—¡Oh, no! —gimió Rincewind.
—La magia ha aprendido mucho en los últimos veinte siglos. Es posible derrotar a este advenedizo. Vosotros tres me seguiréis.
No era una petición. Ni siquiera era una orden. Era más bien una predicción. La voz del sombrero iba directamente a lo más profundo del cerebro sin molestarse en pasar por la consciencia, y las piernas de Rincewind empezaron a moverse sin el consentimiento de su dueño.
Los otros dos también echaron a andar, con los movimientos desmadejados que sugerían que se movían guiados por cuerdas invisibles.
—¿A qué viene el «oh, no»? —preguntó Conina—. ¿Es un «oh, no» genérico, o tiene algún motivo concreto?
—Si se nos presenta una ocasión, tenemos que huir —replicó Rincewind.
—¿A algún lugar en concreto?
—Probablemente eso no tenga importancia. De todos modos, estamos perdidos.
—¿Por qué? —preguntó Nijel.
—Bueno… —titubeó Rincewind—. ¿Has oído hablar de las Guerras Mágicas?
* * *
Había muchas cosas en el Disco que debían su origen a las Guerras Mágicas. La madera de peral sabio era una de ellas.
El árbol original era, con toda probabilidad, perfectamente normal, y se pasaba sus días bebiendo agua subterránea y comiendo rayos de sol en un estado de agradable inconsciencia. Entonces, la magia estalló a su alrededor y le retorció los genes hasta darle un estado de perspicacia aguda.
También le dio un mal genio considerable, pero el peral sabio se lo tomó bastante bien.
En el pasado, cuando el nivel de magia residual en el Disco era joven y elevado, y aprovechaba cualquier oportunidad para abrirse camino hacia el mundo, todos los magos eran tan poderosos como rechiceros, y construían sus torres en la cima de cada colina disponible. Pero, si hay algo que un mago poderoso no soporta es a otro mago poderoso. Su conocimiento instintivo de la diplomacia le lleva a lanzarle hechizos hasta que se pone al rojo, y luego maldecirlo hasta que se pone negro.
Eso sólo puede significar una cosa. Bueno, dos cosas. Vaaaale, tres cosas.
Declaración. Bélica. Taumatúrgica.
Y por supuesto no hubo alianzas, ni bandos, ni tratos, ni piedad, ni tregua. Los cielos se retorcieron, los mares hirvieron. El zumbar y aullar de las bolas de fuego convirtieron la noche en día, pero tampoco pasó nada, porque las nubes de humo negro convirtieron el día en noche. El paisaje se alzó y cayó como un soufflé de cocinero novato, y el tejido mismo del espacio fue atado en nudos multidimensionales y golpeado contra una piedra plana a la orilla del río del Tiempo. Por ejemplo, uno de los hechizos más populares de la época era el Compresor Temporal de Pelepe, que en cierta ocasión provocó la creación, evolución, auge y extinción de una raza de reptiles gigantes, todo eso en cinco minutos: de ellos sólo quedaron los huesos en la tierra, para despistar a las futuras generaciones. Los árboles nadaban, los peces caminaban, las montañas iban a comprar tabaco, y la mutabilidad de la existencia llegaba hasta tal punto que lo primero que hacía una persona cautelosa al despertarse por la mañana era contarse los brazos y las piernas.
En realidad, ése era el problema. Todos los magos estaban muy igualados, y además vivían en altas torres bien protegidas con hechizos, por lo cual la mayor parte de las armas mágicas rebotaban e iban a caer sobre la gente corriente, que sólo intentaba ganarse la vida con el sudor de lo que por el momento era su frente, y llevaba una existencia honrada, aunque bastante corta.
Aun así, la lucha se recrudeció, poniendo en peligro la estructura del universo del orden, debilitando los muros de la realidad y amenazando con derribar todo el edificio del tiempo y el espacio en las simas de las Dimensiones Mazmorra…
Según cierta historia, los dioses intervinieron, pero por lo general los dioses no suelen tomar partido en los asuntos humanos a no ser que estén aburridos. Según otra (y ésta era la que contaban los magos, la que escribían en sus libros), los hechiceros mismos se reunieron para solucionar sus diferencias de manera amistosa por el bien de la humanidad. Era la versión aceptada, pese a ser tan probable como un salvavidas de plomo.
La verdad no se podría resumir en una sola página. En la bañera de la historia, la verdad es tan difícil de aferrar como una pastilla de jabón, y aún más difícil de encontrar…
* * *
—¿Y qué pasó? —preguntó Conina.
—No importa —suspiró Rincewind—. El caso es que todo va a empezar de nuevo. Lo presiento. Tengo instinto para estas cosas. Hay demasiada magia que fluye hacia el mundo. Va a haber una guerra horrible. Sucederá de todo. Y esta vez, el Disco es demasiado viejo para soportarlo. Todo está demasiado gastado. La perdición, la oscuridad y la destrucción se ciernen sobre nosotros. El Apocrilipsis está cerca.
—La Muerte camina por la tierra —aportó Nijel, servicial.
—¿Qué? —le espetó Rincewind, furioso por la interrupción.
—He dicho que la Muerte camina por la tierra.
—Eso no me importaría, sería capaz de irme a vivir a un barco —suspiró Rincewind—. Lo malo es que también caminará por el agua, por el aire y por donde le dé la gana.
—No era más que una metáfora —le dijo Conina.
—Eso lo dirás tú. Yo la conozco.
—¿Qué aspecto tiene? —se interesó Nijel.
—Pues verás…
—¿Sí?
—No necesita los servicios de una peluquera.
* * *
Ahora el sol era como una vela clavada en el cielo, y la única diferencia entre la arena y las cenizas al rojo era el color.
El Equipaje caminaba errabundo por las dunas ardientes. En su tapa había algunos rastros de baba amarilla que se secaban rápidamente.
El pequeño baúl era vigilado desde la cima de un pináculo de piedra, de la forma y temperatura de un ladrillo refractario, por una quimera[18]. Las quimeras pertenecen a una especie muy escasa, y ésta en concreto no iba a hacer nada para solucionar el asunto.
Calculó sus posibilidades cuidadosamente, luego se dio impulso con las garras, plegó las alas cuerudas y se lanzó hacia su víctima.
La técnica de la quimera era volar en círculos bajos, lentos, sobre su presa, cociéndola un poco con su aliento de fuego, para luego despedazarla con sus dientes y merendársela. Consiguió sin problemas lo del fuego, pero en el momento en que según su experiencia tendría que encontrarse frente a una víctima aterrada, tropezó con un Equipaje muy chamuscado y muy furioso.
Lo único incandescente del Equipaje era su rabia. Se había pasado varias horas con dolor de cabeza, y tenía la sensación de que todo el mundo se empeñaba en atacarle. Estaba más que harto.
Cuando hubo convertido a la desdichada quimera en un charquito grasiento sobre la arena, se detuvo un instante, al parecer considerando su futuro. Empezaba a parecerle obvio que no pertenecer a nadie era mucho peor de lo que había pensado. Tenía un vago recuerdo de un armario y un maletero al que podía llamar hogar.
Se volvió muy despacio, haciendo frecuentes pausas para abrir la tapa. Si hubiera tenido nariz, parecería como si estuviera olfateando el aire. Por fin, tomó una decisión.
* * *
El sombrero y su portador también caminaban con decisión por entre los restos de lo que había sido el legendario palacio, al pie de la torre de la rechicería, seguidos por sus involuntarios compañeros.
En la base de la torre había puertas. A diferencia de las de la Universidad Invisible, siempre abiertas de par en par, éstas estaban cerradas. Y parecían brillar.
—Vosotros tres tenéis el privilegio de estar aquí —dijo el sombrero a través de la boca de Abrim—. Es el momento en que la magia dejará de huir y empezará a contraatacar. —Lanzó una mirada a Rincewind—. No lo olvidaréis durante el resto de vuestras vidas.
—Hasta la hora de comer, ¿no? —suspiró Rincewind.
—Observad bien.
Abrim extendió las manos.
—Si tenemos oportunidad, huiremos, ¿de acuerdo? —susurró Rincewind a Nijel.
—¿Adónde?
—De dónde. La palabra importante es «de».
—No confío en este hombre —dijo Nijel—. Trato de no juzgar a partir de una primera impresión, pero tengo la sensación de que no se propone nada bueno.
—¡Hizo que te arrojaran al pozo de la serpiente!
—Quizá debí captar la indirecta.
El visir empezó a murmurar algo. Ni siquiera Rincewind, entre cuyos escasos talentos se contaba un don para los idiomas, reconoció aquél en concreto, pero parecía el tipo de lenguaje diseñado para hablarlo en voz baja, con palabras que se enroscaban como guadañas a la altura del tobillo, oscuras, rojas y despiadadas. Trazaban complicados signos en el aire y luego se dirigían suavemente hacia las puertas de la torre.
Allí donde tocaban el mármol blanco, lo volvían negro y quebradizo.
Cuando los restos cayeron al suelo, un mago se adelantó y miró a Abrim de arriba abajo.
Rincewind estaba acostumbrado a las ropas de los magos, pero las de aquel eran realmente impresionantes: llevaba una túnica con tantos pliegues que no cabía duda de que la había diseñado un arquitecto. El sombrero, a juego, parecía una tarta de boda abrazando a un árbol de Navidad.
El rostro en sí, que asomaba por el pequeño hueco restante entre el barroco cuello y la recargada ala del sombrero, resultaba algo decepcionante. En algún momento pensó que un fino bigote mejoraría su aspecto. Había sido un error.
—¡Esa puerta era nuestra! —gritó—. ¡Te arrepentirás!
Abrim se cruzó de brazos.
Esto pareció enfurecer al otro mago. Alzó los brazos, consiguió sacar las manos de entre la maraña de encajes de las mangas, y lanzó una bola de fuego.
La bola golpeó a Abrim en el pecho y estalló, pero cuando los ojos deslumbrados de Rincewind dejaron de ver chispitas azules, vio que Abrim estaba ileso.
Su adversario se sacudió frenético las brasas de la ropa, y lanzó a Abrim una mirada asesina.
—No lo entiendes —rugió—. Te enfrentas a la rechicería. No puedes luchar contra la rechicería.
—Puedo usar la rechicería —replicó Abrim.
El mago bufó y lanzó un rayo ígneo, que fue a estrellarse inofensivamente a varios centímetros de la temible sonrisa de Abrim.
El rostro del otro mago reflejó todo el asombro de que fue capaz. Probó de nuevo, esta vez con cables de magia al rojo azul que brotaban de la nada hacia el corazón de Abrim. Abrim se limitó a apartarlos de un manotazo.
—La decisión es sencilla —dijo—. O te unes a mí, o mueres.
En aquel momento, Rincewind oyó un chirrido regular junto a su oído. Tenía un tono desagradablemente metálico.
Se dio la vuelta, y tuvo esa desagradable sensación cosquilleante que notaba siempre que el Tiempo deceleraba a su alrededor.
La Muerte se interrumpió. Estaba pasando una piedra de afilar por el borde de su guadaña. Le saludó, de profesional a profesional.
Se llevó un dedo huesudo a los labios, o mejor dicho al lugar donde habrían estado sus labios si hubiera tenido labios.
Todos los magos pueden ver a la Muerte, pero eso no quiere decir que lo deseen. Rincewind oyó un «pop», y el espectro desapareció.
Abrim y el mago rival estaban rodeados por un aura de magia aleatoria, que evidentemente no surtía efecto alguno sobre el primero. Rincewind volvió al mundo de los vivos justo a tiempo para ver cómo el visir agarraba al mago por el espantoso cuello de la túnica.
—No puedes derrotarme —dijo con la voz del sombrero—. Me he pasado dos mil años controlando el poder para que sirviera a mis objetivos. Puedo extraer poder de tu poder. Ríndete a mí o ni siquiera tendrás tiempo para lamentarlo.
El mago se debatió y, por desgracia, permitió que el orgullo se impusiera a la cautela.
—¡Jamás! —exclamó.
—Muere —sugirió Abrim.
Rincewind había visto muchas cosas extrañas en su vida, la mayor parte de ellas de mala gana, pero nunca había visto a alguien directamente asesinado por la magia.
Los magos no suelen matar a la gente corriente porque: a) rara vez se dan cuenta de que existen, b) no se considera deportivo y c) además, entonces quién se encargaría de cocinar, sembrar y todo eso. Y matar a un hermano mago usando la magia era casi imposible, considerando las capas de hechizos protectores con las que cualquier taumaturgo precavido se rodeaba constantemente[19]. Lo primero que un joven hechicero aprende en la Universidad Invisible (aparte de cuál es su taquilla y por dónde se va al lavabo), es que tiene que protegerse constantemente.
Algunos piensan que es pura paranoia. Nada de eso. Un paranoico cree que todo el mundo se la tiene jurada. Un mago lo sabe.