Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Se acabó —le cortó Conina—. Sólo necesito un par de piedras grandes, planas…

—De acuerdo, de acuerdo. Agarraos de las manos. Haré lo que pueda, pero creo que cometéis un gran error…

Los astrofilósofos de Krull consiguieron una vez demostrar con pruebas fehacientes que todos los lugares son un solo lugar, y que la distancia entre ellos es una simple ilusión. Fueron noticias un tanto embarazosas para los filósofos razonables, porque esta teoría no explicaba, entre otras cosas, la existencia de los carteles indicadores. Tras años de discusiones, pusieron el asunto en manos de Ly Lata Locco, discutiblemente el mejor filósofo del Disco[22], quien tras mucho pensar proclamó que, aun siendo verdad que todos los lugares eran un solo lugar, se trataba de un lugar muy grande.

Y así se restauró el orden psíquico. Pero la distancia es un fenómeno subjetivo, y las criaturas nacidas de la magia pueden ajustarlo a sus necesidades.

Aunque eso no significa que se les dé bien.

* * *

Rincewind, deprimido, se sentó entre las ruinas ennegrecidas de la biblioteca, tratando de averiguar qué era lo que iba mal.

Bueno, de entrada, todo. Era impensable que hubieran quemado la biblioteca. Era la mayor acumulación de magia del Disco, el fundamento de la hechicería. Cada hechizo inventado estaba escrito allí, en alguna parte. Quemarlos era… era… era…

No había cenizas. Muchas cenizas de madera, sí, montones de cadenas, piedras ennegrecidas y caos. Pero miles de libros no arden así como así. Tendrían que haber quedado trozos de cubiertas y montones de cenizas esponjosas. Y no había nada de eso.

Rincewind removió los cascotes con un pie.

Sólo había una puerta para entrar en la biblioteca. Luego estaban las bodegas (aún se veía la escalera que llevaba a ellas, llena de restos del incendio), pero allí no había manera de esconder todos los libros. Tampoco era posible teleportarlos, eran impermeables a ese tipo de magia: cualquiera que intentara algo semejante acabaría con los sesos fuera del sombrero.

Por encima de él resonó una explosión. Una especie de fuego anaranjado brotó en la zona media de la torre de rechicería, ascendió rápidamente y salió disparado hacia Quirm.

Rincewind se incorporó en su asiento de piedra y alzó la vista hacia la Torre del Arte. Tuvo la clara sensación de que ésta le devolvía la mirada. No había ninguna ventana, pero por un momento le pareció ver movimiento arriba, entre los torreones semiderruidos.

Se preguntó qué antigüedad tenía la torre. Era más vieja que la Universidad, desde luego. Más vieja que la ciudad, que había crecido en torno a ella como los guijarros en torno a una montaña. Más vieja quizá que la geografía. Hubo un tiempo en que los continentes eran diferentes, o eso tenía entendido Rincewind, pero luego se removieron para acomodarse mejor, como cachorritos en una cesta. Quizá la torre estuviera allí desde antes del nacimiento del Disco, pero a Rincewind no le gustaba pensarlo, porque sugería preguntas desagradables sobre quién la construyó y para qué.

Examinó su conciencia.

Ésta le respondió: me he quedado sin opciones, haz lo que te dé la gana.

Se levantó y se sacudió polvo y cenizas de la túnica, perdiendo de paso buena parte de las lentejuelas. Se quitó el sombrero, trató de enderezar la punta y volvió a ponérselo.

Luego, inseguro, se dirigió hacia la Torre del Arte.

Había una puertecita muy antigua en la base. No le sorprendió en absoluto que se abriera ante él.

* * *

—Extraño lugar —dijo Nijel—. Las paredes son curvas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Conina.

—¿Hay alcohol por aquí? —se interesó Creosoto—. Probablemente no —añadió.

—¿Y por qué se balancea? —insistió Conina—. Nunca había estado en un lugar con paredes metálicas. —Olisqueó el aire—. ¿No oléis a aceite? —añadió con tono de sospecha.

El genio reapareció, aunque esta vez sin humo y sin erráticos efectos de trampilla. Era obvio que intentaba mantenerse tan lejos de Conina como le era posible sin que se le tachase de maleducado.

—¿Estáis todos bien?

—¿Esto es Ankh? —preguntó la chica—. Cuando te pedimos que nos llevaras allí, esperábamos que nos dejases en algún lugar con puertas.

—Vamos de camino.

—¿En qué?

La manera de titubear del genio hizo que Nijel se precipitara de cabeza a una conclusión. Miró la lámpara que tenía en las manos.

La sacudió un poquito. El suelo tembló.

—Oh, no —gimió—. Es físicamente imposible.

—¿Estamos dentro de la lámpara? —se asombró Conina.

La habitación tembló de nuevo cuando Nijel trató de mirar por la canilla.

—No te preocupes por eso —dijo el genio—. Mejor aún, no pienses si es posible o no.

Les explicó (aunque quizá «explicar» sea un verbo demasiado optimista, y en este caso significa realmente que «intentó explicar» pero sólo lo consiguió hasta cierto punto) que era perfectamente posible viajar por el mundo en una pequeña lámpara transportada por uno de los miembros del grupo, que la lámpara se movía porque la llevaba una de las personas que iban en ella, que la causa de esto era: a) la naturaleza fractal de la realidad, según la cual todo se podía imaginar dentro de otra cosa, b) una nueva visión de las relaciones públicas. El truco consistía en desconcertar a las leyes de la física para que no tomaran cartas en el asunto hasta que el viaje no terminara.

—Dadas las circunstancias, lo mejor es no pensar en ello, ¿comprendido? —concluyó el genio.

—Es como no pensar en rinocerontes rosa —respondió Nijel.

Dejó escapar una risita avergonzada al ver que todos le miraban.

—Es una especie de juego —explicó—. Tenías que evitar pensar en rinocerontes rosa. —Carraspeó—. Bueno, no he dicho que fuera un buen juego.

Volvió a guiñar un ojo para mirar por la canilla.

—No lo parece —dijo Conina.

—Bueno —intervino el genio, animado—, ¿alguien quiere café? Hace una partidita rápida de Búsqueda Trascendental[23]?

—¿Beber? —se interesó Creosoto.

—¿Vino blanco?

—Vaya porquería.

El genio pareció sorprendido.

—Pero el tinto no va con…

—O cualquier combinado —se apresuró a pedir Creosoto—. Pero sin sombrillita. —De pronto, el serifa comprendió que aquella no era manera de hablar a un genio. Se rehízo un poco—. Sin sombrillita, por las Cinco Lunas de Nasreem. Y sin trocitos de fruta, ni aceitunas, ni pajitas, ni guindas, te lo ordeno por los Siete Satélites de Sarudin.

—No suelo poner esas tonterías, soy un profesional —bufó el genio.

—Esto es bastante inhóspito —señaló Conina—, ¿por qué no lo amueblas?

—Hay una cosa que no entiendo —dijo Nijel—. Si todos estamos en la lámpara que tengo en las manos, entonces el yo que hay dentro de la lámpara tiene en las manos una lámpara más pequeña, y en esa lámpara…

El genio le hizo señales frenéticas.

—¡No hables de eso, por lo que más quieras! —le suplicó.

El rostro ingenuo de Nijel reflejó estupor.

—Sí, pero… —insistió—. No sé, ¿hay muchos yoes, o qué?

—Todo es cíclico, pero deja de llamar la atención sobre el tema, ¿eh?… ¡Oh, mierda!

Resonó un desagradable crujido cuando el universo cayó en la cuenta.

* * *

El interior de la torre era oscuro, un corazón sólido de negrura antigua que llevaba allí desde el amanecer de los tiempos y estaba muy molesto por la intrusión de luz diurna que rodeaba a Rincewind.

Sintió que el aire se movía y la puerta se cerraba tras él. La oscuridad recuperó el control, llenando el espacio ocupado por la luz con tanta precisión que no se habría visto la juntura ni aunque hubiera habido luz todavía.

El interior de la torre olía a antigüedad, con una ligera sospecha de excrementos de cuervo.

Hacía falta mucho valor para estar allí de pie en la oscuridad. Rincewind no tenía tanto, ni mucho menos, pero aún así se quedó allí.

Algo se movió alrededor de sus pies, y Rincewind permaneció muy quieto. Si no se movió fue sólo por miedo a dirigirse hacia algo aún peor.

Entonces, una mano semejante a un viejo guante de cuero rozó la suya con suavidad.

—Oook —dijo una voz.

Rincewind alzó la vista.

La oscuridad se rindió, sólo por esta vez, ante un rayo de luz. Y el mago vio.

La torre estaba llena de libros. Se amontonaban en cada peldaño de la destartalada escalera de caracol y se alzaba en el interior. Los habían colocado en columnas hasta el techo, aunque algo sugería que la frase exacta era «se habían colocado». Estaban en cada rincón, en cada cornisa. Observándolo, probablemente.

Lo observaban de una manera intencionada que no tenía nada que ver con los seis sentidos habituales. A los libros se les da muy bien transmitir intenciones, no necesariamente las suyas, claro, y Rincewind se dio cuenta de que intentaban decirle algo.

Hubo otro relámpago de luz. Comprendió que era la magia de la torre del rechicero, que entraba por el lejano agujero que llevaba al tejado.

Al menos le permitió identificar a Galletas, que le olisqueaba el pie derecho. Fue un alivio. Ahora, si pudiera poner nombre al suave sonido repetitivo junto a su oreja izquierda…

Otro relámpago oportuno lo sorprendió mientras miraba directamente los ojitos amarillos del patricio, que arañaba con paciencia un costado de su tarro de cristal. Eran unos arañazos suaves, sin objetivo, como si el pequeño lagarto no tuviera un interés especial en salir, sino que tratara de averiguar vagamente cuánto tardaba en erosionar el cristal.

Rincewind bajó la vista hacia la mole en forma de pera que era el bibliotecario.

—Hay miles —susurró. Las hileras de libros absorbieron y silenciaron su voz—. ¿Cómo los metiste aquí?

—Oook oook.

—¿Ellos?

—Oook —repitió el bibliotecario, al tiempo que batía los codos pelados como si fueran alas.

—¿Volando?

—Oook.

—No sabía que pudieran.

—Oook —asintió el bibliotecario.

—Debió de ser impresionante. Algún día me gustaría verlo.

—Oook.

No todos los libros lo habían conseguido. La mayor parte de los grimorios llegaron a su destino, pero un tratado sobre hierbas en siete volúmenes había perdido su índice entre las llamas, y más de una trilogía lloraba la pérdida de algún tomo. Bastantes libros tenían chamuscaduras en las cubiertas. Otros habían perdido las cubiertas, y arrastraban penosamente sus páginas desnudas.

Una cerilla se encendió, y el papel se removió incómodo por todas las paredes. Pero era sólo el bibliotecario, que estaba encendiendo una vela. Había colocado una mesa junto a la pared. Estaba llena de instrumentos arcanos, botes de diversos pegamentos y una prensa de encuadernador, que ya se ocupaba de un maltratado volumen. Unas débiles líneas de fuego mágico reptaban sobre él.

El simio puso la vela en manos de Rincewind, cogió un escalpelo y unas pinzas, y se inclinó sobre el tembloroso libro. Rincewind palideció.

—Oye, ¿te importa si me marcho? —dijo—. Me marea la visión del pegamento.

El bibliotecario sacudió la cabeza y señaló la bandeja de instrumentos con un pulgar preocupado.

—Oook —ordenó.

Rincewind asintió de mala gana y, obediente, le tendió unas tijeras largas. Apretó los dientes cuando un par de páginas rotas cayeron al suelo.

—¿Qué le haces? —se atrevió a preguntar.

—Oook.

—¿Una apendicectomía? Oh.

El simio volvió a señalar con el pulgar, sin alzar la vista. Rincewind buscó la aguja y el hilo en la bandeja y se los alcanzó. Se hizo un silencio roto sólo por el escalofriante sonido del hilo al atravesar el papel. Por último, el bibliotecario se irguió.

—Oook.

Rincewind cogió su pañuelo y secó la frente del simio.

—Oook.

—De nada. ¿Se… se pondrá bien?

El bibliotecario asintió. Hubo un ligero suspiro de alivio, casi inaudible, por parte de los libros que los rodeaban.

Rincewind se sentó. Los libros estaban asustados. En realidad, estaban aterrados. La presencia del rechicero hacía que sintieran escalofríos en los lomos, y su atención le pesaba como una prensa.

—Claro, claro —murmuró—. Pero ¿qué puedo hacer yo?

—Oook.

El bibliotecario dirigió a Rincewind una mirada que habría sido una de esas miradas inquisitivas por encima de las gafas de media luna si hubiera llevado gafas de media luna. Cogió otro libro roto.

—Ya sabes que no se me da bien la magia.

—Oook.

—La rechicería que hay ahora es una cosa terrible. De verdad, es la versión original, procedente del amanecer de los tiempos. O de la hora del desayuno como mucho.

—Oook.

—Tarde o temprano lo destruirá todo, ¿no?

—Oook.

—Es hora de que alguien ponga fin a esta rechicería, ¿verdad?

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