Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Nadie advirtió que las puertas se abrían. Pero de la Universidad salió un silencio increíble, que se extendió por el ruido e inundó la plaza como las primeras olas de la marea en un pantano de lodo. En realidad no era un auténtico silencio, sino un gran rugido de antirruido. El silencio no es lo contrario del ruido, es sencillamente su ausencia. En cambio, esto era el sonido que yace al otro lado del silencio, el antisonido, y sus sombríos decibelios ahogaron los gritos del mercado como un paño de terciopelo.

La multitud miró a su alrededor, con incredulidad, las bocas abiertas como peces dorados y aproximadamente la misma eficacia. Todas las cabezas se volvieron hacia las puertas.

Por ellas salía otra cosa, aparte de la cacofonía de silencio. Los tenderetes más cercanos a la entrada empezaron a retorcerse sobre los guijarros, dejando caer su mercancía. Sus propietarios se apartaron rápidamente del camino cuando los tenderetes chocaron contra la hilera de detrás y empezaron a amontonarse, hasta que una ancha avenida de piedras limpias y despejadas recorrió toda la plaza.

Ardrothy Cayadolargo, Proveedor de Empanadas Llenas de Personalidad, escudriñó por encima de la chatarra en que se había convertido su tenderete justo a tiempo para ver cómo salían los magos.

Conocía a los magos, o hasta entonces había pensado que los conocía. Eran unos vejetes anodinos, inofensivos a su manera, que se vestían como sofás antiguos y siempre se interesaban por la mercancía que sólo se vendía a personas que habían superado cierta edad y tenían más personalidad de la que habría tolerado un ama de casa prudente.

Pero aquellos magos eran algo nuevo. Salieron a la Plaza Sator como si fueran sus propietarios. En torno a sus pies brillaban chispitas azules. Hasta parecían un poco más altos y todo.

O quizá fuera su porte…

Sí, eso era.

Ardrothy tenía un toque de magia en su estructura genética y, cuando vio a los magos recorrer la plaza, éste le dijo que lo mejor que podía hacer por su salud era empaquetar sus cuchillos y ralladores y largarse de la ciudad en cualquier momento dentro de los diez minutos siguientes.

El último mago del grupo se demoró tras sus colegas y contempló la plaza con desdén.

—Aquí antes había fuentes —dijo—. Vosotros, gentuza…, largaos.

Los comerciantes se miraron entre ellos. Por lo general, los magos hablaban en tono imperioso, como era de esperar. Pero en aquella voz había algo que nadie había oído antes. Era una voz con nudillos.

Ardrothy volvió la vista hacia un lado. De entre las ruinas de su tenderete de gelatina de almejas, como un ángel vengador, arrancándose moluscos de la barba y escupiendo vinagre, surgió Miskin Koble, de quien se decía que era capaz de abrir ostras con una sola mano. Los años de arrancar lapas de las rocas y luchar contra berberechos gigantes en la Bahía de Ankh le habían proporcionado ese desarrollo físico que por lo general uno asocia a las placas tectónicas. Miskin Koble no se erguía, se desplegaba.

Se abrió paso hacia el mago y señaló con un dedo tembloroso los restos de su tenderete, entre los cuales media docena de langostas osadas apostaban decididamente por la libertad. En torno a la boca del comerciante, los músculos se movían como anguilas enfurecidas.

—¿Lo has hecho tú? —exigió saber.

—Aparta, patán —dijo el mago, dos palabras que, en opinión de Ardrothy, le daban la expectativa de vida de un tambor de cristal.

—Detesto a los magos —le informó Koble—. Detesto de verdad a los magos. Así que te voy a golpear, ¿de acuerdo?

Cerró la mano y lanzó un puñetazo.

El mago arqueó una ceja, y un fuego amarillo empezó a arder en torno al vendedor de marisco. Sonó un ruido como el de la seda al desgarrarse, y Koble desapareció. Sólo quedaron sus botas, tozudamente erguidas sobre los guijarros, de las que brotaban jirones de humo.

Nadie sabe por qué, por grande que sea una explosión, siempre quedan botas humeantes. Es una de esas cosas que pasan.

A Ardrothy, que contemplaba la escena con atención, le pareció que el mago estaba casi tan sorprendido como la multitud, pero se recuperó rápidamente e hizo un movimiento de florete con el cayado.

—Más os vale aprender de esto, patanes —dijo—. Nadie le levanta la mano a un mago, ¿comprendido? Aquí va a haber muchos cambios. ¿Sí? ¿Qué quieres?

El último comentario iba dirigido a Ardrothy, que intentaba por todos los medios pasar inadvertido. Adelantó rápidamente su bandeja de empanadas.

—Me preguntaba si a su excelencia le gustaría comprar una de estas deliciosas empanadas —dijo apresuradamente—. Son muy nutritivas…

—Mira esto, vendedor de empanada —replicó el mago.

Extendió una mano, hizo un extraño gesto con los dedos y una empanada apareció en el aire.

Era gorda, jugosa, dorada. Con sólo mirarla, Ardrothy supo que estaba completamente llena de cerdo de primera, sin ninguna de esas espaciosas zonas de aire fresco en el interior que representaban su margen de beneficio. Era la clase de empanada que los cerditos quieren ser de mayores.

Se le encogió el corazón. Su ruina flotaba ante él, y era de hojaldre de primera.

—¿Quieres probarla? —ofreció el mago—. Hay muchas más en el sitio de donde la saqué.

—Fuera el que fuera —susurró Ardrothy.

Contempló el rostro del mago al otro lado de la brillante empanada, y por el brillo maníaco de aquellos ojos supo que el mundo estaba del revés.

Se alejó, destrozado, y emprendió el viaje hacia la ciudad más cercana.

Los magos van por ahí matando a la gente, pensó con amargura; y, por si fuera poco, además les roban sus medios de vida.

* * *

Un cubo de agua salpicó el rostro de Rincewind, arrancándolo de un desagradable sueño en el cual un centenar de mujeres enmascaradas intentaban cortarle el pelo con espadas de doble filo, y además querían dejárselo muy, muy corto. Algunas personas considerarían una pesadilla así como un reflejo del miedo a la castración, pero el subconsciente de Rincewind conocía muy bien el miedo-a-ser-cortado-en-trocitos-muy-pequeñitos. Lo veía de cerca muy a menudo.

Se incorporó.

—¿Estás bien? —le preguntó Conina con ansiedad.

Rincewind paseó la vista por la cubierta.

—No necesariamente —respondió con precaución.

No había ningún pirata vestido de negro, al menos en posición vertical. En cambio, sí vio a muchos marineros, todos los cuales se mantenían a una respetuosa distancia de Conina. Sólo el capitán se encontraba razonablemente cerca, con una sonrisa estúpida en el rostro.

—Se han marchado —le informó Conina—. Cogieron lo que pudieron y se marcharon.

—Son canallas —dijo el capitán—, ¡pero muy deprisa reman! —Conina parpadeó cuando él le dio una sonora palmada en la espalda—. Bien lucha para ser mujer. ¡Sí! —añadió.

Rincewind se puso en pie trabajosamente. El barco se deslizaba alegremente hacia la distante mancha en el horizonte que debía de ser la zona eje de Klatch. Estaba completamente ileso. Empezó a animarse un poco.

El capitán saludó amistosamente a ambos y se fue a gritar órdenes relativas a velas, cuerdas y cosas. Conina se sentó sobre el Equipaje, que no pareció tener nada que objetar.

—Me ha dicho que está tan agradecido que nos llevará hasta Al Khali —explicó.

—¡Si eso es lo que habíamos acordado! —se asombró Rincewind—. Te vi darle el dinero y todo.

—Sí, pero sus planes eran hacernos prisioneros y venderme como esclava cuando llegáramos.

—¿Cómo, y a mí no me iba a vender? —exclamó. Luego sonrió—. Ah, claro, es por mi categoría de mago, no se atrevería…

—Mmm… la verdad es que a ti te iba a regalar —respondió Conina, contemplando fijamente una imaginaria astilla en la tapa del Equipaje.

—¿Regalarme?

—Sí. Mmm… Algo así como «un mago gratis por cada concubina que compre».

—¿Y qué tienen que ver los cubos con esto?

Conina le lanzó una mirada larga, atenta. Al ver que no sonreía, suspiró.

—¿Por qué los magos os ponéis tan nerviosos cuando hay una mujer cerca?

—¡Me alegra que lo preguntes! —suspiró Rincewind—. Mira, debo informarte…, supongo que lo principal es…, me llevo muy bien con las mujeres en general, pero me ponen nervioso las que llevan espada. —Meditó un momento, y añadió—: En realidad, me pone nervioso todo aquel que lleve una espada.

Conina retorció la astilla con concentración. El Equipaje dejó escapar un crujido contenido.

—Sé de otra cosa que te pondrá nervioso —musitó.

—¿Mmm?

—El sombrero ha desaparecido.

—¿Qué?

—No pude evitarlo, los piratas cogieron lo que pudieron…

—¿Se llevaron el sombrero?

—¡A mí no me hables en ese tono! ¡No era yo la que estaba durmiendo tranquilamente!

Rincewind sacudió las manos, frenético.

—Nononono, no te pongas nerviosa, no te hablaba en ningún tono… Tengo que pensar sobre esto…

—Según el capitán, lo más probable es que vuelvan a Al Khali —oyó decir a Conina—. Hay un lugar donde se reúnen los criminales, y pronto podremos…

—No veo por qué tenemos que hacer nada —la interrumpió Rincewind—. El sombrero quería estar lejos de la Universidad, y no creo que esos piratas pasen por allí ni aunque los invitaran.

—¿Y vas a dejar que se lo lleven? —preguntó Conina, sinceramente asombrada.

—Alguien tiene que impedirlo. Pero, desde mi punto de vista, ¿por qué yo?

—¡Porque dijiste que era el símbolo de la magia! ¡Aquello a lo que aspira todo mago! ¡No puedes permitir que se lo lleven así como así!

—Mírame y verás.

Rincewind se sentó cómodamente. Se sentía extrañamente sorprendido. Estaba tomando una decisión. Era una decisión toda suya. Le pertenecía. Nadie se la imponía. A veces, le parecía que su vida entera consistía en meterse en apuros a causa de lo que querían otras personas, pero en esta ocasión era él quien estaba tomando una decisión, y eso ya era el colmo. Desembarcaría en Al Khali y buscaría alguna manera de volver a casa. Que otro salvara el mundo, por su parte le deseaba mucha suerte. Estaba tomando una decisión.

Frunció el ceño. ¿Por qué no estaba satisfecho?

«Porque es una decisión errónea, imbécil».

«Genial», pensó, «ya estoy harto de voces en la cabeza. Lárgate».

«Pero yo vivo aquí».

«¿Quieres decir que eres yo?»

«Tu conciencia».

«Ah».

«No puedes dejar que destruyan el sombrero. Es el símbolo…»

«… muy bien, ya lo sé…»

«El símbolo de la magia bajo el control de la razón. Magia bajo el control de la humanidad. No querrás volver a aquellos oscuros iones…»

«¿Qué?»

«Iones…»

«¿Quiero decir Eones?»

«Eso. Eones. ¡No querrás volver a aquellos oscuros eones, cuando reinaba la magia en estado puro! El tejido de la realidad temblaba todos los días. Era espantoso, me lo digo yo».

«¿Cómo puedo saberlo?»

«Memoria racial».

«Anda. ¿Y yo tengo una de ésas?»

«Bueno… parte de una».

«Sí, muy bien, pero… ¿por qué yo?»

«En lo más profundo de tu alma, sabes que eres un mago de verdad. La palabra “mago” está grabada en tu corazón».

—Sí, pero lo malo es que siempre me encuentro con gente decidida a comprobarlo —dijo Rincewind, alicaído.

—¿Cómo dices? —se interesó Conina.

Rincewind contempló la mancha del horizonte y suspiró.

—Nada, hablaba solo —dijo.

* * *

Cardante examinó el sombrero con gesto crítico. Caminó alrededor de la mesa y lo contempló desde un nuevo ángulo.

—Está bastante bien —dijo por último—. ¿De dónde has sacado los octarinos?

—No son más que buenos nochemantes —sonrió Peltre—. Te han engañado, ¿eh?

Era un sombrero magnífico. Para ser sincero, Peltre hubo de admitir que tenía mejor pinta que el auténtico. El viejo sombrero de archicanciller estaba bastante raído, los bordados de oro habían perdido brillo y tenía descosidos por todas partes. La imitación presentaba grandes mejoras. Tenía estilo.

—Lo que más me gusta es el encaje —señaló Cardante.

—Tardé siglos en hacerlo.

—¿Por qué no probaste con magia?

Cardante chasqueó los dedos y agarró el vaso largo que apareció en el aire. Bajo la sombrillita de papel y las frutas, contenía un licor caro y pegajoso.

—No me salía —respondió Peltre—. La verdad, nunca conseguía exactamente lo que quería. Tuve que coser cada lentejuela a mano.

Cogió la caja del sombrero.

Cardante se atragantó con la bebida y tosió.

—No lo guardes aún —dijo, cogiéndolo de manos del tesorero—. Siempre he deseado probármelo…

Se volvió hacia el gran espejo que había en la habitación de Peltre y, reverentemente, se colocó el sombrero sobre los sucios mechones de pelo.

Estaba acabando el primer día de la rechicería, y los magos habían conseguido cambiarlo todo, excepto a ellos mismos.

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