Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Peltre se arrastraba por los sombríos pasillos como una araña de dos patas, corriendo (o al menos cojeando rápidamente) de columna en arco, hasta que llegó a las imponentes puertas de la biblioteca. Examinó nervioso la oscuridad que le rodeaba y, tras algunas vacilaciones, llamó con mucha, mucha suavidad.

El silencio brotó de la pesada madera. Pero, a diferencia del silencio que tenía dominado al resto de la ciudad, éste era un silencio atento, alerta. Era el silencio del gato durmiente que acaba de abrir un ojo.

Cuando ya no pudo soportarlo más, Peltre se dejó caer a cuatro patas y trató de mirar por debajo de las puertas. Por último, acercó cuanto pudo la boca a la polvorienta hendidura situada junto a la bisagra más baja.

—¡Eh! ¿Me oyes? —susurró.

Tuvo la certeza de que algo se había movido, tras la oscuridad.

Lo intentó de nuevo, mientras pasaba del terror a la esperanza con cada errático latido de su corazón.

—¿Oye? Soy yo, Peltre. ¿Sabes quién? Dime algo, por favor.

Quizá unos grandes pies peludos se estuvieran arrastrando suavemente por el suelo, o quizá fue sólo el crujido de los nervios de Peltre. Trató de tragar saliva para aliviar la sequedad de su garganta, y lo intentó de nuevo.

—¡Mira, de acuerdo, pero entérate de que están hablando de clausurar la biblioteca!

El silencio se hizo más alto. El gato durmiente acababa de levantar una oreja.

—¡Lo que está sucediendo no es correcto! —le confió el tesorero, justo antes de taparse la boca con la mano ante la enormidad de lo que acababa de decir.

—¿Oook?

Fue el más ligero de los ruidos, como el eructo de una cucaracha.

Envalentonado de repente, Peltre acercó aún más los labios a la hendidura.

—¿Tienes al… mmm… al patricio ahí dentro?

—Oook.

—¿Y al perrito?

—Oook.

—Oh, estupendo.

Peltre se tendió en la comodidad de la noche, y tamborileó los dedos sobre el suelo gélido.

—¿No te importará… mmm… dejarme entrar? —aventuró.

—¡Oook!

Peltre hizo una mueca en la oscuridad.

—Es que… necesito verte unos minutos… Tenemos que discutir asuntos urgentes, de hombre a hombre.

—Eeek.

—Perdón, de hombre a simio.

—Oook.

—Entonces, ¿por qué no sales tú?

—Oook.

Peltre suspiró.

—Esta demostración de lealtad está muy bien, pero ahí dentro te vas a morir de hambre.

—Oook oook.

—¿Qué otra entrada?

—Oook.

—Bueno, lo haremos a tu manera —suspiró Peltre.

Pero, fuera como fuera, la conversación le había hecho sentirse un poco mejor. En la Universidad, todos los demás parecían vivir en un sueño, mientras que el bibliotecario no le pedía a la vida más que fruta madura, un suministro regular de tarjetas clasificadoras y la oportunidad, más o menos de una vez, de saltar el muro del zoológico privado del Patricio[13]. Le resultaba extrañamente tranquilizador.

—¿Así que andas bien de plátanos y todo eso? —inquirió tras otra pausa.

—Oook.

—No dejes entrar a nadie, ¿eh? Es muy importante.

—Oook.

—Perfecto.

Peltre se levantó, se sacudió el polvo de las rodillas y luego hizo una pausa. Acercó la boca al agujero de la cerradura.

—No confíes en nadie —añadió.

—Oook.

Dentro de la biblioteca, la oscuridad no era absoluta, porque las hileras de libros mágicos emitían un ligero resplandor octarino, causado por los escapes taumatúrgicos en un fuerte campo ocultista. El brillo apenas bastaba para iluminar las estanterías amontonadas contra la puerta.

El ex patricio había sido cuidadosamente decantado en un bote de cristal, y se encontraba sobre el escritorio del bibliotecario. Éste estaba sentado bajo el mueble, envuelto en su manta y sosteniendo a Galletas en su regazo.

De vez en cuando, se comía un plátano.

* * *

Entretanto, Peltre había cojeado de vuelta por los pasillos de la Universidad, en busca de la seguridad de su dormitorio. Como sus oídos estaban tensos hasta el límite, a la búsqueda y captura del menor sonido dentro de los umbrales habituales, oyó los sollozos.

No era un sonido habitual allí. En los alfombrados corredores tras cuyas puertas se encontraban los dormitorios de los magos superiores se podían oír muchos sonidos a avanzadas horas de la noche, como ronquidos, tintineo de vasos, cánticos desafinados y, de vez en cuando, el zumbido y siseo de un hechizo que había salido mal. Pero los sollozos ahogados de alguien eran tan novedosos que Peltre se descubrió a sí mismo eligiendo el pasillo que llevaba a las dependencias del archicanciller.

La puerta estaba entreabierta. Con la seguridad de que no debería hacerlo, preparándose para una huida urgente, Peltre miró hacia el interior.

* * *

Rincewind miró a su alrededor.

—¿Qué es esto? —susurró.

—Parece una especie de templo —contestó Conina.

Rincewind se irguió y miró hacia arriba. Las multitudes de Al Khali chocaron contra él y discurrieron a su alrededor en una especie de movimiento browniano humano. Un templo, pensó. Bueno, era grande, era impresionante, y el arquitecto había aprovechado todos los trucos habidos y por haber para que pareciera aún más grande e impresionante de lo que era, y también para imprimir en todo el que lo mirase la sensación de que era muy pequeño, muy vulgar y no tenía tantas cúpulas. Era de ese tipo de lugares con aspecto memorable.

Pero Rincewind conocía bien la arquitectura religiosa, y los frescos que se divisaban en los grandes y, por supuesto, impresionantes muros, no eran nada pías. Para empezar, los que participaban en ellos estaban disfrutando. Casi con toda seguridad estaban disfrutando. Desde luego, sería sorprendente que no fuera así.

—No están bailando, ¿verdad? —dijo en un desesperado intento de no dar crédito a lo que le decían sus ojos—. Ni haciendo acrobacias, ¿eh?

Conina alzó la vista y entrecerró los ojos para protegérselos de la luz del sol.

—Me parece que no —respondió pensativa.

Rincewind recordó la actitud lógica.

—Creo que una joven como tú no debería mirar ese tipo de cosas —la amonestó.

Conina le sonrió.

—Creo que los magos lo tienen expresamente prohibido —dijo con dulzura—. Se supone que os deja ciegos.

Rincewind volvió a alzar la cabeza, dispuesto a arriesgar quizá un ojo. Era de esperar, se dijo. Aquí no lo saben hacer mejor. Los países extranjeros son… bueno, países extranjeros. Hacen las cosas de otra manera.

Aunque algunas cosas, decidió, se hacen de manera muy semejante, sólo que con más imaginación y, por lo que parece, mucho más a menudo.

—Los frescos del templo de Al Khali son famosos en todo el Disco —le explicó Conina mientras caminaban entre la multitud de niños que intentaban vender cosas a Rincewind y presentarle a sus deseables parientes.

—Me imagino por qué —asintió él—. Venga, largaos ya. No, no quiero comprar eso, sea lo que sea. No, no quiero conocerla. Ni a él tampoco. O nada, mocoso. Fuera. ¡Bajaos!

El último grito iba dirigido al grupo de niños que cabalgaban tranquilamente sobre el Equipaje, que trotaba con paciencia tras Rincewind y no hacía ningún esfuerzo por sacudírselos. Quizá haya cogido alguna enfermedad, pensó. La idea le animó un poco.

—¿Cuánta gente calculas que hay en este continente? —preguntó.

—No lo sé —respondió Conina sin darse la vuelta—. Supongo que millones.

—Si yo fuera inteligente, no estaría aquí —aseguró él con sinceridad.

Llevaban varias horas en Al Khali, entrada de todo el misterioso continente de Klatch. Rincewind empezaba a pasarlo mal.

Una ciudad decente debería tener un poco de niebla, al menos según su opinión. Y la gente debería vivir dentro de las casas, en vez de pasarse la vida en la calle. Y no debería haber tanta arena, ni tanto calor. En cuanto al viento…

Ankh-Morpork tenía su famoso olor, tan lleno de personalidad que podía arrancar lágrimas a un hombre corpulento. Pero Al Khali tenía su viento, que soplaba desde las extensiones desérticas y los continentes cercanos a la periferia. Era una brisa suave, pero nunca cesaba, y al final surtía sobre los visitantes el mismo efecto que una tostadora sobre un tomate. Tras cierto tiempo, uno tenía la sensación de que le había arrancado la piel y le estaba arañando directamente los nervios.

Para el agudo olfato de Conina, el viento traía aromáticos mensajes procedentes del corazón del continente, compuestos del frío de los desiertos, el sudor de los leones, el lodo de las selvas y las flatulencias de los ñus.

Por supuesto, Rincewind no captaba nada de esto. La adaptación es algo maravilloso, y a la mayoría de los morporkianos les resultaría difícil captar el olor de un colchón de plumas ardiendo a metro y medio.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó—. ¿A algún lugar donde no haya viento?

—Mi padre pasó una temporada en Khali, cuando buscaba la Ciudad Perdida de Aay —dijo Conina—. Creo recordar que hablaba muy bien del zueco. Es una especie de bazar.

—Sería buena idea echar un vistazo a los tenderetes de sombreros de segunda mano —sugirió Rincewind—. Porque la situación en general es de lo más…

—Yo tenía la esperanza de que nos atacaran. Me parece la idea más sensata. Mi padre me dijo que pocos de los extranjeros que entran en el zueco salen con vida. Por aquí hay tipos de lo más peligroso, según él.

Rincewind meditó un instante.

—¿Te importa repetir lo que has dicho? —pidió—. Después de oír que tenías la esperanza de que nos atacaran, no he oído más que un zumbido.

—Bueno, queremos trabar conocimiento con la clase criminal, ¿verdad?

—La palabra «querer» no me parece correcta —señaló Rincewind.

—¿Cómo lo dirías tú?

—Eh… creo que «no querer» define mucho mejor la situación.

—¡Si estuviste de acuerdo en que debíamos recuperar el sombrero!

—Pero sin morir en el intento —replicó Rincewind—. Eso no le haría ningún bien a nadie. Y mucho menos a mí.

—Mi padre siempre decía que la muerte no es más que un sueño —dijo Conina.

—Sí, lo mismo me dijo el sombrero —asintió él mientras entraban en una calle estrecha, atestada, entre muros blancos de adobe—. Pero tengo la sensación de que resulta muy difícil despertar por la mañana.

—Oye, tampoco hay tanto peligro. Vas conmigo.

—Y tú te metes en los peligros en cuanto los ves —la acusó Rincewind mientras la chica le guiaba por un sombrío callejón, y su cohorte de seguidores infantiles les pisaba los talones—. Es por esa cuestión de hierrodietario.

—¿Quieres callarte y dejar de hacerte la víctima?

—Es que se me da muy bien, tengo mucha práctica —replicó al tiempo que daba una patada a un miembro particularmente tozudo de la Cámara de Comercio Júnior—. ¡Por última vez, no quiero comprar nada, maldito mocoso!

Contempló sombrío las paredes. Al menos no estaban decoradas con aquellos turbadores frescos, pero la brisa ardiente aún levantaba el polvo a su alrededor, y ya empezaba a estar harto de ver arena. Lo de verdad quería era una cerveza fría, un baño caliente y ropa. Quizá con eso no se sintiera mejor, pero al menos le resultaría menos incómodo sentirse fatal. Aunque probablemente allí no habría cerveza. Cosa rara, en las ciudades frías como Ankh-Morpork, la principal bebida era la cerveza fresca, pero en lugares como aquél, con cielos como hornos con la puerta abierta, la gente bebía en vasitos pequeños licores que hacían arder la garganta. Y la arquitectura no era apropiada. Y en los templos tenían estatuas poco… bueno, poco adecuadas. No era un lugar adecuado para los magos. Sin duda tendrían alguna alternativa local, encantadores y cosas así, pero no magia decente.

Conina se le adelantó, canturreando entre dientes.

«Te gusta la chica, ¿eh? Seguro que sí», dijo una voz en su mente.

«Oh, rayos», pensó Rincewind. «No serás mi conciencia otra vez, ¿verdad?»

«No, soy tu libido. Aquí dentro estamos un poco apretados. No has puesto orden desde la última vez que vine».

«¿Quieres largarte? ¡Soy un mago! ¡Los magos se rigen por la cabeza, no por el corazón!»

«Pues yo estoy recibiendo votos de tus glándulas, y me dicen que, por lo que respecta a tu cuerpo, tu cerebro está en minoría».

«¿Sí? Pues lo siento, porque tiene voto de decisión».

«¡Ja! Eso es lo que tú te crees. Por cierto, tu corazón no tiene nada que ver con esto. No es más que un músculo que se encarga de la circulación de la sangre. A ver si nos entendemos…, te gusta la chica, ¿no?»

«Bueno…», titubeó Rincewind. «Sí», pensó, «es…»

«Es una buena compañera, ¿eh? Tiene una voz preciosa, ¿verdad?»

«Bueno, claro…»

«¿Te gustaría verla más?»

«Bueno…»

Sorprendido, Rincewind se dio cuenta de que sí, de que le gustaría. No era por completo ajeno a la compañía de las mujeres, pero siempre había pensado que causaban problemas. Y claro, todo el mundo sabía que resultaba mala para las habilidades mágicas, aunque tenía que admitir que sus habilidades mágicas, que eran aproximadamente las de un martillo de goma, no eran gran cosa.

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