Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Es por estas cuerdas —explicó Conina.

—Yo además tengo alergia al acero frío —añadió Rincewind.

—Qué cosa tan molesta —suspiró el gordo.

Dio una palmada con las manos tan cargadas de anillos que sonó casi como una campanada. Dos de los guardias se adelantaron rápidamente y cortaron las ligaduras. Luego, el batallón entero se disolvió, aunque Rincewind era claramente consciente de que docenas de ojos los vigilaban desde el follaje circundante. Cierto instinto animal le dijo que, aunque ahora parecía estar a solas con el hombre y con Conina, cualquier movimiento agresivo por su parte convertiría el mundo en un lugar muy afilado y doloroso. Trató de irradiar tranquilidad y simpatía. Trató de encontrar algo que decir.

—Bueno —aventuró contemplando los cortinajes de brocado, las columnas con incrustaciones de rubíes y los cojines con bordados de oro—, has decorado esto con muy buen gusto.

—Me gusta la sencillez —suspiró el hombre, todavía garabateando a toda prisa—. ¿Qué hacéis aquí? No me entendáis mal, me encanta encontrar a compañeros estudiantes de la musa poética.

—Nos han traído aquí —señaló Conina.

—Unos hombres con espadas —añadió Rincewind.

—Mis queridos amigos, eso lo hacen para no perder la costumbre. ¿Te apetece una de éstas?

Chasqueó los dedos en dirección a una de las chicas.

—Ahora mismo no, gracias —empezó Rincewind.

Pero vio que la chica cogía un platito de galletas doradas, y se lo tendía gentilmente. Probó una. Estaba deliciosa, era dulce y crujiente, con un sutil aroma de miel. Cogió dos más.

—Disculpa, pero… ¿quién eres? —preguntó Conina—. ¿Y dónde estamos?

—Me llamo Creosoto, serifa de Al Khali —respondió el hombre obeso—. Y esto es mi Espesura. Se hace lo que se puede.

Rincewind se atragantó con la galleta.

—No serás el Creosoto de «Tan rico como Creosoto», ¿verdad?

—Ése fue mi querido padre. La verdad es que yo soy bastante más rico. Me temo que, cuando uno tiene tanto dinero, cuesta vivir con sencillez. Pero se hace lo que se puede —suspiró.

—Podrías regalarlo —sugirió Conina.

El hombre suspiró de nuevo.

—No es tan fácil, de verdad. No, uno tiene que tratar de hacer poco con mucho.

—No, no, de verdad —insistió Rincewind, lanzando una lluvia de miguitas de galleta—. Se dice que todo lo que tocas se transforma en oro.

—Eso pondría las cosas un tanto difíciles a la hora de ir al cuarto de baño —rió Conina—. Lo siento.

—¡Las historias que oye uno sobre sí mismo! —dijo Creosoto, fingiendo no haberla oído—. Es agotador. Como si la riqueza fuera lo más importante. La verdadera riqueza yace en las bellezas de la literatura.

—El Creosoto del que yo oí hablar —dijo Conina con voz pausada—, era jefe de una banda de… bueno, de asesinos locos. Los primeros Asesinos, temidos en toda la zona eje de Klatch. Sin ánimo de ofender.

—Ah, sí, mi querido padre —suspiró Creosoto júnior—. El hachisismo. Una idea tan novedosa…[15]. Pero no funcionaba muy bien, así que contratamos a thugs en su lugar.

—Claro, les disteis ese nombre por su semejanza con cierta secta religiosa —asintió Conina con seguridad.

Creosoto le lanzó una larga mirada.

—Pues no —dijo con voz pausada—. Me parece que no. Les dimos ese nombre por el ruido que hacen las cabezas de sus víctimas cuando se las arrancan de cuajo. Es una costumbre muy desagradable.

Alzó el pergamino en el que había estado escribiendo, y lo examinó.

—Yo busco una vida más cerebral —siguió—. Y por eso hice que convirtieran el centro de la ciudad en la Espesura. Va mucho mejor para el flujo mental. Se hace lo que se puede. ¿Queréis el último canapé de caviar?

—Caberme, lo que se dice caberme, sí me cabe —asintió Rincewind, que no se enteraba muy bien.

Creosoto alzó una mano regordeta y declamó así:

Un palacio veraniego bajo el sol,
donde se sirve carnero y pan sin colesterol,
entrantes, sorbetes, caviar y lubina,
todo recién traído de la cocina.
Pasa al final con los postres el carrito
para que elijas lo que sacie tu apetito,
porque aquí, en la Espesura, tú…

Hizo una pausa y levantó la pluma, pensativo.

—Quizá no valga lo de mildiú —dijo—. Ahora que lo pienso mejor…

Rincewind contempló la vegetación domesticada, las rocas cuidadosamente distribuidas, los altos muros circundantes.

—¿Esto es una Espesura?

—Creo que mis jardineros incorporaron todos los rasgos esenciales, sí. Tardaron siiiglos en hacer que los arroyuelos fueran debidamente sinuosos. Se me ha informado de que hay en perspectiva otros planes para logros de asombrosa belleza natural.

—¿Eso incluye escorpiones? —preguntó Rincewind, cogiendo otra galleta.

—No lo sé —respondió el poeta—. Los escorpiones me parecen muy poco poéticos. Creo que las abejas silvestres y las cigarras son más apropiadas, dado el nivel de lirismo reinante, aunque la verdad es que nunca me han gustado los insectos. En cambio, parece que a ti te encantan —dijo a Rincewind.

—Además, mi padre siempre decía que las langostas eran muy sabrosas —señaló Conina, mientras su acompañante tosía y escupía—. No quisiera parecer desagradecida —siguió—, pero… ¿por qué nos has hecho traer aquí?

—Buena pregunta.

Creosoto la miró inexpresivo, como si tratara de recordar por qué estaban allí.

—Eres una mujer muy atractiva —dijo al final—. ¿Por casualidad sabes tocar el dulcémele?

—¿Cuántos filos tiene? —preguntó Conina.

—Qué lástima —suspiró el serifa—. Acaban de traer uno de importación.

—Mi padre me enseñó a tocar la armónica —ofreció ella.

Creosoto movió los labios sin emitir sonido alguno, mientras analizaba la idea.

—No es lo mismo, pero gracias —dijo al final. Le lanzó otra mirada pensativa—. ¿Sabes que eres realmente deseable? ¿Te han dicho alguna vez que tu cuello es como una torre de marfil?

—Nunca —replicó Conina.

—Qué lástima —repitió Creosoto.

Rebuscó entre sus cojines y sacó una campanilla. La hizo sonar.

Tras un momento, una figura alta y delgada apareció procedente de detrás del pabellón. Parecía una de esas personas cuyo hilo de pensamiento puede seguir toda la longitud de un sacacorchos sin doblarse, y el brillo de sus ojos habría hecho que el roedor rabioso medio se marchara desanimado.

Era, en definitiva, el tipo de hombre que ha nacido para ser gran Visir. Nadie le podía enseñar nada acerca de estafar a viudas y encerrar a jóvenes impresionables en supuestas cuevas llenas de tesoros. En cuestión de trabajos sucios, era probable que hubiera escrito un libro, aunque era más probable todavía que se lo hubiera robado a alguien.

Llevaba un turbante del que sobresalía un sombrerito puntiagudo. Y, por supuesto, lucía un largo bigote de finas guías.

—Ah, Abrim —dijo Creosoto.

—¿Alteza?

—Mi gran visir —lo presentó el serifa.

Ya me parecía a mí, se dijo Rincewind.

—¿Por qué hemos hecho venir a estos muchachos?

El visir se retorció el bigote, probablemente previendo otra docena de desahucios.

—El sombrero, alteza —dijo—. El sombrero, acuérdate.

—Ah, sí. Fascinante. ¿Dónde lo hemos puesto?

—Un momento —intervino Rincewind, ansioso—. Ese sombrero… ¿es por casualidad uno puntiagudo, bastante ajado, con montones de cositas pegadas, encajes y cosas así? —Titubeó un instante—. Y… y nadie ha intentado ponérselo, ¿verdad?

—Dio órdenes de que no —respondió Creosoto—, así que Abrim hizo que un esclavo se lo probara, por supuesto. Dice que le dio dolor de cabeza.

—El sombrero también nos dijo que vosotros llegaríais pronto —confirmó el visir, haciendo una ligera reverencia en dirección a Rincewind—. Por tanto, yo… quiero decir, el visir, pensó que quizá pudierais contarnos algo más sobre ese maravilloso artefacto, ¿verdad?

Hay un cierto tono de voz que se suele denominar interrogativo, y el visir lo estaba usando. Pero un cierto matiz sugería que, si no se le informaba de más cosas sobre el sombrero, y deprisa, pondría en práctica diversas actividades en la descripción de las cuales entraban palabras como «al rojo vivo» y «hojas afiladas». Claro está que los grandes visires siempre hablan así. Seguramente hay alguna escuela donde les enseñan.

—Cielos, me alegro de que lo hayáis encontrado —dijo Rincewind—. Ese sombrero es gngngnh…

—¿Cómo dices? —preguntó Abrim, al tiempo que hacía una señal a un par de guardias supuestamente ociosos para que se acercaran—. Me he perdido lo que dijiste después de que la joven… —hizo una reverencia en dirección a Conina— te diera un codazo en la oreja.

—Creo que lo mejor será que nos lo mostréis —replicó ella, con educada firmeza.

Cinco minutos más tarde, desde su lugar de reposo sobre una mesa en la cámara de tesoros del serifa, el sombrero los saludó:

Ya era hora. ¿Por qué habéis tardado tanto?

* * *

En un momento como éste, cuando Rincewind y Conina están a punto, casi con toda seguridad, de ser víctimas de un asesinato, y Coin se dispone a dirigirse a la asamblea de magos acobardados para darles una conferencia sobre la traición, todo eso mientras el Disco va a caer bajo las garras de una dictadura mágica, vale la pena mencionar el tema de la poesía y la inspiración.

Por ejemplo, el serifa, en su Espesura artificial, acaba de repasar sus obras hasta llegar al poema que comienza con los versos:

¡Despierta! La copa del día
se ha volcado y llega al mediodía…

… y está suspirando, porque las palabras al rojo blanco que rondan por su imaginación nunca salen exactamente como él las quiere.

De hecho, es imposible que salgan.

Por desgracia, cosas como ésta suceden constantemente.

Es un hecho establecido que en los polidimensionales mundos del multiverso que la mayor parte de los grandes descubrimientos se deben a un breve momento de inspiración. Siempre hay bastantes trabajos previos, claro, pero lo que dispara el asunto suele ser algo tan sencillo como una manzana que se cae del árbol, o una tetera con el agua hirviendo, o el agua que se desborda de la bañera. Algo encaja dentro de la cabeza del observador. Según se dice, el descubrimiento de la forma del ADN se debe a que el científico vio una escalera de caracol en el momento en que tenía la mente a la temperatura receptiva exacta. Si hubiera cogido el ascensor, toda la ciencia de la genética habría sido muy diferente[16].

Se suele considerar que esto es algo maravilloso. Pues no. Es trágico. En el universo están entrando constantemente pequeñas partículas de inspiración, que atraviesan la materia, más densa, de la misma manera que un neutrino atraviesa un algodón dulce, y la mayor parte de ellas se pierden.

Peor aún, la mayoría de las que aciertan alcanzan un objetivo cerebral total, definitiva y drásticamente erróneo.

Por ejemplo, la extraña idea de una rosquilla de plomo, de kilómetro y medio de diámetro, que en una mente adecuada habría disparado la invención de un generador gravitacional de electricidad (una forma de energía barata, inagotable y no contaminante, que el mundo llevaba siglos buscando, y al encontrarla se enzarzó en una guerra terrible e inútil) la tuvo en realidad un patito, que se quedó muy desconcertado.

Por otro golpe de mala suerte, la visión de una manada de caballos blancos galopando por un campo de jacintos silvestres, habría llevado a un compositor muerto de hambre a escribir la famosa Suite de los dioses voladores, que habría sido un bálsamo para millones de almas, si no hubiera estado en la cama con herpes. En lugar de alcanzarlo a él, la inspiración cayó sobre un sapo cercano, que no se encontraba en situación de hacer una aportación deslumbrante al mundo de la poesía.

Muchas civilizaciones han comprendido lo devastador de este desperdicio, y han ensayado diversos métodos para evitarlo, muchos de los cuales implicaban divertidos (pero ilegales) intentos de sintonizar la mente en la onda adecuada mediante el uso de hierbas exóticas o productos en polvo. Nunca funcionaron.

Y así Creosoto, que había soñado con la inspiración para componer un gran poema sobre la vida y la filosofía, y la razón por la que ambas cosas tienen mucho mejor aspecto vistas a través del fondo de una copa de vino, fue totalmente incapaz de componerlo, porque tenía tanto talento lírico como una hiena.

No se sabe por qué los dioses permiten que sucedan este tipo de cosas.

En realidad, el relámpago de inspiración necesario para explicarlo con claridad y precisión había tenido lugar, pero la criatura que lo recibió (una diminuta hembra de herrerillo) nunca pudo hacerse entender, ni con agotadores mensajes codificados en los tapones de las botellas de leche. Por una extraña coincidencia, un filósofo que había dedicado varias noches insomnes al mismo misterio se despertó aquella mañana con una maravillosa idea nueva para colocar cacahuetes en los comederos de los loros sin que te piquen.

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