Todos lo habían intentado, en silencio y cuando pensaban que nadie les veía. Hasta Peltre hizo una intentona en la intimidad de su estudio. Consiguió hacerse veinte años más joven, y con un torso que habría servido para romper piedras, pero en cuanto dejaba de concentrarse el hechizo se invertía, y el regreso a su conocida forma y edad de antes resultaba un tanto desagradable. El físico de cada persona era algo muy elástico. Cuanto más lo estirabas, más deprisa recuperaba su forma original. Y lo peor era el golpe. Las bolas de acero con púas, las espadas de doble filo y los palos pesados con ganchos se consideran en general armas temibles, pero no son nada comparadas con veinte años aplicados de repente y con considerable fuerza contra la nuca de uno.
Esto era porque la rechicería no parecía funcionar con cosas que eran intrínsecamente mágicas. De todos modos, los magos habían conseguido algunas mejoras importantes. Por ejemplo, la túnica de Cardante era ahora de seda y encaje, carísima y de un increíble mal gusto, y le hacía parecer una gran gelatina roja envuelta en un antimacasar.
—Me sienta bien, ¿no te parece? —se pavoneó Cardante.
Se ajustó el ala del sombrero, dándole un aire inapropiadamente libertino.
Peltre no dijo nada. Estaba mirando por la ventana.
Había habido unas cuantas mejoras, desde luego. El día había sido ajetreado.
Ya no existían los viejos muros de piedra. En su lugar, ahora había unas balaustradas bastante bonitas. Más allá de ellas, la ciudad casi brillaba, era un poema de mármol blanco y tejas rojas. El río Ankh ya no era la cloaca atestada de lodo que había llegado a conocer, sino una transparente cinta, clara como el cristal en la cual (buen golpe) nadaba una carpa gorda. Sus aguas eran puras como si procedieran de nieve recién derretida[12].
Desde el aire, Ankh-Morpork tenía que ser cegadora. Centelleaba. Los desechos milenarios habían desaparecido.
Por extraño que pareciera, aquello incomodaba a Peltre. Se sentía fuera de lugar, como si llevara puesta ropa nueva y le picara. Cierto es que llevaba ropa nueva, y que le picaba, pero no era ése exactamente el problema. El nuevo mundo era todo muy bonito, exactamente como debía ser, pero… pero… ¿Cuál había sido su deseo original? ¿Un cambio tan drástico, o una simple reorganización de las cosas?
—Te he hecho una pregunta, ¿no te parece hecho a mi medida?
Peltre se dio la vuelta, sin comprender.
—¿Mmm?
—¡El sombrero, hombre!
—Ah. Mmm. Muy… apropiado.
Con un suspiro, Cardante se quitó el barroco sombrero, y lo devolvió a su caja con sumo cuidado.
—Será mejor que se lo lleve —dijo—. Está empezando a preguntar por él.
—Aún me sigue preocupando el paradero del auténtico sombrero.
—Está aquí —replicó Cardante, dando una palmadita en la tapa de la caja.
—Me refería al… mmm… al de verdad.
—Éste es el de verdad.
—Quería decir…
—Este es el sombrero de archicanciller —casi deletreó Cardante—. Tú deberías saberlo mejor que nadie, es obra tuya.
—Sí, pero… —vaciló el tesorero.
—Y tú no harías una falsificación, ¿verdad?
—Falsificación, lo que se dice falsificación, no…
—No es más que un sombrero. Piense lo que piense la gente. Si la gente lo ve en la cabeza del archicanciller, creerán que es el sombrero original. En cierto modo, lo es. Las cosas se definen por lo que hacen. Igual que la gente, claro. Es una de las bases fundamentales de la magia. —Cardante hizo una pausa teatral y puso la caja en manos de Peltre—. Como se suele decir, Cogito ergo sombrerum.
Peltre había estudiado idiomas, e hizo lo posible por comprender.
—¿«Pienso, luego soy un sombrero»? —aventuró.
—¿Qué? —preguntó Cardante mientras empezaban a bajar la escalera en dirección a la renovada Sala Principal.
—¿«Cojeo, luego soy un sombrero»? —sugirió Peltre.
—Haz el favor de callarte.
La neblina aún pendía sobre la ciudad, con sus cortinas de oro y plata transformadas en sangre por la luz del sol poniente, que entraba sin trabas por las ventanas de la sala.
Coin estaba sentado en un taburete, con el cayado sobre las rodillas. A Peltre se le ocurrió que nunca había visto al niño sin él, cosa rara: la mayor parte de los magos tenían sus cayados bajo la cama, o colgados sobre la chimenea.
No le gustaba aquel cayado. Era negro, pero no porque ése fuera su color, sino más bien porque parecía un agujero móvil que daba a otro juego de dimensiones, probablemente muy desagradables. No tenía ojos, y aun así se las arreglaba para mirar a Peltre como si conociera sus pensamientos más profundos. Y eso que, en aquellos momentos, ni él mismo los conocía.
La piel le cosquilleó cuando se acercaron y sintieron la ráfaga de magia pura que emanaba la figurilla sentada.
Varias docenas de los magos más ancianos estaban reunidos en torno al taburete, y contemplaban el suelo con reverencia.
Peltre estiró el cuello para mirar, y vio…
El mundo.
Flotaba en un charco de noche negra que, de no se sabe qué manera, parecía encajada en el suelo. Y Peltre supo con espantosa certeza que era el mundo, no una simple imagen o proyección. Tenía nubes y todo. Allí estaban las heladas llanuras del Eje, el Continente Contrapeso, el Mar Circular, la Catarata Periférica, todo muy pequeño y en colores pasteles, pero no por ello menos real…
Alguien le estaba hablando.
—¿Eh? —se sobresaltó.
De repente, el brusco bajón en la temperatura metafórica lo envió de un empujón de vuelta a la realidad. Comprendió horrorizado que Coin acababa de decirle algo.
—¿Lo siento? —se corrigió—. Lo que pasa es que el mundo es… tan bonito…
—Nuestro Peltre es un esteta —dijo Coin. Sonó una risita, procedente de un par de magos que sabían lo que significaba aquella palabra—. Pero, en cuanto al mundo, puede mejorarse. Te había dicho, Peltre, que miremos donde miremos sólo encontramos crueldad, avaricia e inhumanidad, lo que nos sugiere que el mundo está muy mal dirigido, ¿no?
Peltre fue consciente de que dos docenas de pares de ojos estaban clavados en él.
—Bueno, no se puede cambiar la naturaleza humana —dijo.
Se hizo un silencio de muerte. Peltre titubeó.
—¿Verdad?
—Eso está por ver —replicó Cardante—. La cuestión es que, si cambiamos el mundo, la naturaleza humana también cambiará. ¿No es cierto, hermanos?
—Tenemos la ciudad —dijo uno de los magos—. Yo mismo he creado un castillo…
—Gobernamos la ciudad, pero ¿quién gobierna el mundo? —insistió Cardante—. Por ahí debe de haber miles de reyezuelos, emperadores, jefecillos…
—Y ninguno de ellos sabe leer sin mover los labios —señaló un mago.
—El patricio sí sabe leer —dijo Peltre.
—Si le cortas el dedo índice, no —replicó Cardante—. Por cierto, ¿qué ha pasado con el lagarto? No importa. La cuestión es que el mundo debe ser gobernado por hombres de sabiduría y filosofía. Necesita guía. Nos hemos pasado siglos peleando entre nosotros, pero juntos… ¿quién sabe lo que podemos hacer?
—Hoy la ciudad, mañana el mundo —dijo alguien al fondo de la congregación.
Cardante asintió.
—Mañana el mundo, y… —Hizo un cálculo rápido—. ¡El viernes, el universo!
Así tendremos el fin de semana libre, pensó Peltre. Recordó la caja que llevaba en las manos y se la tendió a Coin. Pero Cardante se situó ante él con un movimiento imperceptible, se apoderó de la caja y se la ofreció al chico con una reverencia.
—El sombrero de archicanciller —dijo—. Pensamos que te corresponde por derecho.
Coin lo cogió. Por primera vez, Peltre vio una expresión de inseguridad en su rostro.
—¿No hay alguna especie de ceremonia formal? —preguntó.
Cardante carraspeó.
—Yo… eh… no —respondió—. No, creo que no. —Miró a los demás magos superiores, quienes negaron con la cabeza—. No, nunca hemos tenido de eso. Aparte del banquete claro. Eh… verás, no es como una coronación, ya sabes, el archicanciller guía a la comunidad de magos, es… —Cardante fue bajando la voz ante el brillo de aquella mirada dorada—. Es… ya sabes… es… el primero… entre… iguales…
Retrocedió apresuradamente cuando el cayado se movió de manera extraña y le apuntó. Una vez más, Coin pareció escuchar una voz interior.
—No —dijo al final. Cuando siguió hablando, su voz tenía esa tonalidad resonante que, si uno no es mago, sólo puede conseguir con carísimos sintetizadores—. Habrá una ceremonia. Tiene que haber una ceremonia, la gente debe comprender que los magos mandan, pero no se celebrará aquí. Elegiré el lugar. Y asistirán todos los magos que alguna vez han cruzado estas puertas, ¿queda claro?
—Es que algunos viven bastante lejos —señaló Cardante con cautela—. Tardarán un tiempo en llegar, ¿para cuándo piensas que se…?
—¡Son magos! —gritó Coin—. ¡Pueden llegar en un abrir y cerrar de ojos! ¡Les he proporcionado el poder para hacerlo! Además… —su voz bajó, recuperó un tono casi normal—. Además, la Universidad está acabada. Nunca ha sido el hogar de la magia, sólo su cárcel. Construiré un nuevo lugar para nosotros.
Sacó el nuevo sombrero de la caja y sonrió. Peltre y Cardante contuvieron el aliento.
—Pero…
Miraron a su alrededor. Casiapenas, el Maestro en Sabiduría, había hablado, y ahora estaba allí, abriendo y cerrando la boca.
Coin se volvió hacia él arqueando una ceja.
—¡No pretenderás cerrar la Universidad! —dijo el viejo mago con voz temblorosa.
—Ya no es necesaria —replicó Coin—. Es un lugar de polvo y libros viejos. Está superada. ¿No es verdad… hermanos?
Hubo un coro de murmullos inciertos. A los magos les resultaba difícil imaginar una vida sin las antiguas piedras de la UI. Aunque, ahora que lo pensaban, había mucho polvo, claro, y los libros estaban bastante viejos…
—Al fin y al cabo… hermanos… ¿cuántos habéis entrado en esa oscura biblioteca últimamente? Ahora la magia está dentro de vosotros, no aprisionada entre cubiertas. ¿No es maravilloso? Ni uno solo de vosotros había hecho en toda su vida tanta magia, magia de verdad, como en las últimas veinticuatro horas. ¿Hay alguno que, en lo más profundo de su corazón, no esté de acuerdo conmigo?
Peltre se estremeció. En lo más profundo de su corazón, un Peltre interior acababa de despertar, e intentaba hacerse escuchar con todas sus fuerzas. Era un Peltre que de pronto añoraba aquellos días tranquilos, acabados hacía pocas horas, cuando la magia era modosita e iba por ahí en zapatillas viejas, siempre tenía tiempo para tomarse un jerez, no era como una espada caliente en el cerebro y, por encima de todo, no mataba a la gente.
El terror se apoderó de él cuando sintió que sus cuerdas vocales se tensaban y se disponían, pese a todos sus esfuerzos, a manifestar su desacuerdo.
El cayado le estaba buscando. Lo notaba. Lo haría desaparecer como al pobre Billias. Apretó las mandíbulas, pero no sirvió de nada. Su pecho se llenó de aire. Sus mandíbulas crujieron.
Cardante se removía, inquieto, y le pisó. Peltre dejó escapar un gemido.
—Lo siento —dijo Cardante.
—¿Sucede algo, Peltre? —preguntó Coin.
Peltre saltaba a la pata coja, repentinamente liberado. Su cuerpo se llenó de alivio mientras los dedos de su pie se llenaban de dolor. En toda la historia, nadie había estado tan agradecido de que ciento veinte kilos de mago hubieran elegido su extremidad para dejarse caer pesadamente.
El grito pareció romper el hechizo. Coin suspiró y se levantó.
—Ha sido un buen día —dijo.
* * *
Eran las dos de la mañana. Las nieblas del río se enroscaban como serpientes por las calles de Ankh-Morpork, pero se enroscaban en solitario. Los magos no aprobaban que el resto de la gente anduviera por ahí a medianoche, de manera que nadie lo hacía. En lugar de eso, dormían con el sueño nada tranquilo de los hechizados.
En la Plaza de las Lunas Rotas, antaño escaparate de misteriosos placeres procedentes de los discretos establecimientos iluminados con farolitos, donde el noctámbulo podía obtener cualquier cosa, desde un plato de anguilas en gelatina hasta un amplio surtido de enfermedades venéreas, las nieblas se enroscaban y goteaban en un vacío gélido.
Los establecimientos habían desaparecido, sustituidos por mármol deslumbrante y una estatua que representaba el espíritu de no se sabe qué, rodeada de fuentes iluminadas. El sordo chapoteo del agua era el único sonido que rompía el silencio de colesterol que tenía en un puño el corazón de la ciudad.
El silencio reinaba también en la mole oscura de la Universidad Invisible. Excepto…