Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Coin les lanzó su sonrisa dorada.

—¿Qué dices, Cardante? —preguntó.

—Es el aire tan claro, señor. Y parecen tan cercanas, tan pequeñas…, decía que casi parece posible tocarlas…

Coin le hizo callar con un gesto. Extendió un bracito delgado, arremangándose con el tradicional gesto para demostrar que no hay truco. Cuando abrió los dedos un momento después, tenía entre ellos lo que era, sin lugar a dudas, un puñado de nieve.

Los dos magos lo observaron atónitos, en silencio, a medida que se derretía y goteaba en el suelo.

Coin se echó a reír.

—¿Tan increíble os parece? —dijo—. ¿Queréis que coja perlas de la lejana Krull, o arena del Gran Nef? ¿Podía hacer la mitad de esto vuestra antigua magia?

A Peltre le pareció que en su voz había un tono metálico. Coin los miraba fijamente.

Por último, Cardante suspiró.

—No —dijo en voz baja—. Durante toda mi vida he buscado la magia, y sólo he encontrado luces de colores, trucos y libros viejos, resecos. La magia no ha hecho nada por el mundo.

—¿Y si os dijera que tengo intención de disolver las Órdenes y cerrar la Universidad? Aunque claro, mis consejeros tendrán que estar de acuerdo…

A Cardante se le pusieron blancos los nudillos, pero acabó por encogerse de hombros.

—No se puede decir gran cosa —respondió—. ¿De qué sirve una vela a la luz del día?

Coin se volvió hacia Peltre. El cayado también lo hizo. Las tallas le miraban fríamente. Una de ellas, cerca de la punta, se parecía desagradablemente a una ceja.

—Estás muy silencioso, Peltre. ¿No estás de acuerdo?

No. Ya hubo rechicería en el mundo una vez, y fue sustituida por la magia. La magia es para los hombres, no para los dioses. La rechicería, no. Tenía algo de malo, y hemos olvidado qué era. Me gustaba la magia. No trastocaba el mundo, encajaba en él. Era correcta. Yo sólo quería ser un simple mago.

Se miró los pies.

—Sí —susurró.

—Bien —dijo Coin, con voz satisfecha.

Caminó hasta el borde de la torre y miró hacia abajo, hacia el mapa de Ankh-Morpork, tan abajo. La Torre del Arte apenas recorría una décima parte de la distancia que los separaba del suelo.

—Creo que celebraremos la ceremonia la semana que viene —dijo—. Con la luna llena.

—Eh… faltan tres semanas para que haya luna llena —señaló Cardante.

—La semana que viene —repitió Coin—. Si yo digo que habrá luna llena, no quiero discusiones.

Siguió mirando hacia la maqueta en que se había transformado la Universidad, y luego señaló hacia abajo.

—¿Qué es eso?

Cardante se asomó.

—Pues la biblioteca. Sí. Es la biblioteca. Eso.

El silencio era tan opresivo que Cardante sintió que se esperaba algo más de él. Cualquier cosa sería mejor que aquel silencio, desde luego.

—Allí es donde guardamos los libros, ya sabes. Unos noventa mil volúmenes, ¿no, Peltre?

—¿Cómo? Oh. Sí. Unos noventa mil, más o menos.

Coin se apoyó en el cayado.

—Quemadlos —dijo—. Todos.

* * *

La medianoche desparramó su negra sustancia por los pasillos de la Universidad Invisible cuando Peltre, con bastante menos confianza, se arrastró cautelosamente hacia las impasibles puertas de la biblioteca. Llamó con los nudillos, y el sonido resonó tanto en el edificio vacío que tuvo que apoyarse contra la pared y esperar a que el corazón le latiera con menos frenesí.

Tras un rato, oyó el ruido de alguien moviendo pesados muebles.

—¿Oook?

—Soy yo.

—¿Oook?

—Peltre.

—Oook.

—¡Oye, tienes que salir! ¡Va a quemar la biblioteca!

No recibió respuesta.

Peltre se dejó caer de rodillas.

—Lo hará, no lo dudes —susurró—. Lo más probable es que me encargue a mí la tarea, es por ese cayado, mmm… sabe todo lo que sucede, y sabe que yo lo sé… Por favor, ayúdame…

—¿Oook?

—La otra noche, eché un vistazo en su habitación… El cayado, el cayado brillaba, estaba erguido en el centro de la habitación como un faro, y el niño lloraba en su cama. Noté como lo sondeaba, enseñándole, susurrándole cosas terribles. Luego el cayado se dio cuenta de que yo estaba allí… Tienes que ayudarme, eres el único que no está bajo el…

Peltre se interrumpió. El rostro se le petrificó. Se dio la vuelta lentamente, sin querer, porque algo lo estaba girando con toda suavidad.

Sabía que la Universidad estaba vacía. Todos los magos se habían trasladado a la Torre Nueva, donde hasta el último de los estudiantes tenía habitaciones más lujosas que las que pertenecieran antes a los magos de octavo nivel.

El cayado pendía del aire, a pocos metros de él. Estaba rodeado por un tenue brillo octarino.

Se levantó cautelosamente y, sin apartar la espalda del muro de piedra, con los ojos clavados en aquella cosa, se deslizó a toda velocidad hasta llegar al final del pasillo. En la esquina, advirtió que el cayado, aunque sin moverse, había girado sobre su eje para seguirle.

Dejó escapar un gritito, se arremangó los faldones de la túnica y echó a correr.

El cayado estaba ante él. Frenó de golpe y trató de recuperar el aliento.

—No me asustas —mintió al tiempo que giraba sobre sus talones y emprendía la huida en dirección contraria.

Chasqueó los dedos para crear una antorcha que ardía con una hermosa llama blanca. Sólo la penumbra octarina delataba su origen mágico.

Una vez más, el cayado estaba ante él. La luz de su antorcha se vio absorbida por un fino vapor, y se desvaneció con un «pop».

Aguardó, aún cegado y con los ojos llorosos, pero el cayado seguía allí y no parecía tener intención de aprovechar su ventaja.

Cuando recuperó la vista, divisó una sombra aún más oscura a su izquierda. La escalera que llevaba a las cocinas.

Se precipitó hacia ella y bajó de tres en tres los peldaños invisibles, aterrizando en unas baldosas inesperadamente desiguales. Un rayo de luz de luna entraba por una rejilla a lo lejos, y Peltre sabía que en la parte superior había una puerta hacia el mundo exterior.

Tambaleándose, con los tobillos doloridos y el ruido de su propia respiración retumbándole en las orejas como si tuviera la cabeza metida en una concha marina, Peltre se deslizó por el interminable desierto oscuro que era el suelo.

Había algo a sus pies. Ya no quedaban ratas, claro, pero la cocina había quedado en desuso: los cocineros de la Universidad habían sido los mejores del mundo, pero ahora cualquier mago podía conjurar comidas por encima de toda habilidad culinaria. Las grandes sartenes de cobre colgaban de la pared, olvidadas, ennegreciéndose ya, y en las alacenas situadas bajo la gigantesca chimenea en forma de arco sólo quedaban cenizas frías…

El cayado estaba cruzado a través de la puerta, bloqueando la salida. Giró cuando Peltre se acercó a él, y quedó suspendido en el aire a pocos metros, irradiando silenciosa malevolencia. Luego, con suavidad, empezó a deslizarse hacia él.

Retrocedió y resbaló sobre las piedras grasientas. Un golpe en la parte trasera de los muslos le hizo gritar, pero descubrió que había tropezado con una de las mesas de madera.

Pasó desesperadamente la mano por la arañada superficie y, contra toda probabilidad, encontró un cuchillo clavado en la madera. Con un gesto instintivo, antiguo como la humanidad, los dedos de Peltre se cerraron en torno al mango.

Se había quedado sin aliento, sin paciencia, sin espacio, sin tiempo, y estaba a punto de quedarse sin cordura.

De manera que, cuando el cayado flotó ante él, blandió el cuchillo con todas las fuerzas que pudo reunir…

Y titubeó. Todo lo que había de mago en él clamaba contra la destrucción de tanto poder, de un poder que quizá fuera utilizable, de un poder que quizá él pudiera utilizar.

Y el cayado giró de manera que su eje le apuntó directamente.

A muchos pasillos de distancia, el bibliotecario apoyaba la espalda contra la puerta, contemplando los relámpagos azules y blancos que chisporroteaban tras la cerradura. Oyó el chasquido lejano de la energía pura, y un sonido que empezaba en las zonas más bajas de la escala y se elevaba hasta convertirse en un silbido que ni siquiera Galletas, con las patas tras las orejas, alcanzaba a oír.

Entonces, se oyó un leve tintineo de lo más vulgar, como el que haría un cuchillo metálico fundido y retorcido al caer sobre las losas de la cocina.

Era de esa clase de ruidos que hacen que el silencio que los sigue sea como una avalancha cálida.

El bibliotecario se envolvió en el silencio que lo rodeaba como una capa, y contempló las hileras e hileras de libros, todos los cuales palpitaban suavemente con el brillo de su propia magia. Las estanterías lo miraron desde arriba[14]. Lo habían oído. Él captaba su miedo.

El orangután se quedó quieto como una estatua durante largos minutos, y luego pareció tomar una decisión. Arrastrando los nudillos, caminó sobre su escritorio y, tras mucho buscar, localizó un pesado aro cargado de llaves.

—Oook —dijo deliberadamente.

Los libros se asomaron en sus estantes. Había captado su atención.

* * *

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Conina.

Rincewind miró a su alrededor y aventuró una suposición.

Seguían en el centro del Al Khali. Oía el murmullo de la ciudad más allá de los muros. Pero, en el centro de la atestada ciudad, alguien había despejado una vasta zona, la había amurallado y después plantó en ella un jardín romántico y natural.

—Parece que alguien ha cogido veinte kilómetros cuadrados de ciudad y los ha despejado —sugirió.

—Qué idea tan extraña —dijo Conina.

—Bueno, según algunas religiones… cuando mueres, dicen que vienes a este tipo de jardín, donde siempre hay música y… bueno, y sorbetes, y… mujeres guapas.

Conina admiró la esplendorosa vegetación del jardín amurallado, con sus pavos reales, arcos intrincados y fuentes rumorosas. Una docena de mujeres reclinadas la miraban, impasibles. Una orquesta de cuerda situada fuera de la vista tocaba la complicada música klatchiana.

—No estoy muerta —dijo—. Estoy segura de que lo recordaría. Además, mi idea del paraíso no coincide con esto. —Contempló las figuras reclinadas con gesto crítico—. ¿Quién las peinará? —se preguntó.

La punta de una espada le rozó la rabadilla, y los dos echaron a andar por el ornado sendero hacia el pequeño pabellón en forma de cúpula rodeado de olivos. La chica bufó.

—De todos modos, no me gusta el sorbete.

Rincewind no hizo ningún comentario. Estaba muy ocupado examinando su propio estado mental, y lo que encontró no le hizo ninguna gracia. Tenía la horrible sensación de que se estaba enamorando. Tenía bien claros todos los síntomas: las manos sudorosas, la sensación de calidez en el estómago, la sensación generalizada de que la piel de su pecho era de goma elástica, y estaba muy tensa. Además, cada vez que Conina hablaba notaba como si alguien le pasara un acero al rojo por la columna vertebral.

Bajó la vista hacia el Equipaje, que trotaba estoico a su lado, y reconoció los mismos síntomas.

—¡Tú también!

Quizá fuera sólo el juego de luces sobre la gastada tapa, pero también era posible que estuviera más roja que de costumbre.

Es cierto que la madera de peral sabio tiene cierto enlace mental con su propietario… Rincewind sacudió la cabeza. Eso explicaría por qué el trasto no era tan salvaje como de costumbre.

—Es imposible —dijo—. Ella es una hembra, y tú eres… eres… bueno… —Hizo una pausa—. Bien, seas lo que seas, eres de madera. Imposible. La gente haría comentarios.

Se volvió y miró a los guardias vestidos de negro que los seguían.

—No sé qué miráis —les espetó con severidad.

El Equipaje se arrimó a Conina, siguiéndola tan de cerca que la chica tropezó con él.

—Lárgate —le ordenó al tiempo que le daba otra patada, esta vez adrede.

Si alguna vez una maleta había tenido expresión dolida, fue entonces.

El pabellón adonde se dirigían era una ornada cúpula en forma de cebolla, tachonada de piedras preciosas y sostenida por cuatro columnas. En el interior había toda una masa de almohadones en los cuales yacía un hombre de mediana edad, bastante gordo, rodeado por tres jovencitas. Llevaba una túnica color púrpura con bordados de oro.

El hombre parecía estar escribiendo. Alzó la vista cuando los vio llegar.

—Supongo que no sabréis ninguna palabra que rime con «tú» —dijo, quisquilloso.

Rincewind y Conina se miraron.

—¿Tisú? —aportó él—. ¿Canesú?

—¿Mildiú? —sugirió Conina, con forzada alegría.

El hombre titubeó.

—Mildiú. Me gusta, me gusta —asintió—. Tiene posibilidades. Sí, creo que usaré mildiú. Sentaos en un cojín, muchachos. Tomad un sorbete. ¿Por qué os quedáis ahí de pie?

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