—Vi alg…
—¡No tienes ni idea! —repitió Panicillo—. Lo que pasa es que estás viendo sombras y tratas de minar mi autoridad, ¿eh? ¿A que es eso? —Titubeó, sus ojos brillaron un instante—. Estoy tranquilo —entonó—. Estoy muy calmado. No permitiré…
—Era…
—Mira, enano, haz el favor de callarte o te tragas la lengua, ¿te enteras?
Uno de los otros magos, que había estado mirando hacia arriba para ocultar la incomodidad, dejó escapar una tosecilla estrangulada.
—Oye, Panicillo…
—¡Y a ti te digo lo mismo! —Panicillo se irguió en toda su colérica estatura, y blandió las cerillas—. Como iba diciendo, quiero que encendáis estas cerillas…, supongo que tendré que enseñaros cómo se encienden las cerillas, al menos al enano éste… ¡No estoy fuera de la ventana, mírame cuando hablo! Rayos. Bueno, se coge una cerilla…
Encendió una, y la oscuridad floreció en una bola de luz blanca sulfurosa. En aquel momento, el bibliotecario se dejó caer sobre él.
Todos conocían al bibliotecario, de la misma manera obvia pero difusa que la gente conoce las paredes, los suelos y todos los otros detalles menores pero necesarios que aparecen en la vida. Si se apercibían de su presencia, era para verlo como una suave forma móvil, sentada bajo su escritorio arreglando libros, o arrastrando los nudillos entre los estantes, a la caza de aquellos que fumaban a escondidas. Cualquier mago tan estúpido como para encender un pitillo no se enteraría de nada hasta que una suave mano velluda le quitase de entre los labios el ilegal cigarrillo recién liado, pero el bibliotecario nunca montaba un escándalo al respecto, simplemente parecía herido y apenado por el asunto y luego se lo comía.
Por tanto, lo que en aquel momento dedicaba sus considerables energías a desenroscar la cabeza de Panicillo por las orejas era una pesadilla aullante con unos labios entreabiertos que dejaban al descubierto largos colmillos amarillos.
Los aterrados magos se dieron media vuelta para huir, y se encontraron chocando contra las estanterías que bloqueaban los pasillos. El más menudo de ellos gritó y se lanzó rodando bajo una mesa cargada de atlas. Allí se quedó, con las manos en las orejas para tratar de escudarse de los temibles sonidos mientras el resto de sus compañeros intentaban escapar.
Por fin, sólo quedó el silencio, pero era ese silencio masivo generado cuando algo se mueve con todo sigilo, quizá en busca de otro algo. El mago mordía la punta de su sombrero, presa del terror.
El ser que se movía en silencio lo agarró por la pierna y, suave pero firmemente, lo sacó al descubierto. Gimoteó un ratito con los ojos cerrados. Cuando se dio cuenta de que ningunos dientes afilados se clavaban en su garganta, se arriesgó a lanzar una mirada rápida.
El bibliotecario lo cogió por el cuello y lo sacudió a treinta centímetros del suelo, mientras reflexionaba. El mago estaba por los pelos fuera del alcance de un viejo terrier de pelambre erizada, que intentaba recordar cómo hacía uno para morder a la gente en los tobillos.
—Eh… —empezó el mago.
Se vio lanzado, en una trayectoria casi directa, hacia el hueco dejado por la puerta, donde el suelo detuvo su caída.
Tras un rato, una sombra tendida junto a él se movió.
—Esto ya es demasiado. ¿Alguien ha visto a ese maldito gilipollas de Panicillo?
—Creo que tengo el cuello roto —se quejó otra sombra.
—¿Quién habla?
—Ese maldito gilipollas —replicó la sombra con tono desagradable.
—Oh. Perdona, Panicillo.
Éste se levantó, con todo el cuerpo perfilado por un aura mágica. Temblaba de ira, y alzó las manos.
—Voy a enseñar a ese maldito atavismo a respetar a sus superiores en la escala de la evolución… —rugió.
—¡Agarradlo, muchachos!
Y Panicillo se vio proyectado de nuevo contra el suelo, bajo el peso de cinco magos.
—Lo siento, pero…
—… ya sabes que si usas…
—… magia cerca de la biblioteca, con toda la hechicería que hay ahí…
—… en cuanto falles en los más mínimo, habrá una masa negra crítica y…
—¡BANG! ¡Adiós, mundo!
Panicillo rugió. Los magos sentados sobre él comprendieron que levantarse no estaba entre las cosas más inteligentes que podían hacer en aquel momento.
—De acuerdo, tenéis razón —dijo al final—. Gracias. Fue un error perder la cabeza de esa manera. Se me nubló el juicio. Es fundamental comportarse desapasionadamente. Tenéis toda la razón. Gracias. Levantaos.
Los magos decidieron correr el riesgo. Panicillo se incorporó.
—Ese mono —dijo—, se ha comido su último plátano. Agarrad…
—Eh… simio, Panicillo —dijo el mago más menudo, incapaz de contenerse—. Es un simio, no un mono…
Se interrumpió al captar su mirada.
—¿Y qué? ¿Simio, mono, cuál es la diferencia? —gruñó Panicillo—. A ver, señor zoólogo, ¿cuál es la diferencia?
—No sé, Panicillo —respondió el mago, conciliador—. Supongo que es cuestión de especies.
—Cállate.
—Sí, Panicillo.
El jefe se dio media vuelta y siguió, con un tono de voz que era como una sierra:
—Estoy perfectamente controlado. Mi mente está tan fría como un mamut pelado. Me guío por el intelecto. ¿Cuál de vosotros fue el que se sentó sobre mi cabeza? No, no debo ponerme furioso. No estoy furioso. Estoy pensado con claridad. Mis facultades funcionan al máximo…, ¿alguno de vosotros quiere contradecirme?
—No, Panicillo —entonaron a coro.
—¡En ese caso, traedme una docena de barriles de petróleo y toda la leña que encontréis! ¡Vamos a freír a ese simio!
Desde las alturas del techo de la biblioteca, hogar de búhos y murciélagos entre otras cosas, les llegó el tintineo de una cadena y el sonido del cristal que alguien rompía con todo el respeto posible.
* * *
—No parecen demasiado preocupados —señaló Nijel, algo afrentado.
—¿Cómo te lo diría yo? —suspiró Rincewind—. Cuando se escriba la lista de los Grandes Gritos de Batalla, «Ejem, si me disculpáis» no estará en ella.
Se apartó a un lado.
—No voy con él —dijo apresuradamente a un guardia sonriente—. Lo acabo de conocer por ahí. En un pozo. —Lanzó una risita—. Siempre me pasan estas cosas —aseguró.
Los guardias lo miraron sin verlo.
—Eh… —insistió—. De acuerdo. —Se volvió hacia Nijel—. ¿Sabes manejar esa espada?
Sin apartar la vista de los guardias, Nijel rebuscó en su bolsa y tendió el libro a Rincewind.
—Me he leído todo el capítulo tres —dijo—. Tiene ilustraciones.
Rincewind pasó las manoseadas páginas. El libro estaba tan usado que casi se habría podido barajar, pero lo que quizá fuera en otros tiempos la cubierta mostraba un dibujo más bien malo de un hombre musculoso. Tenía unos brazos como bolsas llenas de melones, y estaba de pie, metido hasta las rodillas en mujeres lánguidas y víctimas asesinadas y una expresión de orgullo en el rostro.
En torno a él se leía: ¡En solo 7 días te conbertire en un eroe barvaro! Y, debajo, en letra un poco más pequeña, aparecía el nombre del autor: Cohen el Varbaro. Rincewind tenía sus dudas. Había conocido a Cohen y, aunque sabía leer si le daban tiempo, el viejo nunca había dominado el arte de escribir: seguía firmando con una «X», y aún en eso cometía faltas de ortografía. Por otra parte, tenía un talento nato para gravitar rápidamente hacia cualquier lugar donde hubiera dinero.
Rincewind volvió a mirar la ilustración, y luego alzó la vista hacia Nijel.
—¿Siete días?
—Bueno, es que leo despacio.
—Ah.
—Y no me entretuve con el capítulo seis, porque prometí a mi madre limitarme a robar y a saquear hasta que conociera a una buena chica.
—¿Y este libro te enseña a ser un héroe?
—Oh, sí. Es muy bueno. —Nijel le dirigió una mirada de preocupación—. Está bien, ¿no? Me costó muy caro.
—Bueno, pues… en ese caso, será mejor que sigas las instrucciones.
Nijel irguió los (a falta de una palabra mejor) hombros, y blandió de nuevo la espada.
—Vosotros cuatro, más os vale tener cuidado —dijo—. O… Un momento. —Cogió el libro de manos de Rincewind, pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba y continuó—: Esto. O «los gélidos vientos del destino soplarán a través de vuestros esqueletos/las legiones del Infierno ahogarán en ácido vuestras almas vivas». Eso es.
Sonó un tintineo metálico cuando los cuatro hombres desenfundaron las espadas al unísono.
La espada de Nijel se convirtió en un torbellino de movimiento. Trazó una complicada figura de ocho en el aire ante él, giró el brazo, se la pasó de una mano a otra, pareció describir dos órbitas ante su pecho y saltó como un salmón.
Un par de las chicas del harem aplaudieron espontáneamente. Hasta los guardias parecían impresionados.
—Eso ha sido una Triple Filigrana con Salto Extra —afirmó Nijel, orgulloso—. Rompí muchos espejos mientras la aprendía. Mira, se han detenido.
—Supongo que nunca habían visto nada semejante —dijo Rincewind débilmente mientras calculaba la distancia que le separaba de la puerta.
—No, creo que no.
—Sobre todo el final, cuando la espada se queda clavada en el techo.
Nijel miró hacia arriba.
—Qué cosas —dijo—. En casa también me pasaba lo mismo. No sé qué es lo que hago mal.
—Ni idea.
—Vaya, cuánto lo siento —suspiró Nijel mientras los guardias parecían comprender que el espectáculo había terminado y se acercaban para matarlos.
—No seas duro contigo mismo… —dijo Rincewind a Nijel, que saltaba inútilmente tratando de coger su espada.
—Gracias.
—… ya lo seré yo.
Rincewind consideró su siguiente paso. En realidad, consideró varios pasos. Pero la puerta estaba demasiado lejos, y además, por los ruidos que llegaban a través de ella, las cosas tampoco eran muy saludables por allí.
Sólo quedaba una cosa por intentar: la magia.
Alzó una mano, y dos de los hombres cayeron. Alzó la otra, y los otros dos cayeron también.
Antes de que le diera tiempo a sorprenderse, Conina se adelantó con paso elástico, saltando sobre los cuerpos caídos y frotándose perezosamente los cantos de las manos.
—Ya pensaba que no ibas a venir —dijo—. ¿Quién es tu amigo?
* * *
Como ya se ha señalado, el Equipaje rara vez mostraba rastro alguno de emoción, o al menos de emociones menos extremadas que una rabia y odio ciegos. Por tanto, es difícil imaginar sus sentimientos cuando despertó, a algunos kilómetros de Al Khali, con la tapa en un uadi seco y las patitas en el aire.
Incluso a los pocos minutos de amanecer, el aire parecía salido de un horno. Tras unas complicadas maniobras, el Equipaje consiguió poner la mayor parte de sus pies en la dirección adecuada, y echó a andar con un lento trotecillo para rozar en la menor medida posible la arena ardiente.
No se había perdido. Sabía muy bien dónde estaba. Estaba allí.
Sencillamente, todo lo demás se había trasladado temporalmente.
Tras un poco de meditación, el Equipaje se dio la vuelta y se metió, muy despacio, en un pedregal.
Retrocedió y se sentó, algo asombrado. Se sentía como si lo hubieran rellenado de plumas calientes, y tenía una ligera conciencia de lo beneficiosa que le resultaría un poco de sombra y una copa de algo fresco.
Tras unos cuantos comienzos en falso, caminó hacia una duna cercana, desde donde consiguió una incomparable visión de otros cientos de dunas.
En lo más profundo de su corazón de madera, el Equipaje estaba preocupado. Le habían echado. Le habían dicho que se largara. Le habían rechazado. También había bebido suficiente orakh como para envenenar un país pequeño.
Si hay algo que un accesorio de viaje necesita más que ninguna otra cosa es alguien a quien pertenecer. El Equipaje echó a andar inseguro por la arena abrasadora, lleno de esperanza.
* * *
—Me parece que no tenemos tiempo para presentaciones —dijo Rincewind, mientras una lejana parte del palacio se derrumbaba con un retumbar que hizo vibrar el suelo—. Es hora de que…
Comprendió que estaba hablando solo.
Nijel soltó la espada.
Conina dio un paso hacia adelante.
—Oh, no —gimió Rincewind.
Pero ya era demasiado tarde. De repente, el mundo se había dividido en dos zonas: la que contenía a Nijel y a Conina, y la que contenía a todo lo demás. En torno a los dos jóvenes, el aire chisporroteaba. Probablemente, en su mitad, tocaba una orquesta lejana, los ruiseñores cantaban, nubecitas rosa se deslizaban por el cielo y tenían lugar todas las cosas que suceden en momentos como éste. Y cuando ocurre esto, unos simples palacios que se derrumban en el mundo contiguo no tienen demasiada importancia.
—Mirad, quizá sea mejor que apresuremos las presentaciones —dijo Rincewind a la desesperada—. Nijel…