—Oook.
—Lo malo es que no puedo ser yo, claro. Vine aquí pensando que podía hacer algo, pero esa torre… ¡es tan grande…! ¡Debe de estar a prueba de toda magia! Si los magos realmente poderosos no pueden hacer nada, ¿de qué sirvo yo?
—Oook —asintió el bibliotecario, cosiendo un lomo desgarrado.
—Así que esta vez otro tendrá que salvar el mundo. No es lo mío.
El simio asintió, extendió la mano y cogió el sombrero de Rincewind.
—¡Oye!
El bibliotecario hizo caso omiso de sus protestas y sacó unas tenazas.
—Oye, si no te importa, es mi sombrero ¡noteatrevasahacerle…!
Dio un salto hacia adelante y fue recompensado con un golpe en la sien que le habría dejado atónito si hubiera tenido tiempo para pensar en ello. El bibliotecario andaba por ahí con su cara de globo bonachón, pero bajo su piel dos tallas más grande de lo necesario había una estructura de huesos y músculos capaces de propulsar unos nudillos encallecidos a través de un grueso tablón de roble. Chocar con un brazo del bibliotecario era como tropezar con un lingote de hierro peludo.
Galletas empezó a saltar, lanzando ladridos excitados.
Rincewind dejó escapar un ronco aullido intraducible de ira, tropezó contra una pared, cogió una piedra caída, la blandió como si fuera un mazo y se detuvo en seco.
El bibliotecario estaba acuclillado en el centro del suelo, con las tenazas rozando (pero sin cortar) el sombrero.
Y sonreía a Rincewind.
Durante algunos segundos, permanecieron quietos como un cuadro vivo. Luego el simio dejó caer las tenazas, sacudió unas imaginarias motas de polvo del sombrero, enderezó la punta y lo colocó sobre la cabeza de Rincewind.
Unos momentos de asombro más tarde, Rincewind se dio cuenta de que tenía en la mano, con el brazo extendido, una piedra muy grande y pesada. Consiguió dejarla caer a un lado, aunque la piedra tardó un poco en recuperarse de la sorpresa y tuvo buen cuidado de caer sobre su pie.
—Muy bien —asintió al tiempo que se apoyaba contra la pared y se frotaba los codos—. Y se supone que todo eso me dice algo, ¿no? Una lección moral, que Rincewind se enfrente a su verdadero yo, que averigüe por qué está dispuesto a luchar, ¿eh? Bueno, pues ha sido un truco barato. Y te diré algo, si crees que ha funcionado… —Se agarró el ala del sombrero—. Si crees que ha funcionado. Si crees que he. Pues no. Para que te enteres. Mira. Si crees.
Su voz se fue perdiendo. Al final, se encogió de hombros.
—De acuerdo. Ya que estamos en ello, ¿qué puedo hacer de verdad?
El bibliotecario respondió con un amplio gesto que indicaba, con tanta claridad como si hubiera dicho «oook», que Rincewind era un mago con un sombrero, una biblioteca de libros de magia y una torre. Era el instrumental básico necesario para cualquier practicante de la magia. Un simio, un terrier enano con halitosis y un lagarto en un tarro de cristal eran añadidos opcionales.
Rincewind sintió una ligera presión en el pie. Galletas, con su acostumbrada lentitud, había cerrado sus encías desdentadas en la punta de la bota y la estaba chupando con todas sus fuerzas.
Agarró al perrito por el pellejo del cuello y por el muñón peludo que a falta de una palabra mejor había que llamar cola, y lo levantó con suavidad.
—Muy bien —suspiró—. Será mejor que me cuentes lo que ha estado pasando.
* * *
Desde las Montañas Carraca, que dominaban la helada Llanura Sto en el centro de la cual Ankh-Morpork se extendía como un montón de ultramarinos dispersos, la vista era impresionante. Los disparos errados y rebotes de la batalla mágica se extendían en todas direcciones, formando una nube en forma de cuenco de aire atormentado, en el centro del cual extrañas luces brillaban y chisporroteaban.
Los caminos que salían de allí estaban atestados de gente que huía, y todas las tabernas y posadas se encontraban abarrotadas. Bueno, casi todas.
Al parecer, nadie tenía intención de detenerse en un agradable bar entre los árboles, junto a la carretera de Quirm. No era que diera miedo entrar. Sencillamente, por el momento, nadie lo veía.
Hubo un estremecimiento en el aire a cosa de un kilómetro, y tres figuras surgieron de la nada en un matorral de espliego.
Se quedaron tendidos en posición supina, entre las aromáticas ramas rotas, hasta que recuperaron la cordura. Creosoto fue el primero en hablar.
—¿Dónde creéis que estamos?
—Huele como un cajón de ropa interior —dijo Conina.
—No como el mío —replicó Nijel con firmeza. Se incorporó lentamente y añadió—: ¿Ha visto alguien la lámpara?
—Olvídala. Lo más probable es que la haya vendido para ampliar su cadena de bares —respondió Conina.
Nijel rebuscó entre las ramas de espliego hasta que sus manos dieron con algo pequeño y metálico.
—¡La tengo! —declaró.
—¡No la frotes! —exclamaron los otros dos al unísono.
Aun así, llegaron demasiado tarde, pero tampoco importó demasiado, porque lo único que sucedió cuando Nijel le hizo una caricia cautelosa fue que unas letras rojas de humo aparecieron en el aire.
—«Hola —leyó Nijel en voz alta—. No cuelgue la lámpara, queremos contarle entre nuestros clientes. Por favor, deje su deseo cuando suene la señal y, en breve plazo, será una orden para nosotros. Entretanto, le deseamos una agradable eternidad.» La verdad, creo que se dedica demasiado al negocio.
Conina no dijo nada. Estaba mirando hacia el otro lado de las llanuras, en dirección a la hirviente tormenta de magia. De cuando en cuando, parte de ella se desprendía y se remontaba en dirección a alguna torre lejana. Pese al creciente calor del día, la chica se estremeció.
—Tenemos que bajar allí lo antes posible —dijo—, es muy importante.
—¿Por qué? —quiso saber Creosoto.
Un vaso de vino no había bastado para devolverle su habitual naturaleza tranquila.
Conina abrió la boca y, por raro que resultara en ella, volvió a cerrarla. No había manera de explicar que hasta el último gen de su cuerpo tiraba de ella hacia el centro del caos. Las imágenes de espadas y bolas de acero pegadas a cadenas seguían invadiendo los salones de peluquería de su consciencia.
Nijel, por el contrario, no sentía tal tendencia. Todo lo que le impulsaba era la imaginación, y ya había tenido suficiente como para poner a flote una fragata de guerra de tamaño medio. Miró en dirección a la ciudad con lo que habría sido una expresión decidida, de no ser por su carencia de barbilla.
Creosoto comprendió que lo superaban en número.
—¿Tendrán algo para beber ahí abajo? —preguntó.
—Seguro —respondió Nijel.
—No está mal para empezar —concedió el serifa—. De acuerdo, guíanos, oh bella de pechos como peras, hija de…
—Y sin poesía.
Consiguieron desenmarañarse del arbusto y descendieron por la colina hasta llegar al camino que, no muy lejos, pasaba por la taberna antes mencionada, que Creosoto se empeñaba en denominar «caravanera».
Titubearon antes de entrar. No parecía un lugar muy acogedor. Pero Conina, que por naturaleza y educación tenía tendencia a rondar por la parte trasera de los edificios, encontró cuatro caballos en el patio.
Los examinaron.
—Pero eso es robar —dijo Nijel lentamente.
Conina abrió la boca para asentir.
—¿Por qué no? —fueron las palabras que se le escaparon.
Se encogió de hombros, resignada.
—Quizá deberíamos dejar algo de dinero —sugirió el chico.
—A mí no me mires —respondió Creosoto.
—O escribir una nota y dejarla por debajo de la puerta, o algo así, ¿no crees?
A modo de respuesta, Conina montó en el caballo más grande, que por su aspecto había pertenecido a un soldado. Tenía armas colgando por todas partes.
Creosoto, intranquilo, se montó en el segundo, un bayo algo escuálido. Dejó escapar un suspiro.
—Tiene esa cara de buzón —dijo—. Yo que tú le haría caso.
Nijel contempló los otros dos caballos con gesto de sospecha. Uno de ellos era muy grande y extremadamente blanco, no de ese blanco que logran muchos caballos, sino de un blanco translúcido, marfileño, que el subconsciente del chico intentaba describir como «de mortaja». Además, daba la impresión de ser mucho más inteligente que él.
Eligió el otro. Era un poco flaco, pero dócil, y consiguió subir tras sólo dos intentos.
Se pusieron en marcha.
El sonido de los cascos apenas logró penetrar la penumbra interior de la taberna. El posadero se movía como en sueños. Sabía que tenía clientes, incluso había hablado con ellos, los veía sentados en torno a una mesa junto a la chimenea, pero si alguien le pedía que describiera con quién había hablado o qué había visto, no lo conseguiría. La razón es que al cerebro humano se le da muy bien cerrar la puerta a todo lo que no quiere saber. En aquel momento, su cerebro habría podido cerrar la caja fuerte de un banco.
¡Y las bebidas…! De la mayor parte de ellas no había oído hablar en su vida, pero no dejaban de aparecer en los estantes, sobre los barriles de cerveza. Lo malo era que, cada vez que intentaba pensar sobre ellas, se distraía al instante…
En torno a la mesa, las figuras alzaron la vista de sus cartas.
Una de ellas levantó la mano. Estaba al final de un brazo y tenía cinco dedos, indicó la mente del posadero. Tenía que ser una mano.
Otra de las cosas que su cerebro no podía pasar por alto eran las voces. Aquella en concreto resonaba como si alguien golpeara una roca con una lámina de plomo enrollada.
CAMARERO.
El hombre dejó escapar un gemido. Las lanzas térmicas de espanto estaban fundiendo la puerta de acero de su mente.
OTRA RONDA DE LO MISMO, A VER QUÉ TENÍAMOS…
—Yo, un bloody mary.
Aquella voz hacía que una sencilla petición de una bebida pareciera una declaración de hostilidades.
AH, SÍ, Y…
—Yo tenía un ponche de huevo —pidió Peste.
UN PONCHE DE HUEVO.
—Con una cereza.
BIEN —mintió la pesada voz—. Y PARA MÍ UNA COPITA DE OPORTO. —Miró hacia el otro lado de la mesa, en dirección al cuarto miembro del grupo, y suspiró—. MÁS VALE QUE PIDAMOS TAMBIÉN OTRA RACIÓN DE CACAHUETES.
A unos trescientos metros camino abajo, los ladrones de caballos intentaban acostumbrarse a una nueva experiencia.
—Desde luego, no hay baches —consiguió decir Nijel al final.
—Y el paisaje es… encantador —asintió Creosoto, aunque el viento se llevó su voz.
—Pero me pregunto si estaremos haciendo lo correcto…
—Nos movemos, ¿no? —replicó Conina—. No seas cobarde.
—Bueno, es que mirar los cúmulos desde arriba…
—Cállate.
—Lo siento.
—Además, son estratos. Cúmuloestratos, como mucho.
—Eso —asintió Nijel, deprimido.
—¿Cambia algo eso? —preguntó Creosoto, que iba tumbado sobre el cuello de su caballo y tenía los ojos cerrados.
—Unos trescientos metros.
—Oh.
—Quizá sean doscientos —concedió Conina.
—Ah.
* * *
La torre de rechicería tembló. El humo coloreado recorría las salas abovedadas y los pasillos deslumbrantes. En la gran habitación de la cúspide, donde el aire era espeso, aceitoso y sabía a lata quemada, muchos magos se habían desmayado por el esfuerzo mental de la batalla. Pero quedaban suficientes. Estaban sentados en un amplio círculo, concentrados.
Resultaba posible ver la vibración del aire mientras la rechicería pura brotaba del cayado en las manos de Coin y se enfocaba hacia el centro del octograma.
Formas extrañas aparecían durante un breve instante antes de desaparecer. El tejido de la realidad estaba sufriendo importantes tirones.
Cardante se estremeció y apartó la vista, por si acaso veía algo de lo que no pudiera hacer caso omiso.
Los magos supervivientes tenían un simulacro del Disco en el aire, ante ellos. Mientras Cardante lo miraba de nuevo, la pequeña luz roja sobre la ciudad de Quirm centelleó y se apagó.
El aire crepitó.
—Se acabó Quirm.
Cardante asintió, sombrío. Quirm había sido una de sus ciudades favoritas, junto al Océano Periférico…
Recordaba vagamente que le habían llevado allí una vez, cuando era pequeño. Durante un momento triste, rememoró el pasado. Había geranios silvestres que llenaban las empinadas calles de guijarros con su fragancia…
—Crecían en las paredes —dijo en voz baja—. Rosados. Eran rosados.
Los otros magos le lanzaron miradas de extrañeza. Uno o dos de ellos, con mentes particularmente paranoides incluso para ser magos, contemplaron los muros con gesto de sospecha.
—¿Te encuentras bien? —preguntó uno de ellos.
—¿Eh? —se sobresaltó Cardante—. Oh. Sí, lo siento. A kilómetros de aquí.
Se volvió para mirar a Coin, que estaba sentado fuera del círculo con el cayado sobre las rodillas. El niño parecía dormido. Quizá lo estuviera. Pero Cardante sabía, en lo más profundo del pozo atormentado que era su corazón, que el cayado no dormía. Le estaba mirando, sondeaba su mente.