Y así transcurrió la mañana, con el rumor de las olas, el crujir de los aparejos y un complicado corte de pelo en capas. Cuando se miró en un trozo de espejo, Rincewind tuvo que admitir que era toda una mejora.
El capitán les había dicho que se dirigían hacia la ciudad de Al Khali, en la costa eje de Klatch.
—Se parece a Ankh, sólo que hay arena en vez de lodo —explicó Rincewind, apoyado en la baranda—. Pero tiene un buen mercado de esclavos.
—La esclavitud es inmoral —dijo Conina con firmeza.
—¿Sí? Vaya.
—¿Quieres que te arregle la barba? —preguntó la chica, esperanzada.
Se detuvo con las tijeras ya abiertas, y observó el mar tranquilo.
—¿Hay algún tipo de marinero que utilice una canoa con una especie de cosas a los lados y otra cosa que parece un ojo pintada al frente y tenga una vela pequeñita? —quiso saber.
—He oído que los piratas esclavistas klatchianos —respondió Rincewind—. Pero este barco es grande. No creo que uno de esos botes se atreviera a atacarnos.
—Uno de ellos quizá no —dijo Conina, todavía mirando la zona nebulosa donde el mar se convertía en cielo—, pero estos cinco, puede que sí.
Rincewind miró a lo lejos, y luego alzó la vista hacia el vigía, quien sacudió la cabeza.
—Anda ya —rió con tanto humor como una alcantarilla atascada—. No me dirás que ves algo desde aquí, ¿verdad?
—Diez hombres en cada canoa —insistió Conina con tono sombrío.
—Mira, una broma es una broma…
—Con largas espadas curvas.
—Pues yo no veo ni…
—El viento les agita unas cabelleras bastante sucias.
—Y además tendrán las puntas rotas, seguro.
—¿Te estás haciendo el gracioso?
—¿Yo?
—¡Y no tengo ni un arma! —exclamó Conina—. Seguro que en este barco no hay ni una mala espada.
—No importa, quizá sólo quieran lavar y marcar.
Mientras Conina rebuscaba frenética en su petate, Rincewind se deslizó hacia la caja del sombrero de archicanciller, y alzó un poco la tapa.
—Ahí no hay nada, ¿verdad? —preguntó.
¿Cómo quieres que lo sepa? Pónteme.
—¿Qué? ¿En mi cabeza?
Lo que hay que aguantar.
—¡Pero si no soy archicanciller! —exclamó Rincewind—. Mira, he oído hablar de mentes frías, pero…
Necesito usar tus ojos. Pónteme. En la cabeza.
—Mmm.
Rincewind no podía desobedecer. Con todo cuidado, se quitó el desastrado sombrero gris, miró con añoranza su ajada estrella, y sacó el de archicanciller de su caja. Era más pesado de lo que había imaginado. Los octarinos brillaban débilmente.
Se lo colocó con cautela sobre su nuevo corte de pelo, aferrando bien el ala por si sentía un simple escalofrío.
Lo que sucedió fue que se encontró increíblemente ligero. Notó también una sensación de poder y sabiduría…, no presente en realidad, sino… bueno, mentalmente hablando, en la punta de su lengua metafórica.
Antiguos restos de recuerdos aletearon por su mente, y no eran recuerdos que él recordara haber recordado con anterioridad. Examinó uno con precaución, como cuando se tocaba con la lengua un hueco en un diente, y allí estaban…
Doscientos archicancilleres muertos, todos inmersos en un gélido pasado, lo observaron con inexpresivos ojos grises.
Por eso es tan frío, se dijo para sus adentros, el mundo de los muertos absorbe el calor. Oh, no…
Cuando el sombrero habló, vio el movimiento de doscientos pares de labios blancos.
¿Quién eres?
«Rincewind», pensó Rincewind. Y en los rincones más profundos de su mente, trató de pensar en privado un «socorro».
Sintió que los nudillos se le curvaban bajo el peso de los siglos.
«¿Qué se siente al estar muerto?», pensó.
La muerte no es más que un sueño —dijeron los magos muertos.
«Pero, ¿cómo es?»
Cuando esas canoas de guerra lleguen aquí, tendrás una inmejorable oportunidad de averiguarlo, Rincewind.
Con un aullido de terror, saltó y se arrancó el sombrero de la cabeza. La vida y sonidos reales regresaron, pero, como alguien estaba golpeando frenéticamente un gongo muy cerca de su oreja, no fue ninguna mejora. Ahora todos divisaban las canoas, que hendían el agua en un silencio escalofriante. Las figuras vestidas de negro que manejaban los remos deberían haber estado gritando y aullando; eso no habría mejorado las cosas, pero al menos sería más apropiado. El silencio tenía una cualidad desagradablemente premeditada.
—Dioses, ha sido espantoso —dijo—. Pero bueno, esto también lo es.
Los marineros recorrían la cubierta esgrimiendo machetes. Conina palmeó a Rincewind en el hombro.
—Intentarán cogernos con vida —le aseguró.
—Oh —respondió Rincewind débilmente—. Bien.
Entonces recordó otra cosa sobre los esclavistas klatchianos, y se le secó la garganta.
—Tú… tú serás la única que les interese —dijo—. Alguien me contó lo que hacen…
—¿Crees que debo saberlo?
Para espanto de Rincewind, parecía que la chica no había encontrado ningún arma.
—¡Te meterán en un serrallo!
Ella se encogió de hombros.
—Podría ser peor.
—Pero tiene púas de hierro, y luego cierran la puerta… —aventuró Rincewind.
Las canoas ya estaban lo suficientemente cerca como para que divisaran las expresiones decididas de los remeros.
—Eso no es un serrallo, es una Doncella de Hierro. ¿No sabes lo que es un serrallo?
—Eh…
La chica se lo explicó. Él se puso rojo como la grana.
—De todos modos, antes tendrán que capturarme —terminó Conina—. Tú eres el que debería preocuparse.
—¿Por qué?
—Porque, aparte de mí, eres el único que lleva vestido.
Rincewind se mosqueó.
—Es una túnica…
—Bueno, sí, una túnica. Esperemos que conozcan la diferencia.
Una mano que parecía un racimo de plátanos con anillos agarró a Rincewind por el hombro e hizo que se girara. El capitán, un ejeño con la constitución de un oso corpulento, le sonrió a través de una masa de vello facial.
—¡Ja! ¡No saben que a bordo un mago tenemos! ¡En sus barrigas fuego verde crearás! ¿Ja?
Los bosques oscuros de sus cejas se arquearon cuando resultó obvio que, al menos de manera inmediata, Rincewind no pensaba lanzar magia vengadora contra los invasores.
—¿Ja? —insistió, haciendo que una simple sílaba hiciera la labor de toda una sarta de amenazas aterradoras.
—Bueno, sí, es que estoy… haciendo de tripas corazón. Eso es, de tripas corazón. ¿Fuego verde, dices?
—Y también plomo fundido en sus huesos quiero que corra —asintió el capitán—. Y que la piel les arda, y escorpiones vivos sin piedad sus cerebros coman desde dentro, y…
La primera canoa se situó junto al barco, y un par de garfios se engancharon a la barandilla. Cuando aparecieron los primeros esclavistas, el capitán desenfundó su espada y se lanzó hacia ellos. Se detuvo un momento para volverse a Rincewind.
—Que sea pronto —dijo—. O no tripas ni corazón. ¿Ja?
Rincewind se volvió hacia Conina, que estaba apoyada en la barandilla y se examinaba las uñas.
—Más vale que te pongas en marcha —le dijo la chica—. Tienes mucho trabajo: cincuenta fuegos verdes, otros tantos montones de plomo fundido…, eso sin contar las pieles en llamas y los escorpiones. Vaya día.
—Siempre me pasan cosas así —gimió él.
Echó un vistazo sobre la barandilla de lo que él consideraba el piso superior del barco. Los invasores iban ganando a fuerza de número, y utilizaban cuerdas y redes para atrapar a la forcejeante tripulación. Trabajaban en un silencio absoluto, golpeaban y esquivaban, trataban de no usar la espada siempre que no fuera imprescindible.
—No quieren estropear la mercancía —señaló Conina.
Rincewind vio con horror cómo el capitán caía bajo una oleada de formas oscuras, sin dejar de gritar: «¡Fuego verde! ¡Fuego verde!».
Rincewind apartó la vista. En cuestión de magia, era un perfecto inútil, pero tenía un cien por cien de éxito a la hora de seguir con vida hasta aquel momento, y no quería estropear el récord. Lo único que necesitaba era aprender a nadar en el tiempo necesario para lanzarse al mar. Valía la pena intentarlo.
—¿A qué esperas? Vámonos ahora que están ocupados —dijo a Conina.
—Necesito una espada —replicó ella.
—Dentro de nada, tendrás donde elegir.
—Con una me bastará.
Rincewind dio una patada al Equipaje.
—Venga —ordenó—. Te queda un buen trecho para flotar. El Equipaje extendió sus patitas con exagerada indiferencia, se volvió lentamente y se puso junto a la chica.
—Traidor —gruñó Rincewind a sus bisagras.
Al parecer, la batalla ya había terminado. Cinco de los atacantes subieron por la escalera hacia la cubierta de popa, dejando que la mayor parte de sus colegas se encargaran de la derrotada tripulación. El jefe se quitó la máscara y lanzó una mirada breve y atenta a Conina; luego se volvió y miró a Rincewind durante un período de tiempo ligeramente superior.
—Esto es una túnica —explicó Rincewind rápidamente—. Y más vale que tengas cuidado, porque soy mago. —Respiró hondo—. Si me pones un dedo encima, lo lamentarás. Te lo advierto.
—¿Mago? Los magos no son esclavos fuertes —reflexionó el jefe.
—Muy cierto —asintió Rincewind—. Así que ahora discutiremos cómo me marcho de aquí…
El jefe se volvió hacia Conina e hizo una señal a uno de sus compañeros. Señaló a Rincewind con el pulgar tatuado. El pulgar apuntaba hacia abajo.
—No lo matéis demasiado deprisa. En realidad… —hizo una pausa y obsequió a Rincewind con una sonrisa llena de dientes—. Quizá… sí. ¿Por qué no? ¿Sabes cantar, mago?
—Puedo intentarlo —respondió Rincewind con cautela—. ¿Por qué?
—Quizás seas el hombre que el serifa necesita para un trabajito en su harem.
Dos de los esclavistas rieron disimuladamente.
—Puede ser una oportunidad única —siguió su jefe, animado por la aprobación de su público.
Tras él se oyeron más aplausos.
Rincewind retrocedió un paso.
—No, de verdad —dijo—, pero te lo agradezco de todos modos. No estoy cortado para ese tipo de cosas.
—Oh, pero lo puedes estar —replicó el jefe con los ojos brillantes—. Lo puedes estar.
—Bueno, basta ya —intervino Conina.
Miró a los hombres que tenía a ambos lados, y luego sus manos se movieron. La mano que apuñalaba con las tijeras fue más eficaz que la que arañaba con el peine, dado lo que puede hacer un peine de acero en un rostro humano. Luego se apoderó de una espada, que había dejado caer una de sus primeras víctimas, y se lanzó contra los otros dos.
El jefe se volvió al oír los gritos, y vio a su espalda al Equipaje con la tapa abierta. En aquel momento, Rincewind le empujó por la espalda, lanzándolo al desconocido olvido multidimensional que yacía en las profundidades del baúl.
Se oyó el comienzo de un aullido, bruscamente interrumpido.
Luego sonó un clic cuando la cerradura encajó en las puertas del infierno.
Rincewind retrocedió, tembloroso.
—Una oportunidad única —murmuró entre dientes.
Con un poco de retraso, había captado la referencia. Al menos, había tenido una oportunidad única de ver pelear a Conina. Pocos hombres lo conseguían dos veces.
Sus adversarios empezaban sonriendo ante la temeridad de una jovencita que se atrevía a atacarlos, y luego atravesaban rápidamente los diferentes estadios del desconcierto, la duda y la preocupación para llegar al del terror más abyecto cuando se convertían en el centro de un relampagueante círculo de acero.
Conina se encargó del último guardaespaldas del jefe pirata con un par de golpes que llenaron de lágrimas los ojos de Rincewind. Luego, saltó por la baranda hacia la cubierta principal. El mago se molestó mucho cuando el Equipaje la siguió, acolchando su caída con el cuerpo de un esclavista y añadiendo una nueva modalidad de terror a los invasores: ya era bastante malo sufrir el ataque feroz y mortífero de una joven bonita que lucía un vestido de flores, y aún peor para el ego del hombre verse derribado y mordido por un accesorio de viaje. También era muy malo para el resto del hombre.
Rincewind miró por encima de la barandilla.
—Es un farol —murmuró.
Un cuchillo arrojadizo astilló la madera cerca de su barbilla, y rebotó junto a su oreja. Alzó la mano hacia el repentino aguijonazo doloroso, y luego se la miró horrorizado antes de desmayarse. Por lo general, no le mareaba la visión de la sangre, pero no soportaba ver la suya propia.
* * *
El mercado de la Plaza Sator, la amplia extensión de guijarros ante las negras puertas de la Universidad, era un caos de gritos.
Se dice que, en Ankh-Morpork, todo está en venta excepto la cerveza y las mujeres, que sólo se alquilan. Y la mayor parte de las mercancías se encontraban en abundancia en el mercado de Sator, que había crecido con los años, tenderete a tenderete, hasta que los recién llegados tuvieron que situarse casi pegados a las antiguas piedras de la Universidad. De hecho, había un buen surtido de rollos de tela y estantes de hechizos.