Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

«Entonces no tienes nada que perder, ¿no crees?», insistió su libido en un convincente tono de pensamiento.

En aquel momento, Rincewind se dio cuenta de que le faltaba algo importante. Tardó un instante en darse cuenta de lo que era.

Hacía varios minutos que nadie intentaba venderle nada. En Al Khali, eso significaba probablemente que estabas muerto.

Conina, el Equipaje y él se encontraban a solas en un largo callejón sombrío. Alcanzaba a oír los sonidos ajetreados de la ciudad, a cierta distancia, pero en las proximidades no había nada más que un silencio expectante.

—Han huido —le informó Conina.

—¿Estamos a punto de ser atacados?

—Puede ser. Hay tres hombres que nos siguen por los tejados.

Rincewind miró hacia arriba casi en el momento exacto en que tres hombres, vestidos con amplias túnicas negras, se dejaban caer ágilmente en el callejón ante ellos. Cuando miró a su alrededor, otros dos doblaron una esquina. Los cinco esgrimían largas espadas curvas y, aunque llevaban la parte inferior del rostro cubierta, casi con toda seguridad sonreían malignamente.

Rincewind dio unos toquecitos en la tapa del Equipaje.

—Mata —sugirió.

El Equipaje se quedó inmóvil un momento, y luego trotó junto a Conina. Parecía un poco presuntuoso y, como vio Rincewind con celos y horror, algo avergonzado.

—Eres… eres… —rugió mientras le daba una patada—. ¡Eres una mochila!

Se acercó a la chica, en cuyo rostro se dibujaba una sonrisa pensativa.

—¿Y ahora qué? —le preguntó—. ¿Les vas a ofrecer una permanente rápida?

Los hombres se acercaron un poquito más. Rincewind advirtió que sólo parecían interesados en Conina.

—No estoy armada —dijo la chica.

—¿Qué ha pasado con tu legendario peine?

—Me lo dejé en el barco.

—¿No llevas nada?

Conina varió su postura ligeramente, para tener a tantos hombres como pudiera en su campo de visión.

—Tengo un par de horquillas —dijo entre dientes.

—¿Sirven de algo?

—No lo sé, nunca he probado.

—¡Tú nos has metido en esto!

—Tranquilo, creo que se limitarán a cogernos prisioneros.

—Ah, eso está muy bien para ti. Tú no llevas el cartel de oferta especial de la semana.

El Equipaje chasqueó la tapa un par de veces, algo inseguro. Uno de los hombres extendió la espada y sondeó la rabadilla de Rincewind.

—Quieren llevarnos a algún lugar, ¿ves? —señaló Conina. De pronto, apretó los dientes—. Oh, no —murmuró.

—¿Qué pasa ahora?

—¡No puedo hacerlo!

—¿Qué?

Conina se llevó las manos en la cabeza.

—¡No puedo permitir que me hagan prisionera sin pelear! ¡Un millar de antepasados bárbaros me acusan de traición! —siseó, ansiosa.

—Tú, ni caso.

—No, tranquilo. No tardaré ni un momento.

Hubo un repentino borrón de movimiento, y el hombre más cercano se derrumbó en un arrugado montón de dolor. Luego, los codos de Conina retrocedieron y se clavaron en los estómagos de los dos que tenía detrás. Su mano izquierda pasó como un rayo junto a la oreja de Rincewind, como un sonido como el de la seda al desgarrarse, y derribó al hombre que había junto a él. El quinto intentó huir y fue alcanzado por una patada voladora que le estrelló la cabeza contra la pared.

Conina se sentó, jadeando, con los ojos brillantes.

—No me gusta reconocerlo, pero ahora me encuentro mejor —dijo—. Aunque claro, es terrible saber que he traicionado la tradición de las peluqueras. Oh.

—Sí —asintió Rincewind, sombrío—. Me preguntaba si los habrías visto.

Los ojos de Conina examinaron la hilera de arqueros que acababan de alinearse junto a la pared opuesta. Tenían ese aspecto impasible de la gente a la que se ha pagado para hacer un trabajo, y a la que no le importa mucho si el trabajo consiste en matar a alguien.

—Es hora de usar esas horquillas —sugirió Rincewind.

Conina no se movió.

—Mi padre siempre decía que es inútil emprender un ataque directo contra un enemigo armado con proyectiles de gran eficacia —respondió.

Rincewind, que conocía la manera habitual de hablar de Cohen, la miró incrédulo.

—Bueno —añadió ella— en realidad, lo que dijo exactamente fue «nunca pelees a patadas con un puercoespín».

* * *

Peltre no pudo hacer frente al desayuno.

Se preguntó si debería hablar con Cardante, pero tenía la escalofriante sensación de que el viejo mago no le haría caso, y desde luego no le creería. La verdad es que ni él mismo se lo creía…

Sí que se lo creía. Nunca lo olvidaría, aunque pensaba intentarlo por todos los medios.

Uno de los problemas de vivir en la Universidad durante aquellos últimos días era que el edificio en el que uno se acostaba probablemente no tenía nada que ver con el edificio en el que despertaba. Las habitaciones tenían la costumbre de cambiar y moverse, como consecuencia de los derroches de magia. Ésta crecía, de hecho empezaba a desbordarse. Si no se ponía remedio pronto, hasta la gente corriente podría empezar a usarla… Una idea escalofriante, pero dado que la mente de Peltre ya estaba tan llena de pensamientos escalofriantes que se la podría usar como bandeja para los cubitos de hielo, no tenía intención de dedicar mucho tiempo a ésa en concreto.

Peltre había encontrado a Coin en lo que hasta la noche anterior había sido un armario para las escobas. Ahora era mucho más grande. La única razón de que Peltre no encontrara palabras para describirla era que nunca había oído hablar de los hangares, aunque también es cierto que pocos hangares tienen suelo de mármol y montones de estatuas por todas partes. Un par de escobas y un pequeño cubo destartalado parecían fuera de lugar, aunque no tanto como las aplastadas mesas en la ex Sala Principal: debido a las oleadas de magia, se había reducido al tamaño de lo que Peltre habría llamado «cabina telefónica», en el caso de que supiera qué era eso.

Se deslizó con sumo cuidado en la habitación para ocupar su lugar en el consejo de magos. El aire estaba aceitoso con la sensación de poder.

Peltre creó una silla al lado de Cardante, y se inclinó hacia él.

—No te vas a creer… —empezó.

—¡Silencio! —siseó—. ¡Esto es sorprendente!

Coin estaba sentado en su taburete, en el centro del círculo, con una mano sobre el cayado y la otra extendida. En ésta sostenía algo pequeño, blanco, con forma de huevo. Era extrañamente borroso. En realidad, pensó Peltre, no era algo pequeño visto de cerca. Era algo enorme, pero a mucha distancia. Y el niño lo tenía en la palma de la mano.

—¿Qué hace? —preguntó Peltre.

—No estoy muy seguro —murmuró Cardante—. Por lo que sabemos, está creando un nuevo hogar para la magia.

Los rayos de luz coloreada brillaban en el difuso ovoide, como una tormenta lejana. El resplandor iluminaba desde abajo el rostro preocupado de Coin y lo hacía parecer una máscara.

—Pues no sé cómo vamos a caber todos ahí —siguió el tesorero—. Cardante, anoche vi…

—He terminado —dijo Coin.

Alzó el huevo, que de cuando en cuando relampagueaba con una luz interna, y tenía pequeñas prominencias blancas. No sólo estaba muy lejos, pensó Peltre, sino que además era extremadamente pesado. Atravesaba la pesadez hasta llegar al otro lado, a esa extraña realidad negativa donde el plomo equivale al vacío. Volvió a agarrar a Cardante por la manga.

—Escucha, es muy importante, escucha, cuando miré en…

—Deja de agarrarme de una vez.

—Pero el cayado, su cayado, no es…

Coin se levantó y apuntó el cayado hacia la pared, donde al instante apareció una puerta. Salió por ella, con la seguridad de que los magos le seguirían.

Cruzó el jardín del archicanciller, seguido por una hilera de magos, como la cola de un cometa, y no se detuvo hasta que no llegó a las orillas del Ankh. Allí había algunos sauces viejos, y el río discurría en forma de herradura, circundando un pequeño prado denominado, de manera bastante optimista, Placer de Magos. En las veladas estivales, si el viento soplaba hacia el río, era un buen lugar para dar un paseo.

La cálida neblina plateada seguía pendiendo sobre la ciudad cuando Coin cruzó la hierba húmeda hasta situarse en el centro. Lanzó al aire el huevo, que trazó un suave arco y aterrizó con un sonido despachurrado.

Se volvió hacia los magos.

—Quedaos atrás —ordenó—. Y estad preparados para salir corriendo.

Señaló con el cayado de octihierro hacia el objeto semihundido.

Un rayo de luz octarina brotó de la punta y dio de lleno en el huevo, que explotó con una lluvia de chispas. Los magos tardarían un tiempo en dejar de ver puntitos azules y rojos.

Hubo una pausa. Una docena de magos contemplaron el huevo con expectación.

La brisa sacudió los sauces de la manera menos misteriosa posible.

No sucedió nada más.

—Eh… —empezó Peltre.

Y entonces se produjo el primer temblor. Unas cuantas hojas cayeron de los árboles, y a lo lejos un ave acuática levantó el vuelo, aterrada.

El sonido comenzó como un gemido grave, algo más experimentado que oído, como si de repente todos tuvieran las orejas en los pies. Los árboles temblaron, igual que un par de los magos.

En torno al huevo, el lodo empezó a burbujear.

Y explotó.

El suelo se peló como un limón. Los magos se encontraron pringados de gotas de lodo humeante mientras corrían a ponerse a cubierto bajo los árboles. Sólo Coin, Peltre y Cardante se quedaron para ver cómo el centelleante edificio blanco se alzaba en el prado, sacudiéndose la hierba y la tierra. Tras ellos, surgieron otras torres. Los contrafuertes brotaron en el aire, enlazándolas.

Peltre dejó escapar un gemido cuando el suelo se removió bajo sus pies y se vio reemplazado por baldosas ribeteadas de plata. La plataforma se elevó, inexorable, levantándolos a los tres por encima de las copas de los árboles.

Los tejados de la Universidad quedaron bajo ellos. Ankh-Morpork se extendía como un mapa, el río era una serpiente atrapada, las llanuras una mancha neblinosa. A Peltre le zumbaban los oídos, pero la ascensión prosiguió, entrando entre las nubes.

Surgieron, empapados y helados, a la brillante luz del sol, mientras la capa de nubes se extendía en todas las direcciones. A su alrededor se elevaban otras torres, que brillaban dolorosamente bajo la exagerada claridad.

Cardante se arrodilló con mucho trabajo y palpó el suelo. Sugirió a Peltre que hiciera lo mismo.

Peltre tocó una superficie más suave que la piedra. Tenía el tacto del hielo, siempre que existiera un hielo ligeramente cálido y de aspecto marfileño. Aunque no era exactamente transparente, daba la impresión de que le gustaría serlo.

Tuvo la clara sensación de que, si cerraba los ojos, no sentiría nada.

Su mirada se cruzó con la de Cardante.

—A mí no me mires —suspiró éste—. Yo tampoco sé qué es.

Alzaron la vista hacia Coin.

—Es magia —dijo.

—Sí, señor, pero… ¿de qué está hecho? —preguntó Cardante.

—Está hecho de magia. De magia pura. Solidificada. Concentrada. Renovada segundo a segundo. ¿Hay mejor sustancia para construir el nuevo hogar de la rechicería?

El cayado brilló un momento y fundió las nubes. El Mundodisco apareció bajo ellos, y desde allí se veía claramente que era un círculo, clavado al cielo por la montaña central de Cori Celesti, donde vivían los dioses. Allí estaba el Mar Circular, tan cerca que casi habría sido posible lanzarse a él de cabeza. Allí estaba también el vasto continente de Klatch, aplastado por la perspectiva. La Catarata Periférica circundaba el borde del mundo con su curva centelleante.

—Es demasiado grande —susurró Peltre.

El mundo en el que había vivido no se extendía mucho más allá de las puertas de la Universidad, y él lo prefería. Un mundo de aquel tamaño hacía que el hombre se sintiera incómodo. Desde luego, no podía encontrarse cómodo a un kilómetro de altura, con los pies sobre algo que, en esencia, no estaba allí.

La idea le conmocionó. Era mago, y a pesar de eso la magia le preocupaba.

Se acercó cautelosamente a Cardante.

—No es exactamente lo que esperaba —dijo éste.

—¿Mmm?

—Desde aquí parece mucho más pequeño, ¿no?

—La verdad, no sé. Mira, tengo que decirte…

—Observa las Montañas del Carnero. Casi da la sensación de que las podríamos tocar.

Miraron a lo lejos, a doscientas leguas de distancia, hacia la imponente cordillera que despedía su frío brillo blanco. Se decía que, si alguien caminaba en dirección eje por los valles secretos de las Montañas del Carnero, acabaría por encontrarse en las tierras heladas de Cori Celesti, el reino privado de los Gigantes del Hielo, aprisionados allí tras la última gran batalla con los dioses. En aquellos tiempos, las montañas sólo eran islas en un gran mar de hielo, y parte de este hielo aún permanecía en ellas.

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