blandió el cayado por encima de su cabeza. Se quedó inmóvil como una estatua, con la mano perdida en una esfera de luz que era del color del cobre fundido. La luz se tornó verde, pasó por todos los tonos del azul, se desvió hacia el violeta y luego se transformó en octarino puro.
Rincewind se protegió los ojos del brillo, y vio la mano de Coin, todavía entera, todavía aferrada, con perlas de metal fundido brillando entre sus dedos.
Retrocedió y tropezó contra Casiapenas. El viejo mago estaba de pie, inmóvil, boquiabierto.
—¿Qué pasará? —preguntó Rincewind.
—Nunca lo vencerá —dijo Casiapenas con voz ronca—. Es suyo. Es tan fuerte como él. El niño tiene el poder, pero el cayado sabe cómo canalizarlo.
—¿Quieres decir que se cancelarán mutuamente?
—Eso espero.
La batalla quedaba oculta en su propio brillo infernal. En aquel momento, el suelo empezó a temblar.
—Están aprovechando todo lo mágico —señaló Casiapenas—. Más vale que nos vayamos de la torre.
—¿Por qué?
—Porque desaparecerá de un momento a otro.
Y así era, las losas blancas que rodeaban la zona resplandeciente ya empezaban a vibrar y a desaparecer dentro de ella.
Rincewind titubeó.
—¿No le vamos a ayudar?
Casiapenas le miró, luego contempló la iridiscencia. Abrió y cerró la boca un par de veces.
—Lo siento —dijo.
—Le hará falta una ayudita, ya has visto lo que puede hacer esa cosa…
—Lo siento.
—Él te ayudó a ti. —Rincewind se volvió contra los otros magos, que se alejaban apresuradamente—. Os ayudó a todos. Os dio lo que queríais, ¿no?
—Quizá nunca se lo perdonemos —replicó Casiapenas.
Rincewind gimió.
—¿Qué quedará cuando todo esto acabe? ¿Qué quedará?
Casiapenas bajó la vista.
—Lo siento —repitió.
La luz octarina era cada vez más brillante, empezaba a tornarse negra por los bordes. Pero no era esa negrura que es lo opuesto a la luz. Era la negrura granulosa, cambiante, que brilla más allá de la realidad y no tiene nada que hacer en una realidad decente. Y zumbaba.
Rincewind ejecutó un breve baile de inseguridad mientras sus pies, sus piernas, sus instintos y su increíblemente desarrollado sentido de la autoconservación sobrecargaban su sistema nervioso hasta el punto de fusión. Y así fue como su conciencia ganó la partida.
Saltó hacia el fuego y cogió el cayado.
Los magos huyeron. Algunos de ellos bajaron de la torre levitando.
Demostraron ser mucho más perspicaces que los que utilizaron las escaleras, porque, unos treinta segundos más tarde, la torre desapareció.
La nieve siguió cayendo en torno a la columna de negrura, que zumbaba.
Y los magos supervivientes que se atrevieron a alzar la vista vieron cómo del cielo descendía un pequeño objeto en llamas. Fue a estrellarse contra las piedras, donde humeó unos instantes antes de que la nieve lo apagara.
Poco más tarde no era más que un pequeño montículo.
Más tarde todavía, una figura recia recorrió el patio arrastrando los nudillos, rascó la nieve y desenterró el objeto.
Era, o más bien había sido, un sombrero. La vida no lo había tratado bien. Gran parte del ala ancha estaba quemada, la punta había desaparecido por completo y las letras plateadas resultaban casi ilegibles. Con las que quedaban se podía leer ECHIC.
El bibliotecario se volvió lentamente. Estaba solo, a excepción de la columna de ardiente negrura y los copos de nieve que caían con regularidad.
El asolado campus estaba desierto. Quedaban unos cuantos sombreros puntiagudos, pisoteados en una huida aterrada, pero ningún otro signo de que allí hubiera habido gente.
El valor no era una de las virtudes de los magos.
* * *
—¿Guerra?
—¿Mmmmnzzz?
—¿No teníamos…, no teníamos que hacer algo?
Peste tanteó en busca de su vaso.
—¿El qué?
—Deberíamos…, teníamos que hacer algo, lo sé —intervino Hambre.
—Es verdad. Una cita…
—El… —Peste contempló pensativo su bebida—. El Nosequé.
Contemplaron la barra del bar. El posadero había huido hacía rato. Había muchas botellas todavía sin abrir.
—El Quimbombo —dijo Hambre al final—. Eso era.
—Naaa.
—El Apos… el Apóstrofo —sugirió Guerra vagamente.
Los otros dos sacudieron las cabezas. Hubo una larga pausa.
—¿Qué significa «apóstrofo»? —preguntó Peste, contemplando fijamente su mundo interior.
—Astringente —respondió Guerra—. Me parece.
—Entonces no era eso, ¿verdad?
—Creo que no —reconoció Hambre.
Se hizo otro silencio largo, embarazoso.
—Será mejor que nos tomemos otra —suspiró Guerra, al tiempo que se levantaba como podía.
—Buena idea.
* * *
A unos setenta y cinco kilómetros de distancia y miles de metros de altura, Conina consiguió por fin controlar su caballo robado y hacerlo trotar suavemente por el aire, con un despliegue de la más determinada indiferencia que el Disco había visto jamás.
—¿Nieve? —se sorprendió.
Las nubes rugían en silencio desde el Eje. Eran gruesas y pesadas, y no deberían estar moviéndose tan deprisa. Las tempestades las seguían y cubrían el paisaje como una sábana espesa.
No era de ese tipo de nieve que cae dulcemente en lo más oscuro de la noche, dejando un paisaje que por la mañana será una deslumbrante postal de belleza etérea. Era de esa nieve que intenta dejar un mundo tan jodidamente frío como le sea posible.
—Un poco tardía —asintió Nijel.
Miró hacia abajo, y al momento cerró los ojos.
Creosoto lo miraba todo, con asombrado deleite.
—¿Así es la nieve? —preguntó—. Había oído hablar de ella en los cuentos. Pero pensaba que nacía del suelo. Como los champiñones, o algo así.
—Esas nubes no son normales —replicó Conina.
—¿Os importa que bajemos ya? —preguntó Nijel débilmente—. Al menos cuando estábamos en marcha no daba tanto miedo…
Conina no le hizo caso.
—Prueba con la lámpara —ordenó—. Quiero saber qué pasa.
Nijel rebuscó en su bolsa y sacó la lámpara.
La voz del genio sonó bastante baja y lejana.
—Calma, un momento, calma… estoy intentando contactar con vosotros.
Luego oyeron una musiquita tintineante, la música que emitiría un chalet suizo si se pudiera tocar como un instrumento, antes de que una trampilla se dibujara en el aire y apareciera el genio. Éste miró a su alrededor, luego clavó la vista en ellos.
—Vaya —dijo.
—Algo sucede con el clima —dijo Conina—. ¿Qué es?
—¿Quieres decir que no lo sabéis?
—Si lo supiéramos, no preguntaríamos.
—Bueno, no soy quién para juzgar, pero esto parece el Apocrilipsis.
—¿Qué?
El genio se encogió de hombros.
—Los dioses han desaparecido, ¿no? —dijo—. Y según…, bueno, ya sabéis, las leyendas, eso significa…
—Los Gigantes del Hielo —susurró Nijel horrorizado.
—¡Más alto! —pidió Creosoto.
—Los Gigantes del Hielo —repitió Nijel, algo irritado—. Los dioses los mantienen prisioneros. En el Eje. Pero, cuando el mundo se acabe, se liberarán y cabalgarán sobre sus temibles glaciares, para recuperar sus antiguos dominios y aplastar las llamas de la civilización hasta que el mundo yazga desnudo y helado bajo unas estrellas gélidas y el Tiempo mismo se congele. O algo así.
—Pero aún no es el momento del Apocrilipsis —intervino Conina a la desesperada—. Es decir, antes tiene que alzarse un temible dominador, debe haber una guerra terrible, los cuatro jinetes oscuros tienen que cabalgar, luego las Dimensiones Mazmorra irrumpirán en el mundo…
Se interrumpió, con el rostro casi tan blanco como la nieve.
—Pues quedar enterrados bajo trescientos metros de hielo se parece demasiado a eso que describes —señaló el genio.
Cogió la lámpara de manos de Nijel.
—Lo siento mucho, pero es hora de liquidar mis existencias en esta realidad. A ver si volvemos a vernos. Bueno… ya me entendéis.
Desapareció hasta la cintura, y después, con un último grito («¡Siento lo de la comida!»), se esfumó por completo.
Los tres jinetes contemplaron la nieve proveniente del Eje.
—Puede que sean imaginaciones mías —dijo Creosoto—. Pero ¿no oís una especie de quejidos y gemidos?
—Cállate —le ordenó Conina.
Creosoto le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.
—Anímate, mujer —dijo—. No es el fin del mundo. —Consideró un instante esta última afirmación—. Lo siento. Es una forma de hablar, ya me entiendes.
—¿Qué podemos hacer? —gimió la chica.
Nijel respiró hondo.
—Creo que debemos ir a explicarles el asunto.
Se volvieron hacia él con la expresión de rostro que se suele reservar para los mesías o para los idiotas redomados.
—Sí —insistió el chico con más confianza—. Tenemos que explicárselo.
—¿Explicárselo… a los Gigantes del Hielo? —susurró Conina.
—Sí.
—Perdona —insistió ella—, a ver si te he entendido bien. ¿Crees que deberíamos buscar a los aterradores Gigantes del Hielo y, en pocas palabras, decirles que había un montón de gente de cuerpo cálido que preferiría que no aplastaran el mundo bajo inmensas montañas de nieve, para que reconsideren el asunto? ¿Es eso lo que opinas?
—Sí. Exacto. Me has entendido perfectamente.
Conina y Creosoto intercambiaron miradas. Nijel siguió orgullosamente erguido en su silla, con una leve sonrisa en el rostro.
—¿Te está causando problemas tu cesta? —se interesó el serifa.
—Gesta —le corrigió tranquilamente Nijel—. Y no, no me causa problemas. Lo que pasa es que tengo que hacer una hazaña antes de morir.
—Eso es lo malo —suspiró Creosoto—. Haces una hazaña, y luego mueres.
—¿Qué alternativa nos queda?
Los dos lo pensaron.
—No se me da muy bien explicar las cosas —suspiró Conina en un hilo de voz.
—A mí sí —respondió Nijel con firmeza—. Siempre tengo que dar explicaciones.
* * *
Las partículas dispersas de lo que había sido la mente de Rincewind se reunieron y vagaron por las capas de oscura inconsciencia, como un cadáver de tres días flotando hacia la superficie.