Los clientes de la taberna intentaron no mirarse entre ellos, ni siquiera cuando el Equipaje se deslizó hacia la hilera de jarras de orakh situadas junto a la pared contraria. El Equipaje tenía una manera terrible de quedarse quieto, aún más espantosa que la de moverse.
Por fin, uno de ellos se animó a hablar.
—Creo que quiere una copa —dijo.
Hubo un largo silencio, y luego uno de los otros dijo, con la precisión de un maestro del ajedrez dando mate:
—¿El qué?
El resto de los observadores contemplaron sus tazas, impasibles.
No hubo ningún sonido durante un rato, aparte de las pisadas de un geco en el techo húmedo.
—Me refería —dijo el primer bebedor que había hablado— al demonio que acaba de situarse detrás de ti, oh hermano de las arenas.
El actual propietario del Trofeo Continental a la Imperturbabilidad sonrió hasta que sintió un tironcito en la túnica. La sonrisa siguió allí, pero el resto de su rostro perdió toda relación con ella.
El Equipaje estaba locamente enamorado, y estaba haciendo lo que haría cualquier persona sensata en sus circunstancias: emborracharse. No tenía dinero, ni manera de pedir lo que quería, pero de alguna manera el Equipaje nunca parecía tener muchas dificultades para hacerse entender.
El camarero de la taberna se pasó una larga y solitaria noche llenando un platito con orakh, antes de que el Equipaje, bastante inseguro, saliera destrozando una de las paredes.
El desierto estaba silencioso. Estaba anormalmente silencioso. Estaba, como de costumbre, animado con los sonidos de las cigarras, los zumbidos de los mosquitos y los siseos de alas que planeaban sobre las colinas cada vez más frías. Pero aquella noche estaba silencioso con ese silencio espeso, ajetreado, de docenas de nómadas plegando sus tiendas y largándose a toda velocidad.
* * *
—Se lo prometí a mi madre —dijo el muchacho—. Es que tengo tendencia a resfriarme, ¿sabes?
—¿Y no te iría mejor llevar… bueno, algo más de ropa?
—Oh, no. Hay que ponerse todo esto de cuero.
—Yo no utilizaría la palabra «todo». No hay suficiente como para llamarlo «todo». ¿Por qué tienes que ponértelo?
—Para que la gente sepa que soy un héroe bárbaro, por supuesto.
Rincewind apoyó la espalda contra los fétidos muros del pozo de la serpiente, y contempló al chico. Miró los dos ojos semejantes a uvas hervidas, la mata de pelo rubio y una cara que era un campo de batalla entre las pecas nativas y las temibles hordas invasoras del acné.
En momentos como aquel, Rincewind solía disfrutar mucho. Le convencían de que no estaba loco, porque si él estaba loco, no quedaba ninguna palabra para describir a algunas de las personas con las que se encontraba.
—Un héroe bárbaro —murmuró.
—Está bien, ¿no? Esta ropa de cuero me costó muy cara.
—Sí, pero mira… ¿cómo te llamas, chico?
—Nijel…
—Pues mira, Nijel…
—…el Destructor.
—Muy bien, El Destructor —asintió Rincewind a la desesperada.
—Hijo de Liebrecoja, Vendedor de Ultramarinos…
—¿Qué?
—Tienes que ser hijo de alguien —explicó Nijel—. Lo dice aquí, por alguna parte.
Rebuscó en una andrajosa bolsa de piel, y al final sacó un librito sucio y roto.
—Aquí hay un párrafo sobre la elección de nombre —murmuró.
—Oye, ¿cómo acabaste en este pozo?
—Pretendía robar el tesoro de Creosoto, pero tuve un ataque de asma —respondió Nijel, todavía pasando las crujientes páginas.
Rincewind bajó la vista hacia la serpiente, que seguía en su rincón tratando de no estorbar a nadie. Se estaba divirtiendo en el pozo, y sabía que se avecinaban problemas. No pensaba meterse bajo los pies de ninguno de los dos. Devolvió la mirada a Rincewind y se encogió de hombros, cosa que tiene su mérito en un reptil sin hombros.
—¿Cuánto hace que eres un héroe bárbaro?
—Acabo de empezar. Siempre he querido serlo, y pensé que podría aprender sobre la marcha. —Alzó unos ojillos miopes hacia Rincewind—. Está bien, ¿no?
—En realidad, es una forma de vida muy dura —sugirió.
—¿Y te imaginas lo que sería vender ultramarinos los próximos cincuenta años? —murmuró sombrío Nijel.
Rincewind lo pensó un momento.
—¿También lechugas? —preguntó.
—Oh, sí —asintió Nijel, al tiempo que guardaba de nuevo el misterioso librito en su bolsa.
Se dedicó a contemplar fijamente las paredes del pozo.
Rincewind suspiró. Le gustaba la lechuga, era increíblemente aburrida. Se había pasado años en busca del aburrimiento, y nunca lo había conseguido. Justo cuando pensaba que lo tenía, su vida adquiría un interés casi terminal. La idea de que alguien pudiera renunciar voluntariamente a la perspectiva de cincuenta años de aburrimiento le hacía sentir náuseas. Si le dejaran cincuenta años a él, pensó, podría transformar el tedio en un arte. No habría límite para las cosas que no haría.
—¿Sabes chistes de mechas de lámparas? —preguntó, acomodándose sobre la arena.
—Creo que no —respondió Nijel con educación, al tiempo que golpeaba una losa.
—Yo me sé cientos. Son muy graciosos. Por ejemplo, ¿cuántos trolls hacen falta para cambiar una mecha de lámpara?
—Esta losa se mueve —dijo Nijel—. Mira, es una especie de puerta. Échame una mano.
Empujó con entusiasmo. Sus bíceps sobresalían como guisantes en un lapicero.
—Supongo que es una especie de pasadizo secreto —añadió—. Venga, haz algo de magia. La losa está muy pegada.
—¿No quieres que te cuente el resto del chiste?
La voz de Rincewind estaba llena de dolor. Se encontraba en un lugar cálido y seco, no había ningún peligro inmediato si se exceptuaba el que podía representar la serpiente, que intentaba parecer invisible. Había gente que no se conformaba con nada.
—No creo que sea el momento adecuado —respondió Nijel—. En vez de eso preferiría un poco de ayuda mágica.
—Es que no se me da muy bien —dijo Rincewind—. Nunca le he cogido el truco, ¿sabes? No se trata sólo de señalar con un dedo y decir «kazam»…
Hubo un sonido como el de un potente rayo octarino al dar de lleno en una pesada losa de roca y convertirla en un millar de fragmentos de arena al rojo. Cosa lógica.
Tras un momento, Nijel se puso lentamente en pie y se sacudió el resto de las brasas de los calzones.
—Sí —dijo con la voz de alguien decidido a no perder el autocontrol—. Bueno. Muy bien. Esperemos a que esto se enfríe un poco, ¿eh? Y luego podemos, luego podemos, podemos ponernos en marcha.
Carraspeó para aclararse la garganta.
—Nnh —dijo Rincewind.
Se estaba mirando fijamente la punta del dedo, manteniendo el brazo bien estirado y con cara de lamentar no tener los brazos más largos.
Nijel contempló el humeante agujero.
—Da a una especie de habitación —le informó.
—Nnh.
—Tú primero —dijo educadamente Nijel.
Dio un empujoncito a Rincewind.
El mago se tambaleó hacia adelante, se golpeó la cabeza contra la roca, pero no pareció darse cuenta, y luego entró en el agujero.
Nijel dio una palmadita a la pared y frunció el ceño.
—¿No notas algo? —preguntó—. Es como si la piedra temblara.
—Nnh.
—¿Te encuentras bien?
—Nnhh.
Nijel arrimó la oreja a las piedras.
—Es un ruido muy extraño —dijo—. Una especie de murmullo.
Una partícula de polvo se desprendió del muro sobre su cabeza y flotó hacia abajo.
Luego un par de rocas mucho más pesadas se liberaron de sus nichos en las paredes y cayeron a la arena.
Rincewind ya se había adentrado por el túnel, emitiendo ruiditos de asombro y haciendo caso omiso de las piedras que no le acertaban por milímetros, aunque en algunos casos le acertaban por kilogramos.
Si hubiera estado en condiciones de darse cuenta, habría sabido lo que estaba sucediendo. El aire tenía un tacto aceitoso y olía a lata quemada. En cada borde o punta aparecían diminutos arcoíris. Había una acumulación de magia muy cerca de ellos, una gran acumulación de magia que trataba de aflorar.
Un mago, aunque fuera un mago tan inútil como Rincewind, destacaba como un faro de cobre.
Nijel salió de entre los cascotes y el polvo, y tropezó contra el mago rodeado por un aura octarina en otra cueva.
Rincewind tenía un aspecto terrible. Sin duda Creosoto habría hecho algún comentario sobre sus ojos brillantes y su cabello al viento.
Tenía el aspecto de alguien que se acabara de comer un puñado de glándulas pineales acompañadas por una jarra de adrenalina. Parecía tan tenso como para utilizarlo como tirachinas.
Tenía todos los cabellos erizados, al igual que el vello, y de cada puntita brotaban chispas. Hasta su piel parecía intentar apartarse de él. Daba la sensación de que sus ojos giraban horizontalmente. Cuando abrió la boca, en sus dientes brillaron puntitos color menta. Allí donde había pisado, la piedra se fundía, o le crecían orejas, o se convertía en algo pequeño, escamoso y purpúreo que huía al instante.
—Te he preguntado si estás bien —insistió Nijel.
—Nnnh —respondió Rincewind.
La sílaba se transformó en una gran rosquilla.
—No pareces estar bien —señaló el chico con lo que, dadas las circunstancias, era una perspicacia inusual.
—Nnh.
—¿Por qué no intentamos salir de aquí? —preguntó Nijel.
Sabiamente, se lanzó de bruces al suelo.
Rincewind asintió como una marioneta y señaló con un recargado dígito en dirección al techo, que se fundió como el hielo bajo un soplete.
Aun así, los temblores continuaron, enviando sus inquietantes vibraciones por todo el palacio. Es bien sabido que hay frecuencias capaces de provocar el pánico, y frecuencias que pueden causar una embarazosa incontinencia, pero la temblorosa roca resonaba con una frecuencia que hace que se funda la realidad y chorree por todas partes.
Nijel observó el techo goteante y lo probó con suma cautela.
—Mostaza —dijo—. Supongo que no hay manera de poner una escalera, claro…
De los maltratados dedos de Rincewind brotó más fuego, que se condensó para formar una escalera mecánica casi perfecta, menos por el hecho de que era la única del universo forrada con piel de caimán.
Nijel agarró al mago, que giraba suavemente, y saltó a bordo. Tuvieron la suerte de llegar a la cima antes de que la magia se desvaneciera de repente.
En el centro del palacio, destrozando los techos como una seta que brotara del antiguo pavimento, había una torre, más alta que ningún otro edificio del Al Khali.
Unas grandes puertas dobles se habían abierto en su base y por ellas, caminado como si fueran los dueños del lugar, salían docenas de magos. A Rincewind le pareció reconocer unos cuantos rostros, rostros que había visto antes en salas de conferencias, aulas o contemplando el mundo desde los terrenos de la Universidad Invisible. No eran rostros hechos para la maldad. Ni uno de ellos tenía colmillos protuberantes. Pero sus expresiones tenían un denominador común capaz de aterrar a cualquier persona sensata.
Nijel retrocedió para ocultarse tras una pared que le fue que ni pintada, y se encontró mirando de frente los ojos preocupados de Rincewind.
—¡Eh, eso es magia!
—Lo sé —asintió él—. No está bien.
Nijel examinó la centelleante torre.
—Pero…
—Está mal, lo noto —insistió Rincewind—. No me preguntes por qué.
Media docena de los guardias del serifa salieron por un arco y se lanzaron hacia los magos. La carrera era aún más siniestra por el silencio en que entraban en batalla. Por un momento, las espadas brillaron a la luz del sol, y luego un par de los magos se volvieron, extendieron las manos y…
Nijel apartó la vista.
—Urgh —dijo.
Unos cuantos alfanjes cayeron al suelo.
—Creo que deberíamos marcharnos sin llamar la atención.
—¿Es que no has visto en qué los han convertido?
—En cadáveres —replicó Rincewind—. Lo sé. No quiero pensar sobre el asunto.
Nijel estaba seguro de que nunca podría dejar de pensar en ello, sobre todo a las tres de la madrugada de las noches tormentosas. Lo malo de que te matara la magia era que la magia resultaba mucho más… bueno, inventiva, que el acero: hay docenas de maneras nuevas e interesantes de morir, y no podía apartar de su imaginación las formas que había visto, sólo un instante, antes de que la marea de fuego octarino las devorara piadosamente.
—No creía que los magos fueran así —dijo mientras corrían por un pasillo—. Pensaba que eran… pues más tontos que siniestros. Una especie de payasos.
—Ve a reírte de esos —murmuró Rincewind.
—Pero los acaban de matar, sin siquiera…
—Oye, preferiría que dejaras de hablar sobre el tema. Yo también lo he visto.
Nijel retrocedió. Entrecerró los ojos.
—Tú también eres mago —dijo, acusador.